jueves, 10 de noviembre de 2011

EL ÚLTIMO HOMBRE SOBRE LA TIERRA QUE EN REALIDAD ES UNA MUJER

De Dios y otros cuentos
Por: Mauricio Rincón Andrade


ACTO PRIMERO

Escena Primera

(Un lugar lúgubre aparece en el escenario. Se escucha de fondo el Introito del Requiem de Mozart. Un ser humano camina en medio de las ruinas, un lugar arrasado como si hubiese ocurrido un terremoto. El ser humano está vestido como un indigente y lleva una enorme maleta a sus espaldas. Se nota muy compungido. Está llorando.)

El último hombre sobre la tierra que en realidad es una mujer:

El fin de todo lo que existía se precipitó sobre la tierra como una bala disparada, una flecha lanzada o una palabra pronunciada, no pudimos detenerlo. Al principio, todos seguimos ocupados en nuestros trabajos, en nuestras preocupaciones, en nuestros pequeños mundos. El planeta, pensábamos todos, era algo incólume, que seguiría así por miles de años. Sus reservas parecían eternas, la tierra no se cansaba de darnos alimentos y el cielo de mandarnos agua, límpida, fresca, refrescante, ¡cómo la extraña mi lengua! Los hombres dedicados a la política luchaban por sus pequeñas e insignificantes causas, buscando siempre sacar tajada, discutiendo por estúpidas leyes que no sirvieron de nada cuando empezamos a extinguirnos; los hombres dedicados a la religión seguían predicando un mundo distinto que llamaban “paraíso”. Cuando el planeta colapsó, nos dimos cuenta que vivíamos en el paraíso hacía mucho tiempo. Todos, al unísono, pedimos al cielo por la paz, ¡paz!, ¡cuánto clamamos por ella en iglesias, mezquitas y sinagogas!, al final, no fuimos escuchados y muchos empezamos a creer que en realidad arriba no había nadie y que estábamos solos, completamente solos.

(Se agacha y recoge unas monedas)

Pensar que esto un día gobernó la tierra. Fue, durante mucho tiempo, el único sentido de la existencia, el objetivo de nuestras acciones. Acumular para engrosar nuestras cuentas bancarias, comprar lo que no necesitábamos, con el dinero que no teníamos, así se resumía nuestras vidas. En el pasado, sin él no se podía hacer nada. Hoy, no sirve para un carajo, solo es un recuerdo de algo estúpido que inventamos los hombres para dividirnos y amargarnos la existencia.

(Arroja las monedas con fuerza)

Fue una guerra atroz. Sin tregua, sin piedad, como la mayoría de las guerras humanas. Nos enfrascamos en la destrucción del enemigo y no nos dimos cuenta que estábamos acabando con el mejor de los mundos posibles. Al final, no hubo victoriosos ni vencidos, todos perdimos, pues acabamos con todo lo que existía. Este y Oeste, el mundo dividido, el conjunto de las dos potencias mundiales iniciaron la terrible batalla una mañana de febrero. En todos los noticieros, por radio, por televisión, en los diarios, por internet, se publicaba la noticia: “Este ataca a Oeste. Se inicia la tercera guerra mundial.” Todos pensamos que sería otra de las tantas batallas que, desde la antigüedad, se han suscitado en la Tierra. No fue así, no fue otra de tantas, resultó ser la última y trajo como consecuencia la extinción de la especie más cruel e inhumana que jamás pobló el planeta: el hombre. En pocas semanas, Este aminoró considerablemente a su enemigo, la victoria parecía inminente. Sin embargo, ocurrió lo inesperado. La capital de Este se vio sacudida por dos enormes explosiones, ¡boom!, ¡boom!, las armas químicas iniciaban el rápido principio del fin. Este reaccionó de inmediato. Oeste se vio sacudida por una gran explosión, ¡boom! Un hongo se vio dibujado en el cielo de Oeste, una bomba atómica destruía una ciudad entera y asesinaba a cuatro millones de personas en pocos minutos.

Las imágenes televisivas eran impactantes y cada hora más sangrientas. En poco tiempo, la guerra involucró a todo el mundo. Los cuerpos de civiles muertos y en descomposición ocasionaron terribles epidemias que no pudieron ser controladas. Pueblos y ciudades se convirtieron en enormes cementerios. Al principio, los hombres sanos trataron de ayudar a los heridos, pero después fue imposible. La comida empezó a escasear y el agua de los ríos y lagos se contaminó a causa de las armas químicas. Cada uno trató de sobrevivir como pudo. Un trozo de pan fue motivo de cruentas pequeñas batallas y el agua fue a parar a manos de los más fuertes. La peor hambruna jamás vista cundió por el planeta. Los supermercados fueron arrasados por hombres, mujeres, niños y hasta animales hambrientos. ¡La gente moría de hambre en las calles! Mi esposo murió en mis brazos, víctima de una bala perdida.

(Lágrimas)

Llevo mucho tiempo recorriendo estas ruinas y no he encontrado otro ser con vida, ni siquiera plantas o árboles, pues violentos incendios los arrasaron en pocos meses. Los hombres estaban ocupados jugando a la guerra como para preocuparse por apagarlos. Me alimento de una provisión de comida en lata que encontré en un pequeño camión que fue tumbado por la turba hambrienta, una explosión los mató antes de que pudieran saciar su hambre. No sé para cuánto tiempo me alcancen estas latas. Y he cambiado el agua por botellas de gaseosa. Camino en medio de lo que fueron calles alguna vez con esta enorme maleta donde guardo mi exigua comida; como una sola vez al día y bebo muy poca gaseosa, no bebo de los ríos, pues tengo miedo que toda el agua esté contaminada. Ya me siento enferma y no creo que soporte por mucho más tiempo estas apocalípticas imágenes y esta maldita soledad.

(La mujer se sienta en el suelo)

(A los lejos, se escucha el ladrido de un perro, la mujer se incorpora)

¿Puede ser verdad?, (pregunta la mujer ansiosamente y mirando hacia todo lado), ¿escucho un perro?

(Aparece el animal. Un pequeño perro blanco, sucio y con una correa azul en su cuello. La mujer deja la maleta en el suelo y corre hacia el canino, lo abraza, lo besa, lo aprieta hacia sí, sonríe por primera vez en toda la escena.)

¿Cómo lograste sobrevivir? Pues hasta los perros fueron comida para los hombres en los peores momentos de la hambruna. Te llamarás, Compañía. Serás mi compañero en esta terrible soledad. Compañía, tú y yo somos posiblemente los únicos seres con vida en este enorme cementerio llamado Tierra.

Se cierra el telón
(Se escucha de fondo el Introito del Requiem de Mozart)
(Continuará…)

martes, 5 de abril de 2011

EL LIBRO DE LOS SUEÑOS PERDIDOS


Comparto con ustedes un fragmento de una de mis novelas publicadas.

"Había sido una noche horrible. El sueño y la vigilia se habían juntado, se hundían en una urdimbre de lazos, monstruos, imágenes del pasado, miedo, soledad y muerte. Todo se juntaba aquella noche. Un futuro incierto, un presente inaceptado, una sensación de vacuidad, un existencialismo implícito en aquel conjunto inconexo de imágenes. Minutos de meseta y mortecina paz, como si pasara por el ojo del huracán, para luego salir al ruido, a la levedad, a la completa inseguridad. La mortalidad en los huesos, la finitud en la piel. La horrible sensación de sentirse no amada, de que el mundo sin ella seguiría igual. La confusión, el desasosiego. ¡No más! Amarina quería ser pintora."

A lo largo de las páginas de esta novela, nos encontramos con distintas voces de hombres y mujeres que nos narran sus más profundos anhelos y sueños, aquello que deseaban hacer con sus vidas y que constituía el camino que querían transitar en su paso por este mundo. Sin embargo, esas mismas voces nos narran los obstáculos y temores que no les dejaron ser fieles consigo mismos y con sus sueños. Es una historia polifónica en donde asistimos al penoso espectáculo de seres tristes que no lucharon por sus sueños, pero, a su vez, de otros que no se amedrentaron ante las adversidades, sino que lo intentaron una y otra vez a pesar de que, como dice en una parte de la misma novela, “los hombres somos marionetas en manos de un destino que se empecina en llevarnos la contraria.” Cada historia, inconexa a priori, se conjuga con la otra y se va articulando en un solo cuerpo gracias a varios hilos que iremos descubriendo a lo largo de sus páginas. El Libro de los sueños perdidos es una buena ocasión para reflexionar con relación a nuestra propia vida, en especial, sobre aquel aspecto que nos constituye y nos distingue de los otros millones de seres humanos: nuestros sueños. Pues, como dijo magistralmente William Shakespeare: “el hombre que no se alimenta de sus sueños envejece pronto.”

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