jueves, 3 de diciembre de 2015

IL PRETE ROSSO ©



 Por: Mauricio Rincon Andrade


Venecia es una de las ciudades más hermosas del mundo –empezó diciendo el profesor Piccolo-. Parece increíble pensar que exista una ciudad como esa, rodeada por más de cien canales, con hermosos puentes de piedra y de madera por todos lados, con construcciones antiguas, majestuosas y llenas de historia; es hierático lo que suscita observar el Gran Canal o la Plaza de San Marcos, de la que dijo Napoleón Bonaparte que era “el salón más bello de Europa”; sus palacios, sus basílicas y sus iglesias se erigen de forma sublime sobre distintos puntos de la ciudad; cuando entras a sus basílicas e iglesias, no solo te encuentras con hermosos edificios dedicados a lo divino, sino con espacios llenos de arte, como en la Basílica de Santa María Gloriosa dei Freri, en donde puedes contemplar una de las obras maestras de Tiziano o como la Iglesia de San Zaccaria que contiene obras de Giovanni Bellini y Van Dyck, por solo hablar de dos templos; no existe nada más placentero que viajar en una góndola por sus canales y dejar que tu mente contemple en silencio la ciudad sin permitir que ningún pensamiento contamine tu visión. Pues bien, en esta hermosa ciudad, un 4 de marzo de 1678, nació un niño débil de constitución que estaría llamado a convertirse en uno de los más famosos compositores de la ciudad y uno de los mayores representantes del barroco. No pudo nacer en una ciudad mejor, y no solo por la belleza y majestuosidad de la misma, sino porque por aquella época, Venecia era el reino de la música.


Poseía cuatro Ospedali, en donde se cultivaba la música y de los cuales más adelante hablaremos; siete teatros, incluso fue la primera ciudad en dedicar una sala de espectáculos exclusivamente para la ópera, alrededor de 1637; la ciudad tenía uno de los centros o seminarios más importantes de Europa de música vocal, además, no olvidemos, como comentábamos en alguna otra clase, que Venecia es la cuna del violín, el instrumento italiano por excelencia. En sus centros de educación musical, enseñaban grandes maestros como Domenico Scarlatti o Nicola Porpora, además, es la ciudad de grandes músicos como Albinoni, Bertoni, Tartini, Marcello, Pescetti por citar solo algunos. Pero la música no solo se respiraba en sus academias o en los Ospedali, sino en cada uno de los habitantes de la ciudad; una de las crónicas de la época manifiesta que un viajero, al llegar a Venecia a principios de siglo XVIII, le llamó la atención ver que hasta los mendigos pedían limosna cantando y que gran parte de sus ciudadanos tocaban algún instrumento. Esta ciudad, dará al mundo, un legado impresionante de música instrumental que no deja de admirar a todos aquellos que se quieran acercar con amor a la historia del arte sonoro occidental.


A finales siglo XVII, en Venecia, existían cuatro famosos Ospedali: San Lázaro dei Mendicanti¸ Santa María della Pietà, el de los Incurabili y l`Ospedalette. Los Ospedali eran hospicios u orfanatos en donde se tenían a los niños huérfanos. Pero además de esta labor social, los Ospedali eran verdaderos centros de formación musical, de allí salieron grandes intérpretes y cantantes conocidos en toda Europa. Es interesante acercarse a estas instituciones porque, en primer lugar, el modelo de enseñanza musical que tenían fue tomado por los primeros conservatorios europeos que surgieron, y, en segundo lugar, porque los Ospedali fueron, durante mucho tiempo, los únicos lugares de Europa en donde las mujeres podían aprender a tocar algún instrumento, enseñar e incluso, dirigir una orquesta. En uno de ellos, della Pietภenseñó, durante muchos años, el sacerdote, violinista y compositor veneciano al cual le vamos a dedicar las próximas clases, Deo volente (si Dios quiere) pues en realidad uno nunca sabe dónde y cuándo lo puede sorprender a uno un ataque cardiaco o un virus mortal –así era el profesor Piccolo, un anciano sabio y medio hipocondriaco-. Este cura, queridos y superficiales estudiantes, que evitaba cada vez que podía sus obligaciones eclesiásticas, por su pasión a la música, era conocido como el prete rosso, no porque fuera comunista, sino por el color de su cabello, pero en realidad su nombre era: Antonio Lucio Vivaldi.


El profesor Arcangelo Piccolo llegó a su apartamento, dejó en una silla su maletín repleto de libros y partituras, encendió su cafetera, para tomarse un café colombiano, uno de los pocos lujos que se permitía, se lavó cuidadosamente las manos y se dirigió a su piano; se quedó unos minutos concentrado observando el teclado y luego empezó a interpretar una hermosa melodía que le estaba dando vueltas en su cabeza desde hacía varias semanas, no le acabó de gustar del todo, pero sabía que iba por buen camino, en ese momento el café hirvió, se levantó, se volvió a lavar las manos, tomó una taza y se sirvió la humeante y suave bebida colombiana, se dirigió a una de las ventanas de su apartamento y se quedó unos minutos ensimismado observando, sin permitir que ningún pensamiento contaminara su visión. No se encontraba en la hermosa ciudad de Venecia, pero vivía en París, que a pesar de no contar con los canales, ni las góndolas, no dejaba de ser otra de las ciudades más hermosas del mundo. El profesor Piccolo trabajaba en el conservatorio de París y solía colaborar con algunas de las mejores orquestas europeas. Mientras estaba en su ejercicio místico de observar y no pensar en nada, alguien llamó a su puerta, era extraño, porque eran muy pocas las personas que conocían la dirección de su residencia, era un hombre soltero y de pocos amigos, no se movió de la ventana esperando que hubiera sido una equivocación, sin embargo, a los pocos minutos, volvieron a tocar, entonces se dirigió hacia la puerta y observó por el ojillo de la misma, era una mujer, muy joven y bella por cierto; no estoy interesado ni en lo que vende ni en lo que cree, váyase por favor, profesor, me podría regalar unos minutos de su tiempo, es importante, no atiendo a nadie en mi residencia, si necesita hablar conmigo con mucho gusto la atiendo en mi despacho del conservatorio, es algo personal profesor, ya le dije que en mi oficina la atiendo, no quisiera parecer grosera, pero lo que tengo que decirle es mejor que se lo diga aquí, en su casa, váyase, por favor, profesor Piccolo, no le quito mucho tiempo, ¡no entiende! ¡qué se vaya!, no me hubiera gustado decirle esto desde el pasillo, pero no me deja otra alternativa: profesor Piccolo, yo soy su hija.   


Antonio Lucio Vivaldi –empezó diciendo el profesor Arcangelo Piccolo- compartió con el genio de Mozart un destino similar: ambos murieron en Viena, en la pobreza y fueron enterrados en una fosa común; con el gran Johan Sebastian Bach, también tuvieron algo que los relacionó, pues la música de ambos, después de su muerte, fue olvidada y pasaron muchos años antes que se descubriera y empezara a valorar el legado de semejantes compositores, incluso, una de las biografías de Bach, cuenta que muchas de sus partituras originales fueron utilizadas para envolver carne o queso en los mercados. El padre de Antonio fue un gran violinista, don Giovanni Battista Vivaldi, que trabajó en la basílica de San Marcos y en el Ospedali San Lázaro dei Mendicanti¸ muy seguramente fue él el que le dio las primeras lecciones de música a su hijo. Porque en realidad es poco lo que sabemos de la etapa formativa del il prete rosso y de sus primeros años, pues de él conservamos muy pocas cartas, poquísimas, y escasos testimonios. Lo que sí sabemos con seguridad es que en 1693 entró al seminario de Venecia y fue ordenado sacerdote en 1703, ese mismo año empezó a trabajar en el Ospedali Santa María della Pietà en donde enseñará violín y dirigirá la orquesta. Allí pasará gran parte de su vida, no solo enseñando o dirigiendo, sino componiendo una cantidad nada deleznable de obras. La relación con della Pietà será de amores y odios, pero le debemos a dicho Ospedali que Vivaldi compusiera tantas obras para su orquesta y coro. En aquella época, il prete rosso era conocido en Venecia, en primer lugar, porque era un cura poco comprometido con su ministerio, no era extraño que en mitad de la misa, se retirara, con la excusa de que tenía problemas respiratorios, algo que era verdad, pero que él siempre exageró, a escribir alguna obra que se le había ocurrido en plena celebración, esto incluso hizo que la inquisición lo investigará, pero finalmente fue absuelto; en segundo lugar, fue reconocido inicialmente como un prodigioso violinista, pero con el paso de los años se irá consolidando también como un gran compositor y convertirá al violín en el instrumento rey de la época barroca. Pero eso no es todo, pues…, el profesor Piccolo no alcanzó a terminar la frase, quedó inmóvil, se colocó las manos en el pecho y cayó desplomado en mitad del salón con la mirada atónita de sus estudiantes.


Ana sabía que la reacción de su padre sería esa, su madre se lo había advertido: Arcangelo es de muy mal carácter, hipocondriaco, solitario, que nunca sonríe, pero un músico genial, te pareces tanto a él. Ella, que era músico también, le había ocultado a Ana durante casi toda su vida la verdad y hasta le había inventado que su padre había sido un destacado músico alemán de origen judío que había sido desaparecido por la Gestapo. Ana le creyó a su madre y no quiso profundizar más en el asunto, pues en realidad no le interesaba demasiado saber sobre su origen y prefirió quedarse con la idea de descender de un músico perseguido por los nazis. Sin embargo, con el paso de los años y en la medida que crecía como mujer y como pianista, empezó a interesarse por su papá y no descansó hasta que doña Karenina, su mamá, le dio un nombre, pensando que con eso Ana quedaría tranquila. Pero no fue así, sino que ella continúo investigando y gracias a algunos colegas alemanes se contactó con una institución judía que tenía un registro de los músicos desaparecidos o llevados a los campos de concentración nazi en plena Segunda Guerra Mundial y por ningún lado aparecía el nombre que le había dado su madre. Doña Karenina no quería contarle la verdad a su hija, no quería decirle que su padre era un ilustre músico italiano que había sido profesor suyo en París y con el cual una noche se había emborrachado y como adolescente irresponsable se le había entregado sin medir las consecuencias. Inicialmente había pensado en abortar, pero luego desistió de la idea, tuvo a Ana en Berlín, y nunca le contó nada al profesor Piccolo que no recordaba ni siquiera que en la única borrachera de su vida se había acostado con una de sus alumnas. Cuando finalmente le contó la verdad a su hija, Ana ya era una destacada intérprete, ganadora de varios premios internacionales de piano, que además de su genialidad, era admirada por su hermosa figura, sus ojos azules y su cabello rubio. Cuando Ana conoció la verdad, decidió suspender una presentación que tenía en Ontario y viajar a París a conocer a su padre. Ese mismo día que arribó a la Ciudad Luz tomó un taxi y se dirigió a la dirección que con mucha dificultad había conseguido, subió hasta el cuarto piso y tocó en el apartamento 402, lastimosamente, las cosas no pudieron salir peor.


Antonio Vivaldi escribió un poco más de 800 obras, incluyendo 46 óperas, una gran cantidad de música sacra, algunos oratorios, sonatas, música vocal, como cantatas, serenatas y motetes, unos 220 conciertos para violín y otros 230 para otros instrumentos, además, no olvidemos que él le dará una forma nueva al concierto que luego será clave en el romanticismo y en el clasicismo. Muchas de sus obras se perdieron e incluso, llegamos a conocer la existencia de algunos de sus conciertos, gracias a las transcripciones que hizo para clavecín de algunos de ellos, el considerado, por muchos especialistas, incluyéndome, el padre de la música: Johann Sebastian Bach. Pero muy seguramente su obra más conocida es una serie de 12 conciertos para violín que llevan como título: Il Cimento dell´Armonia e dell´Invenzione, escritos alrededor de 1725. De estos 12 conciertos escritos para violín solista, orquesta de cuerdas y clavecín, sobresalen los cuatro primeros, que popularmente son llamados: Las Cuatro Estaciones. Estas hermosas piezas tratan de describir las características propias de cada una de las estaciones del año. Se conserva incluso cuatro sonetos que algunos llegan a afirmar que los escribió el mismo compositor, cosa que dudo, y que reflejan lo que la música describe: el canto de los pájaros, una tormenta, los truenos, la siesta de un pastor, el ladrido de un perro, etc. Pero lo más importante, de estos cuatro conciertos, es que no solo son una descripción con música de algunos elementos propios de las estaciones, sino que tratan de expresar, por medio de las notas, lo que la naturaleza suscita en el hombre, al menos, en un hombre sensible. ¿Por qué un compositor de la talla de Vivaldi, fue olvidado prácticamente después de su muerte y su nombre ni siquiera figuró en los libros de música de su época? La respuesta a esta pregunta nos llevará por varios laberintos y recovecos de la historia de la música, muchos de ellos tan oscuros y nauseabundos, como la misma historia humana. Digamos, en primer lugar que…, hasta aquí llega el último cuaderno de notas del profesor Arcangelo Piccolo. A pesar de su experiencia como docente y músico, le gustaba escribir algunas de las ideas que desarrollaría en sus clases. Estos cuadernos, muchos años después de su muerte, fueron editados y se convirtieron en verdaderos clásicos de la historia de la música occidental.


La reacción de su padre fue un verdadero aluvión de insultos y gritos que apenas le dieron tiempo a Ana de decir alguna cosa. Sin embargo, después de tirar la puerta con fuerza, tan fuerte que una de sus repisas con libros fue a dar al suelo, el nombre de karenina Mertens, le resucitó en la memoria del profesor Piccolo. ¡Claro que la recordaba!, era una hermosa alemana, muy talentosa, que tocaba el violín con maestría. Ese nombre, pensaba el profesor, es imposible de olvidar, sobre todo para los amantes de la literatura como yo. A la mañana siguiente, madrugó más que de costumbre y se dirigió a la secretaría del Conservatorio y le pidió a madame Sophie que le permitiera la carpeta de Karenina Mertens, ella se extrañó de ver al profesor Piccolo por allí, pero sin preguntarle ni siquiera para qué la necesitaba, se la entregó. Él la tomó y se fue a su oficina. Por más de una hora revisó lo que contenía y hasta se deleitó con una sonata para violín que la misma Karenina había compuesto y que se encontraba dentro de la carpeta. Lo último que estaba consignado de madame Karenina era que en la actualidad hacía parte de los violines primeros de la más famosa e importante orquesta del mundo: la Filarmónica de Berlín. La carpeta curiosamente contenía una serie de recortes de periódicos en donde se hablaba de la hija de la violinista. En medio de su rabia y sus gritos, el profesor Piccolo no había tenido tiempo de fijarse en la joven que lo había importunado en su casa, pero al ver con atención el rostro de Ana, en los recortes, quedó de una sola pieza. Aquella hermosa joven era igualita a la madre del profesor, no puede ser, pensaba el longevo italiano, mientras leía con atención las buenas críticas que le hacían a la genial intérprete.


Ana sabía que no podía darse por vencida, no había viajado hasta París solo para recibir aquel aluvión de insultos y gritos. Así que a la mañana siguiente se dirigió al Conservatorio de París con la esperanza de poder dialogar con su padre. El profesor Piccolo, ya había escuchado hablar de aquella joven y bella prodigio alemana del piano e incluso, uno de sus colegas le había regalado la grabación que había hecho Ana de algunos nocturnos de Chopin, pero el profesor en ese momento no le prestó atención a su colega y había guardado el acetato sin ni siquiera abrirlo. Ese día, después de terminar de leer detenidamente la carpeta de Karenina Mertens y los recortes de periódico que hablaban sobre Ana, busco el acetato y lo colocó en el tocadiscos de su oficina. Tan pronto empezó a sonar la grabación, sufrió un impacto aún mayor que el que experimentó al darse cuenta que aquella bella alemana era igualita a su madre. Hacía mucho tiempo no escuchaba una interpretación como esa, esa era la forma como él siempre había pensado que debía sonar Chopin, esa era la forma como él interpretaría a Chopin, más todavía, esa era una forma aún mejor de interpretar a Chopin. ¿Sería posible?, ¿aquella joven, podría ser su hija? Trató de recabar en lo profundo de su memoria y logró viajar veinte años atrás y recordar, con cierta dificultad, una bella velada con Karenina, en su residencia, alrededor de varias botellas de Rioja. Se asustó, caminó de un lado para otro y abrió la puerta a la posibilidad de que Ana fuera su hija. La ansiedad lo empezó a invadir, necesitaba averiguar la verdad fuera como fuera. Sin embargo, en ese momento lo esperaban sus estudiantes para continuar con la vida de Antonio Vivaldi. Al salir de su oficina se topó con el director del Conservatorio, apenas se saludaron, como lo hacían siempre, Monsieur, ¿qué opinión tiene de la pianista alemana Ana Mertens?, cómo, Monsieur, ¿qué opinión tiene de la pianista alemana Ana Mertens?, el director se extrañó porque aquel genial profesor italiano apenas le hablaba, sin embargo, le respondió muy amablemente, es uno de los mejores intérpretes de nuestro tiempo, sin lugar a dudas. El profesor Piccolo le agradeció y entró al salón con una sonrisa dibujada en su rostro. En el preciso momento que Ana entraba al Conservatorio de París dispuesta a dialogar con su padre, el profesor Arcangelo Piccolo sufría un ataque cardiaco y caía en la mitad del salón de clases mientras hablaba del il prete rosso.

jueves, 8 de octubre de 2015

EL PERRO GALILEO ©


Por: Mauricio Rincón Andrade


En el siglo I de la era cristiana, muchos hombres, mujeres, ancianos, niños, ricos, pobres, señoras, meretrices, emperadores, míseros, felices, frustrados, suicidas, asesinos, ladrones, corruptos, religiosos, ateos, artistas, caritativos, crueles, valientes, medrosos, honestos, espurios, valiosos, escorias, entre otros, pisaron la tierra. Sin embargo, en los anales de la historia, un acontecimiento específico marcó de manera singular a todo el mundo occidental. Un judío se proclamó hijo de Dios, suscitó un movimiento que, con el paso de los siglos, adquirió un poder inimaginable e hizo, seguramente sin quererlo, que el celibato fuera obligatorio, los hábitos, un estilo de vida y lo ritual, toda una maquinaria para recoger dinero. Este judío finalmente fue juzgado por el imperio romano y condenado a morir como los peores asesinos de su tiempo: desnudo, fuera de la ciudad y en una cruz. Las razones de su condena no parecen muy claras: por proclamarse hijo de Dios, por provocar revueltas, por ir en contra de muchas tradiciones judías, por ser un enemigo del César, por no responder en el momento del interrogatorio, porque estorbaba a un poder establecido, por voluntad de Dios. La verdad es que lo asesinaron.

Su estilo de vida no coincidió con su terrible condena. Es verdad que todos los días condenan inocentes, pero, después de lo que hizo, lo más justo hubiese sido una medalla, las llaves de la ciudad o un paseo por toda Jerusalén en carro de bomberos. ¿Qué hizo? Curó enfermos, animó tristes, perdonó pecados, reconoció la humanidad en mujeres y leprosos, le brindó esperanza a los poseídos y a las prostitutas, seres despreciados de su época, y ayudó a muchos a comprender que caerse no es razón suficiente para quedarse ahí. Es decir, fue un buen tipo, más aún, una excelente persona con amor suficiente para todos. Sin embargo, lo asesinaron.

Este judío no estaba solo, pues, además de moverse por toda Palestina y sus alrededores con doce manes, tenía un perro. Sí, un perro, que caminó lo mismo que todos juntos, que comió pan y pescado, que ladró en el templo y que estuvo en la cruz junto a las mujeres y al joven Juan. Pero, a diferencia de ellos, el perro lo acompañó en el sepulcro, frente a la piedra inmensa. Cuando el judío resucitó, pequeño detalle que había olvidado decir antes, lo primero que vio no fue a su madre, ni a Juan, ni a las mujeres, ni siquiera a los guardias romanos, sino a su perro, pues el perro era de él. Este gozque había nacido en la región de Galilea, en Magdala más exactamente, y fue seguramente el ser que más conoció al judío crucificado y al que estaba detrás de él, es decir, al ser más incomprendido y solitario del mundo. Al judío le gustaba pasar largas horas orando lejos del pueblo, por esa época era más famoso que Michael Jackson, se retiraba, dejaba a los doce roncando y se iba a dialogar con Dios. Sólo un ser lo acompañaba, ¿el perro?, ¡claro que el perro!; se acostaba a una justa distancia para no interrumpir y sólo se paraba cuando el judío había terminado.

En esta parte del relato, seguro que se ha suscitado una pregunta entre todos los lectores, ¿cómo nos prueba que el judío ese tenía un perro?, más aún, ¿en dónde se habla de él?, pues, siendo exactos, en los evangelios, que son testimonios en relación con la enseñanza y algunos aspectos de la vida del judío, no se nombra por ningún lado. Pues se equivocan. En los evangelios sí se habla de él. Vamos por partes. ¿De dónde salió?, o lo que es lo mismo, ¿se lo regalaron, lo compró, lo encontró en la calle? Ninguna de las anteriores. El perro decidió seguir al judío. ¿Decidió?, sí. Pero si los perros no deciden nada, se mueven sólo por instinto. Eso es mentira, con perdón de ciertos etólogos. Los perros no se mueven solamente por instinto, los perros sienten, sufren, lloran, se alegran, hacen sus necesidades a toda hora y también deciden. Me voy para allá, voy tras esa perra, me quedo en esta casa. Pues bien, el perro galileo decidió seguir al judío.

Todo ocurrió cuando el judío se encontraba en Galilea, enseñando a unas cinco mil personas, esta cifra es suministrada por San Marcos en el capítulo 6, verso 44. En medio de tanta gente, no es raro que hubiera un perro, es decir, nuestro perro se encontraba allí. Después de las enseñanzas del judío y de algunas curaciones, los doce cayeron en la cuenta que no había pan pa’ tanta gente. No hay pan, le dijeron, mándelos a sus casas que lo que tenemos no nos alcanza ni para nosotros; denles ustedes de comer, les respondió, pero fue él finalmente el que logró que todos comieran. Por invitación del judío, todos reunieron lo que traían de comida, compartieron y así todos quedaron llenitos, más adelante a ese gesto lo llamarían “la primera multiplicación de los panes y de los peces” y lo calificarían de milagro. Sí, hubo un milagro, no que los panes y los peces salieran de la nada, sino que el judío lograra convencer a cinco mil personas que compartieran lo que traían. Un milagro, sí, traten de poner de acuerdo a veinte adultos y verán que realmente fue un milagro. El perro comió y quedó admirado con el judío. Decidió seguirlo, esta primera decisión del perro seguramente contaminada de interés, con éste cerca no me faltará comida. Al día siguiente, el judío dijo las palabras clave, “si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”. El perro galileo decidió, esta vez sí definitivamente, seguirlo. Se negó a sí mismo, tomó su vida perruna y se convirtió en el más fiel seguidor del judío.

Los discípulos al principio ni siquiera se percataron de la presencia del perro, pero, con el paso de los días, fue imposible no percatarse de ella; primero, porque algunas veces las sandalias de los discípulos fueron a pisar exactamente en los excrementos del perro y, segundo, porque el perro siempre estaba cerca del judío, más cerca que cualquiera de ellos. Cuando eran enviados a evangelizar, el judío se quedaba sólo con él. Los discípulos se reunieron una de esas veces en que el judío estaba orando al ser más incomprendido y solitario del mundo, acompañado de su discípulo de cuatro patas. Ese perro tiene que irse, manifestaron todos, Juan fue el único que no estuvo de acuerdo, aquel apóstol, el más joven de todos, estimaba más que cualquiera la amistad y sabía que el compromiso más importante con un amigo es la fidelidad, esa convicción lo llevó a ser el único de los doce que acompañó al judío al lado de la cruz. Ese can, nunca se había quejado por las largas caminatas, por la falta de comida, por los desprecios de muchos seguidores del judío, por el frío, la lluvia o el calor excesivos, él sólo lo acompañaba con suma fidelidad y alegría, ese perro debe quedarse, más aún, dijo Juan, el que tiene que decidir es el maestro, pues el perro no nos sigue a nosotros, lo sigue a él. El tiempo le daría la razón. En la cruz sólo acompañaron al judío: su madre, el joven Juan, unas mujeres y un perro.

Un día, se encontraban los catorce cerca de Jerusalén, el judío estaba enseñando como acostumbraba: a través de parábolas, a cientos de personas y con gran autoridad. La decisión estaba tomada: echarían el perro en un costal y lo dejarían amarrado en el primer pueblo que pudieran. No se lo comunicaron a Juan porque estaban seguros que él no estaría de acuerdo y se lo terminaría contando al maestro. Pedro ya estaba listo con el costal cuando el judío empezó con otra de sus parábolas: “era un hombre rico que vestía de púrpura y lino, y celebraba todos los días espléndidas fiestas. Y un pobre, llamado Lázaro, que, echado junto a su portal, cubierto de llagas, deseaba hartarse de lo que caía de la mesa del rico..., pero hasta los perros venían y le lamían las llagas”, esa última frase sonó como un eco en la cabeza de Pedro y no fue capaz de atrapar al perro galileo. Pedro recordó que unos días atrás, mientras el judío estaba enseñando y ellos comiendo, el perro se había acercado a un mendigo y le había lamido, con ternura, sus llagas. Ese perro, pensó Pedro, había captado mejor que ellos el mensaje del judío: “si uno quiere ser el primero, sea el último de todos y el servidor de todos”. Sintió vergüenza por lo que iba a hacer y desistió de su decisión, el perro se queda, les dijo a los otros. Y el perro se quedó definitivamente.

Con el paso de las semanas, el perro se ganó el aprecio, y hasta el amor de los discípulos, especialmente de Felipe, que disfrutaba mucho jugando con él en los pocos momentos que tenían de descanso. Sin embargo, el perro galileo siempre demostró gran animadversión hacia Judas, el encargado de la bolsa de dinero. Cuando Judas se acercaba al judío, el perro le empezaba a ladrar como si se tratara de un bandido, Bartolomé sería el primero en recordar esta anécdota después de la resurrección del maestro. En esta parte del relato, no sé si ya me hayan dado la razón y crean en la existencia del perro galileo. Seguramente muchos no se han convencido aún. Sin embargo, tienen que concederme que tampoco pueden negarlo. En los textos evangélicos, puede que no se hable explícitamente de él, pero, como he tratado de demostrar, es posible, ¿por qué no?, que se hable implícitamente de él. Esta exégesis puede resultar escandalosa y traída de los cabellos, pero no me pueden negar una cosa: el judío amaba a todas las criaturas, no sería raro que tuviera un perro. Espero haber respondido a la pregunta suscitada párrafos anteriores. Seguro que han surgido muchas otras, tratemos de responder a la última, ¿qué aspecto tenía el perro galileo?, ¿de qué raza era? La respuesta es sencilla: no tengo ni idea. Si los evangelios no se preocupan ni del aspecto físico del judío, mucho menos van a gastar espacio describiendo al perro galileo. En pocas palabras, imagínenselo como quieran: un pastor alemán, un ladrador, un pastor bernés, un criollo. En fin, lo fundamental, y eso lo aprendió muy bien el perro, no es el aspecto exterior sino lo que llevamos dentro, ricos o pobres, feos o bonitos, todos somos iguales y merecemos ser depositarios de amor y respeto.

Jerusalén, esa fue la ciudad elegida por el judío para su último periplo, no es raro que haya sido así, pues esta era la ciudad más importante de todo Israel, en ella se encontraba el templo, el centro de culto y adoración más significativo para los judíos. Construido, por primera vez, en la época del rey Salomón, el templo había sido destruido y reconstruido varias veces a lo largo de la historia. El que estaba de pie cuando el judío entró a Jerusalén había empezado a ser construido alrededor del año 20 antes de la era cristiana por mandato de Herodes el Grande y después de más de cincuenta años de trabajo aún no lo habían terminado. Ese majestuoso templo sería destruido definitivamente en el año 70 por los romanos y no lo volverían a levantar, un muro, llamado el muro de las lamentaciones, sería lo único que quedaría de la imponente construcción. Pero además del templo, Jerusalén era una ciudad con gran afluencia de personas, que iban y venían, comerciantes, artesanos, sacerdotes, fariseos, publicanos, saduceos, ciudadanos romanos y muchos devotos. Alrededor del templo, el comercio -representado en los cambistas, que eran los encargados de proveer a los visitantes de la moneda del templo, y los vendedores de los animales para los sacrificios y todo tipo de comerciantes- y el gentío eran impresionantes. Esa escena de desorden e irrespeto hacia la casa de Dios había hecho enojar al judío que, junto con el perro galileo, tiró las mesas y formó una revuelta monumental.

Jerusalén sería el último destino del judío que cambiaría definitivamente toda la historia de Occidente en nombre del ser más incomprendido y solitario del mundo. La forma en que entró a la ciudad no hacía prever los acontecimientos que se desarrollarían más adelante. El judío entró en un pollino, es decir, en un asno; el caballo era un animal de guerra, por eso, entrar en burro era signo de paz y así parecieron entenderlo todos porque, mientras el judío entraba a Jerusalén montado en burro, las personas tomaron ramas de los árboles y alfombraron su camino. Fue grandioso, el perro se sentía orgulloso de la decisión que había tomado. Con esa entrada, lo que sigue es el camión de bomberos y las llaves de la ciudad, pensó el perro; sin embargo, resultó ser todo lo contrario. Después de terminada la cena pascual, que el perro se perdió porque le dio por salir a mear a un árbol, por eso no aparece entre los convidados descritos por los evangelistas, el judío salió a un lugar llamado Getsemaní y dejó a sus discípulos velando, mejor dicho, durmiendo, porque sólo fue que saliera el judío para echarse como piedras. Como siempre, el perro lo siguió de lejos y lo que observó fue a un hombre muy triste, que lloraba e imploraba al ser más incomprendido y solitario del mundo que le diera fuerzas para llevar hasta sus últimas consecuencias todo su actuar centrado en el amor por Él y los otros. Al llegar, Judas lo estaba esperando con un montón de gente armada para atraparlo. El perro trató de defenderlo y hasta le mordió la oreja a uno de ellos, el judío curó al hombre y observó con cariño a su fiel amigo de cuatro patas mientras se dejaba llevar como si se tratara de un asesino.

Lo que ocurrió después ya lo saben ustedes. Los discípulos salieron huyendo y hasta el panzón de Pedro se atrevió a negar cualquier relación con el judío, “yo no conozco a ese hombre de quien habláis”; sentenciaron al judío a morir en una cruz y pocos seres fueron fieles hasta el final. No sólo asesinaron al judío, y no me refiero a los dos malhechores que crucificaron con él, sino al que estaba detrás del judío, es decir, al ser más incomprendido y solitario del mundo. No era sólo una condena a un hombre sino a un dios, al dios del judío, que no cuadraba con la idea estática y castigadora del dios de ellos. Eso lo entendió perfectamente el perro, eso y la razón de su muerte, su coherencia con su obra y su enseñanza, no por voluntad de Dios, Dios no puede ser un sádico que envía a su hijo para que lo asesinen. Con la muerte del judío nació un nueva manera de ser humano, una manera, lastimosamente, que muy pocos a lo largo de la historia, han sabido imitar.

El perro esperó a que depositaran el cuerpo sin vida de su maestro y se quedó varios días acompañándolo. Una mañana del primer día de la semana judía, es decir, un domingo, mientras él estiraba sus patas volvió a ver con vida a su amigo. El discípulo amado, como también era conocido el perro, movió su cola de un lado para otro mientras el judío le acariciaba la cabeza. Él, le dio un regalo, le regaló la inmortalidad, ¿a un perro?, sí, a un perro, a su perro. El perro galileo sigue con vida y sus descendientes recorren diariamente nuestras ciudades, se protegen de la lluvia debajo de un puente o al lado de un mendigo, comen de nuestra basura, soportan nuestro maltrato, desprecio e indiferencia y tratan de continuar con el legado del judío: llenar de amor un mundo que parece haberse acostumbrado a vivir en medio de la inhumanidad.

miércoles, 2 de septiembre de 2015

EL REQUIEM DE MOZART ©



A Luciana Sofía
Por: Mauricio Rincón Andrade
  



El Requiem de Mozart es quizá una de las obras más hermosas y enigmáticas de todo el repertorio clásico occidental.
 
I. INTROITO



Requiem



Requiem aeternam dona eis, Domine:

et lux perpetua luceat eis. Te decet

hymnus, Deus, in Sion, et tibi reddetur

votum in Jerusalem: exaudi orationem

meam, ad te omnis caro veniet.

Requiem aeternam dona eis, Domine:

el lux perpetua luceat eis.


Viena, 1791. Un misterioso hombre camina por las viejas y lúgubres calles de la capital austriaca, está cumpliendo un encargo: dirigirse a la casa de uno de los músicos más geniales y excéntricos de la época y encargarle la composición de una obra, un Requiem. Ésta es una misa de difuntos que normalmente está conformada por ochos secciones: Introito, Kyrie, Sequentia (compuesto por seis números), Offertorium (dos números), Sanctus, Benedictus, Agnus Dei y Communio. Se detiene frente a la casa y toca a la puerta. El hombre está vestido totalmente de gris. Abre una mujer con ojeras, vestida con ropa de la época, sus senos son hermosos. No lo deja pasar, espere un momento, ya le llamo a mi marido. A los pocos minutos, sale el compositor. Un hombre más bien joven que se ve viejo, cansado y preocupado, sin peluca y que se está metiendo el índice derecho en una de sus fosas nasales. ¿Un Requiem?, no he compuesto ninguno hasta ahora, mi patrón le envía la mitad de la paga (es mucho dinero), la otra cuando entregue la obra, ¿acepta?, ¡por supuesto!, ¿a dónde llevo la partitura cuando esté terminada?, yo vendré por ella, tómese su tiempo, yo estaré pasando para averiguar cómo va el trabajo.


El compositor le hace una venia al “hombre de gris” y cierra la puerta.  Wolfi, ¿qué quería ese hombre tan raro?-le pregunta su mujer-, encargarme una obra, ¿y por qué estaba vestido de esa manera y tenía en el rostro una máscara?, no lo sé, Constanza, y no me importa, lo único que sé es que pagó muy bien, ji, ji ji. Ahora lo que yo quiero…¡son tus nalgas!, ¡Wolfi, por favor!, ¡quiero tus nalgas!, ¡Wolfi!



II. KYRIE



Kyrie eleison.

Christe eleison.

Kyrie eleison.





III. SEQUENTIA



N°1 Dies irae



Diesi rae, diez illa

Solvet saeclum in favilla:

Teste David cum Sibylla.

Quantus tremor est futurus,

Quando judex est venturus,

Cuncta stricte discussurus.


El dinero le vino muy bien a la familia, sin embargo, el compositor no empezó a trabajar inmediatamente en el Requiem ya que de Praga le llega un trabajo más importante. ¿Otra ópera, Wolfi?, sí, Constanza, esta es para la coronación de Leopoldo II, rey de Bohemia, ¿y cuándo será la coronación?, el 6 de septiembre, ¡pero si eso es un mes!, ¿tú crees que alcanzarás a escribirla?, ¡claro que sí, mujer de poca fe!, pero si todavía no has terminado esa otra, esa que estás escribiendo para el vividor de Schikaneder, esa ya la acabé, mi mujercita, ¿en serio?, sí, está aquí, en mi cabeza, sólo falta ponerla en el papel y listo, ji, ji, ji, ¿Wolfi?, no se supone que tienes que trabajar en la ópera para la coronación y en esa misa de difuntos, sí, ¿entonces, por qué te estás arreglando para salir?, necesito buscar a Franz, él tiene que ayudarme con el trabajo, espero que sea verdad, no llegues muy tarde, no lo haré, mi hermosa mujercita, el niño está llorando, creo que quiere teta y no lo culpo, pues su mamá las tiene muy hermosas, ¡Wolfi, quieto con esas manos!, amorcito, espero que el dinero que vas a ganar con estos trabajos alcance para pagarle algo a tu amigo Puchberg, mira que le debemos mucho, no te preocupes, Constanza, además, necesito ir a Baden en los próximos meses a recuperarme del parto, tú sabes que esos baños me caen muy bien, tú deberías vivir en el balneario de Baden, le dice el músico mientras intenta meter la mano por el corpiño de su esposa, no seas exagerado, bueno y ahora me voy, no tardes, Wolfi, no quiero verte borracho de nuevo con tu amigote Schikaneder, ¿y no me vas a dar teta a mí?, ji, ji, ji. Cierra la puerta y sale.


N°2 Tuba mirum



Tuba mirum spargens sonum

Per sepulcra regionum,

Coget omnes ante thronum.

Mors stupebi et natura,

Cum resurget creatura,

Judicanti responsura.

Liber scriptus proferetur,

In quo totum continetur,

Unde mundus judicetur.

¿Quid sum miser tunc dicturus?

Quem patronum rogaturus,

¿cum vix Justus sit secures?





N°3 Rex tremendae



Rex tremendae majestatis,

Qui salvandos salvas gratis,

Salva me, fons pietatis.


Durante las siguientes semanas, el músico trabajó febril y exclusivamente en la composición de la ópera para la coronación de Leopoldo II, la cual llevará por título La Clemencia de Tito. A su discípulo, Franz Xaver Süessmayer, le encargó algunas partes menores de la ópera. La Flauta Mágica, la otra ópera que estaba escribiendo, tendría que esperar a su regreso, lo mismo que el extraño encargo del “hombre de gris”, del cual no había escrito una sola nota. La mañana del 24 de agosto se presentó a la casa del compositor nacido en Salzburgo el hombre de la máscara. Wolfi, te necesitan en la puerta, el compositor se veía agotado, pero, a diferencia del primer encuentro, estaba arreglado, con la peluca puesta y con dos valijas cerca de la entrada. ¿Viaja usted?-pregunta el visitante-,  sí, viajo a Praga, me encargaron la ópera para la coronación de Leopoldo II  -le contestó el compositor-, ¡qué gran privilegio!, sí que lo creo, se estrenará el 6 de septiembre, he estado trabajando día y noche en ella, dieciocho días sin descanso y ya prácticamente está terminada, ¿prácticamente?, sí, me falta muy poco, pero en la diligencia la terminaré, son cuatro días de viaje y no se pueden perder solamente aplanando el…la cola, digo, ji, ji, ji, se ve muy cansado, supongo que no ha avanzado mucho en mi encargo, para serle sincero, no he podido empezar a escribirlo, pero le juro que a mi regreso trabajaré exclusivamente en el Requiem., bueno, entonces, le deseo un buen viaje y mucho éxito con su ópera, ¡muchas gracias!


El extraño hombre vestido de gris y con una máscara se cruza en la calle con el joven discípulo del compositor, Süessmayer, que se queda mirándolo con asombro. Franz toca a la puerta del músico. Te estábamos esperando, Franz -le dice Contstanza-, no me van a creer con el personaje que me acabo de cruzar en la calle, ¿vestido como para una fiesta de disfraces?, sí, ¿cómo lo supo señora?, es un cliente de Wolfi, ¿en serio?, ¿y qué clase de trato tiene con el maestro?, me encargó la composición de un Requiem, ¡qué extraño!, ¿no lo cree usted?, yo no le veo lo extraño, no es muy común que encarguen una composición como esa, y además, ¿por qué se viste de esa manera?, no lo sé y no me importa, no será, dice Süessmayer en tono de broma, un alma en pena que viene del más allá para encargar la misa de sus propios funerales, deja de decir estupideces, Franz (el compositor le da un golpe en la cabeza), ¿ya está lista mi amada mujercita?, sí, Wolfi ya estoy lista, pues vámonos, Praga nos espera.

  
N°4 Recordare



Recordare, Jesu pie,

Quod sum causa tuae viae:

Ne me perdas illa die.

Quarens me, sedisti lassus:

Redemisti crucem passus:

Tantus labor non sit cassus.

Juste judex ultionis,

Donum fac remissionis

Ante diem rationis.

Ingemisco, tamquam reus:

Culpa rubet vultus meus:

Supplicanti parce, Deus.

Qui Mariam absolvisti

Et latronem exaudisti,

Mihi quoque spem dedisti.

Preces meae nom sunt dignae:

Sed tu bonus fac benign,

Ne perenni cremer igne.

Inte oves locum praesta,

Et ab hadeis me sequestra,

Statuens in parte dextra.


El 28 de agosto, el compositor, su esposa y el discípulo llegan a Praga, tras cuatro días de viaje. El compositor se veía agotado. Praga era una ciudad especialmente querida por el genial músico. En ella, había estrenado algunas de sus obras y siempre con grandes ovaciones por parte del público. Precisamente, por pedido de sus majestades, se representaría el 2 de septiembre, cuatro días antes de la coronación, su ópera Don Giovanni. Esta ópera había sido estrenada en Praga en 1787 y había sido muy bien recibida por el público de la ciudad a las orillas del Moldava. El mismo compositor dirigió la representación. La obra arrancó de nuevo grandes aplausos.


El 6 de septiembre se lleva a cabo la coronación y ese mismo día se estrena La Clemencia de Tito en el Teatro Nacional. Esos días el compositor se sintió bastante indispuesto y por eso no pudo dirigir el estreno. La obra fue recibida con bastante frialdad. No les gustó, Constanza, no digas eso, Wolfi, ¿acaso no te fijaste como te aplaudieron?, no trates de engañarme, mujer, el estreno de Don Giovanni fue apoteósico, esto fue un desastre, no durará mucho en escena, no sufras, Wolfi, ya verás cómo te equivocas. No se equivocó. Las funciones siguientes a su estreno la ópera fue representada con sala prácticamente vacía.


A mediados de septiembre, el compositor, Constanza y Süessmayer regresaron a Viena. Constanza llega un poco enferma, hace poco más de un mes que ha dado a luz y el viaje ha sido muy largo. La situación de su esposo no es distinta, han sido varias semanas de arduo trabajo y poco sueño, además, se siente afligido, pues cree que su trabajo no fue suficientemente valorado por el público de Praga. Constanza viaja al balneario de Baden, cerca de Viena, con Carl y Franz, los hijos de la pareja. El compositor se queda en Viena terminando La Flauta Mágica, obra que se estrenará el 30 de septiembre y que, a diferencia de La Clemencia de Tito, le devolverá la alegría y el éxito a Johannes Chrysostomus Wolfgang Amadeus Mozart.


N°5 Confutatis



Confutatis maledictis,

Flammis acribus addictis:

Voca me cum benedictis.

Oro suples et acclinis,

Cor contritum quasi cinis:

Gene curum mei finis.



N°6 Lacrimosa



Lacrimosa dies illa,

Qua resurget et favilla

Judicandus homo reus.

Huic ergo parce, Deus:

Pie Jesu Domine,

Dona eis Requiem. Amén.


Mozart, después de la partida de Constanza y sus hijos a Baden, se vuelca por completo a terminar La Flauta Mágica, obra que inaugurará un nuevo género: la ópera alemana. No cumple el juramento que le había hecho al misterioso hombre, “le juro que a mi regreso trabajaré exclusivamente en el Requiem”. El libreto para esta famosa ópera fue escrito por Johann Joseph Schikaneder, que cambiará su nombre de pila por Emmanuel, por el cual es mundialmente conocido. Schikaneder era un viejo amigo de Mozart, tenía una compañía que se presentaba en un teatro de los suburbios de Viena. Cuando le propuso a su joven amigo poner en escena esa obra llena de fantasía, de magia, de libertad, Mozart no dudó en aceptar, pues en realidad ese era el mundo donde mejor se sentía.


Schikaneder puso a disposición de Mozart una casita de madera para que trabajara a su aire en la composición de la ópera. A su regreso de Praga, Mozart se instaló en “la casita de La Flauta Mágica”, como fue conocida. Después de la muerte del compositor, la casa fue trasladada de Viena al Mozarteum en Salzburgo, lugar donde se encuentra actualmente. En las noches, Mozart, Schikaneder y otros amigos se distraían jugando billar. En los momentos que Mozart no tenía tacada, se sentaba, sacaba una libreta e iba escribiendo, o mejor, pasando de su cerebro al papel fragmentos de la partitura de la ópera. El 29 de septiembre Mozart dio por terminada las dos últimas partes que le hacían falta: la marcha de los sacerdotes y la obertura.


El 30 de septiembre se produce el estreno de La Flauta Mágica en el Freihaus Theater de Viena, el mismo Mozart dirige la orquesta desde el clave y Schikaneder interpreta el papel de Papageno, uno de los personajes más importantes de la ópera. Fue un éxito monumental. Después del primer acto, el público pidió la presencia en el escenario del compositor. Terminado el segundo acto, la ovación fue inenarrable. Mozart se escondió y el mismo Schikaneder tuvo que ir a buscarlo pues los espectadores pedían de nuevo su presencia. Ya en el escenario, el público vienés se desbordó en un sonoro y prolongado aplauso a los dos creadores de ópera sin igual: Mozart y Schikaneder. Esa noche, el vino, la cerveza y la comida corrieron por todas partes en la celebración que tuvo la compañía con su director y el compositor. Ya en su casa, junto a Constanza, Mozart lloró de alegría, no recordaba que en Viena hubieran recibido una obra suya de esa manera. El 1 de octubre, Mozart recibe de nuevo la visita del “extraño hombre de gris”.


IV. OFFERTORIUM



1 Domine Jesu Christe



Domine Jesu Christe, Rex gloriae,

Libera animas ómnium fidelium

Defunctorum de poenis inferni et

De profundo lacu: libera eas de ore

Leonis, ne absor beat eas tartarus,

Ne cadant in obscurum: sed signifier

Sanctus Michael repraesenteteas in lucem

Sanctam: quam olim Abrahae promisisti

Et semini ejus.



N°2 Hostias



Hostias et preces tibi, Domini, laudis

Offerimus: tu suscipe pro animabus illis,

Quarum hodie memoriam facimus:

Fac eas, Domine, de morte transpire ad vitam.

Quam olim Abrahae promisisti et semini ejus.



El 1 de octubre, Mozart recibe de nuevo la visita del “extraño hombre de gris”. Constanza, con el pequeño Franz en brazos, le abrió la puerta, esta vez lo dejó entrar. Carl Thomas, el hijo mayor de la pareja, estaba con su padre frente al piano tocando una hermosa melodía. Mozart estaba absorto. Wolfi, WoIfi, ¡Wolfi!, ¿por qué me gritas de esa manera Constanza?, Wolfi, te necesita el señor. Mozart se veía más agotado que las otras dos veces. Lo siento, no lo escuché entrar, siéntese por favor, lo felicito por el éxito de su ópera, toda Viena habla de ella, en cuanto tenga oportunidad iré a escucharla, se divertirá mucho, se lo aseguro, señor Mozart, vengo a averiguar por mi encargo, usted prometió trabajar en el Requiem a su regreso de Praga, ¡ya casi está listo!, ¿en serio?, por supuesto, muy bien, entonces la próxima vez que venga le traeré la otra parte del dinero, de nuevo, felicitaciones por su ópera y hasta muy pronto. Wolfi, ¿por qué le dijiste eso?-le dijo Constanza-, ¿a qué te refieres?, no te hagas el tonto conmigo, tú sabes de qué estoy hablando, ¿de qué, mi pequeña mujercita?, ¡pues del Requiem!, ¿es verdad lo que le dijiste a ese hombre?, ¿qué, Constanza?, ¡Wolfi!, bueno, está bien, te voy a decir la verdad, mentí, no he escrito una sola nota de ese Réquiem, ¿entonces, por qué le dijiste que estaba prácticamente terminado?, porque se lo había prometido, además, de pronto se arrepiente y se lo encarga a otro compositor y tú y yo sabemos que no nos queda ni un florín de ese adelanto, hoy mismo empezaré a trabajar en él, es decir, más tarde, primero tengo que terminar un concierto para clarinete, espero que sea verdad, Wolfi, me da miedo ese extraño hombre y no quiero que nos metas en problemas por estar bebiendo con el libertino de Schikaneder, no te preocupes, Constanza, lo escribiré muy rápido, Wolfi te ves enfermo, ¿te sientes mal?, no, debe ser el cansancio, ¡yo también quiero teta como Franz!, ¡Wolfi, quieto por favor!¡, ¡dame teta!, ¡Wolfi...!


V. SANCTUS



Sanctus, Sanctus, Sanctus Dominus,

Deus Sabaoth. Pleni sunt coeli et terra

Gloria tua.

Hosanna in excelsis.


Por esos días Constanza partió de nuevo para Baden con sus hijos. Mozart se quedó en Viena. En dos semanas, voy a recogerlos, esposita mía, pórtate bien Wolfi,  sólo haré trato con los muertos, ¿a qué te refieres?, no pongas esa cara, Constanza, que estoy hablando del Réquiem, ¡ah!, ¡te amo Wolfi!, ¡te amo, mi amada esposa! Esa tarde, Mozart dio por terminado el concierto para clarinete, que en el catálogo de Köchel, lleva el número 622. Al día siguiente, empezó a trabajar en la que sería su última composición, obra que no terminaría pues se convertiría para Mozart en una profecía, la profecía de su propia muerte.


VI. BENEDICTUS



Benedictus, qui venit in

Nominee Domini.

Osanna in excelsis.


En la soledad de su casa, Mozart empezó a “hacer trato con los muertos”, como él mismo le había dicho a Constanza. Después de escribir la última nota para el concierto de clarinete, entró en un mundo totalmente distinto en género y tema. Mozart no había escrito un Requiem, por eso, al principio, el encargo le resultó especialmente interesante, tenía que volcar toda su genialidad en aquel lúgubre y, en ocasiones, desesperanzador texto. Cuando empezó la composición, sintió sobre su cuerpo el peso de los últimos agotadores meses. A sus espaldas tenía, recientemente, dos óperas, un viaje largo, deudas, estrenos, composiciones para cámara y poco sueño. Todo aquello trajo como consecuencia el requebranto de su salud, la cual, durante toda su vida, había sido muy precaria. En este clima no es raro que aquel texto destinado a acompañar un cuerpo sin vida empezara a afectarlo profundamente.


En la composición del Requiem, Mozart omitió intencionalmente flautas, oboes y clarinetes, dándole a la obra un colorido orquestal grave y, por momentos, hasta sombrío. En la medida que avanzaba en la partitura, empezó a obsesionarse con su propia muerte. En su memoria recorría aquellos años de su niñez, muy atípica en comparación con la mayoría de los otros niños. Su padre, Leopoldo Mozart, se percató muy pronto de que sus hijos estaban dotados con facultades prodigiosas para la música, él mismo se encargó de darles las primeras lecciones. Wolfgang, a la edad de seis años, compone sus primeras obras y junto con su hermana, Marianne, llamada cariñosamente Nannerl, recorren varias cortes europeas causando la admiración de monarcas, músicos y público en general. A la edad de catorce años, Wolfgang y su padre viajan a Italia, el pequeño genio ya tenía en su haber una gran cantidad de obras compuestas, incluyendo dos óperas. En Italia, fue condecorado por el Papa Clemente XIV. Mientras esbozaba el Kyrie del Requiem, Mozart recordó las circunstancias que rodearon aquel reconocimiento por parte del máximo jerarca de la iglesia Católica. Estaba en Roma escuchando con su padre el famoso Miserere compuesto por Gregorio Allegri para ser interpretado exclusivamente en la Capilla Sixtina. La obra se interpretaba una vez al año y estaba prohibido, bajo pena de excomunión, copiarlo o interpretarlo fuera de aquel lugar. Para protegerlo se guardaba la partitura bajo siete llaves. Wolfgang, después de escucharlo una sola vez, lo trascribe de memoria exactamente. La noticia corrió por toda Roma y el Papa le concede la orden de la Espuela de Oro por semejante prodigio.


Esa noche, después de dejar esbozadas algunas partes del Requiem, Mozart tuvo una horrible pesadilla. Observa una pequeña capilla en medio de un valle, nieva violentamente, un hombre camina con dificultad en medio de la nevada, sus pasos se dirigen a la capilla. Cuando el hombre se dispone a entrar, una imagen se yuxtapone, un rostro de un hombre, Mozart lo conoce, es Antonio Salieri, decrépito y macilento, pero, sin lugar a dudas, es él. Cuando entra, empieza a escucharse el Introito del Requiem que está componiendo; frente al presbiterio, observa una caja rectangular, un ataúd, el hombre se dirige hacia él, quiere saber quién es el difunto; para su sorpresa, es el mismo Mozart. El compositor se despierta sudando. Esa pesadilla lo marca profundamente, empieza a ver alrededor del Requiem un conjunto de señales encaminadas a mostrarle algo, la inmediatez de su muerte: un hombre vestido de gris y con una máscara, una obra de ese tipo y este maldito aliento que hace días me acompaña, ¿Franz tendrá razón?, ¿será un mensajero del más allá que vino a pedirme que escriba la misa de mis propios funerales?, ¡horrible paradoja!, pensó. Las siguientes noches no se sintió mejor, las pesadillas aumentaron y el “hombre de gris” se le convirtió en una obsesión, parecía que lo viera a cada momento, los únicos momentos tranquilos que tenía eran cuando leía las cartas que le escribía su esposa y las representaciones de La Flauta Mágica. Una de esas noches, el 13 de octubre, acude con el músico italiano Antonio Salieri a ver su querida ópera. 



VII AGNUS DEI

Dei, qui tollis peccata mundi:

Dona eis réquiem.

Agnus Dei, qui tollis peccata mundi:

Dona eis réquiem sempiternam.


El 16 de octubre, después de dos noches sin dormir, Mozart acude a Baden a recoger a Constanza y a sus hijos. Se siente enfermo. La composición del Requiem ha avanzado pero lo ha dejado en un estado deplorable; sin embargo, a pesar del arduo trabajo, aún le falta más de la mitad de la obra. Una horrible sensación en su boca, que lo acompaña hace dos semanas, lo lleva confesarle su esposa un inverosímil presentimiento. ¡Por Dios, Wolfi!, ¡te ves muy mal!, le dice ella al verlo. Mozart se lanza a los brazos de Constanza y llora como un bebé. Ya en Viena, mientras los niños duermen, el compositor le revela su terrible presentimiento. Constanza, dime, mi amada Constanza, ¿qué te ocurre Wolfi?, creo que he sido envenenado. El rostro de la joven mujer se trasforma y no logra articular palabra, después de unos minutos le pregunta: ¿de qué estás hablando Wolfi?, me voy a morir muy pronto, Constanza, estoy componiendo la misa de mis propios funerales.


Al día siguiente, Constanza recogió todas las partituras del Requiem y las guardó en un cajón con llave. Se dio cuenta que aquella obra estaba afectando profundamente a su marido. Mozart durmió mejor esos días, en las noches disfrutaba viendo el reloj y siguiendo mentalmente la representación de La Flauta Mágica. A principios de noviembre, un grupo de amigos masones, entre ellos, Emmanuel Schikaneder, a disgusto de Constanza, van a visitarlo. Lo encuentran pálido y muy delgado. Mozart pertenecía a una logia masona hacía varios años y sus amigos venían a encargarle una composición. La logia masona “Por la Esperanza de Nuevo Coronada” inauguraba templo y deseaban contar para ese día con una obra de tal insigne hermano masón. Mozart trabajó los siguientes días en el encargo y olvidó por un breve espacio de tiempo las obsesiones y presentimientos que lo acompañaban. Sin embargo, su cuerpo seguía debilitándose.


El 15 de noviembre se estrena la obra, Pequeña Cantata Masónica, compuesta para dos tenores, bajo y orquesta, que en el catálogo de Köchel lleva el número 623. Esta cantata fue su última obra concluida. Esa noche acude con Constanza al Freihaus-Teather a ver La Flauta Mágica. El éxito de la ópera es increíble, lleva más de un mes de ininterrumpida representación, en un año completara casi cien presentaciones, algo extraordinario tratándose de una obra musical. Esa noche discute fuertemente con su esposa: ¿Dónde metiste la partitura?, ¿de qué estás hablando?, tú sabes de qué estoy hablando, Constanza, del Requiem, ¿por qué no descansas unas semanas de esa composición?, mira que estás enfermo, Wolfi, por última vez, Constanza, ¿dónde metiste la partitura?, está en el cajón de la cómoda de la sala, aquí tienes la llave, ¡Wolfi, por favor!, descansa de esa obra, Wolfi...


Durante cuatro días se vuelca por completo al Requiem, siente que si termina aquella enigmática obra y se la entrega al extraño “hombre de gris” alejará la muerte de su puerta. No come bien, duerme poco y olvida en las noches seguir en su memoria la representación de La Flauta Mágica. El 20 de noviembre, despierta exaltado, gritando una extraña palabra: ¡Pimperl!, ¡Pimperl! Constanza lo abraza y le limpia el sudor. Tiene fiebre, hinchadas las extremidades, vomita y no se puede mover. El médico lo visita en la tarde, después de examinarlo, el diagnóstico no puede ser más desesperanzador: padece “fiebre militar aguda”, algo grave para la época. Le practican una sangría, pero esto lo pone peor.


El día 24 de noviembre, Sophie, la hermana menor de Constanza, llega para ayudar a su hermana con el cuidado de los niños y la atención del enfermo. En los pocos momentos que se siente mejor, Mozart sigue trabajando en el Requiem con la ayuda de su discípulo, Franz Süessmayer. Con una voz apenas audible, Mozart trata de cantar partes de la sequentia que tiene bosquejada. En las noches, cuando la fiebre se lo permite, sigue con su ejercicio de seguir La Flauta Mágica mentalmente, mientras es representada en ese preciso momento en el Freihaus-Teather. En ocasiones, Süessmayer toca en el piano la escena que se está desarrollando. Una de esas noches, Constanza le revela a su hermana menor las sospechas que tenía sobre lo que padece su esposo: creo, le dice, que Antonio Salieri ha envenenado a Wolfi.


El músico italiano fue un hombre con mucha fama e influencia en Viena. Durante algunos años, ejercicio el cargo de director de ópera y, a pesar de que tuvo algunas diferencias con Mozart, especialmente cuando el joven compositor estrenó Las Bodas de Fígaro, otra de sus óperas importantes, siempre admiró el genio y la música del austriaco. Nunca se logró comprobar nada de lo que se le imputó en relación con la muerte de Mozart y todo pasó a convertirse en un rumor, rumor que llegó hasta los oídos de Salieri. Sin embargo, antes de morir, así se lo contó un amigo a Beethoven, el músico italiano confesó el asesinato de Mozart, ¿un delirio de Salieri o una consecuencia de la fiebre y de su larga y dolorosa agonía?


El 4 de diciembre, Mozart abrazó y acarició a sus hijos por última vez, besó con pasión a Constanza y le dijo en medio de lágrimas: me parece que la música ha acabado para mí. Observó la partitura del Requiem, aún sin terminar, y sintió que no tenía fuerzas para escribir una sola nota más. En la tarde, algunos de sus amigos acudieron a visitarlo y quedaron aterrados del estado en que se encontraba. Ya en la noche, mientras observaba su viejo reloj de péndulo, siguió la escenificación de una de sus óperas más amadas, pensando especialmente en Papageno, el hombre pájaro. ¡Qué feliz debe ser Papageno!, !qué feliz...!, murmuraba.


Terminada la representación de la ópera en el Freihaus-Teather, Mozart empezó a agonizar. Sophie se acercó a preguntarle si deseaba un vaso con agua y le confesó que sentía el sabor de la muerte en su boca. Constanza, al ver el fin inminente de su esposo, salió llorando de la casa con sus hijos y gritando que no quería ver morir a Wolfi. El enfermo se quedó con Sophie, éste le pidió por última vez la partitura del Requiem, trato de cantar algo pero no pudo. Después de dejar las hojas sobre la cama, el compositor abrió los ojos como si algo tenebroso estuviera parado frente a él, hinchó las mejillas como si soplara un trombón y cerró los ojos, los abrió de nuevo y se quedó observando el techo, recorriendo, en un segundo, toda su vida y pensando en toda la música que le faltaba por componer, luego sonrió.


Johannes Chrysostomus Wolfgang Amadeus Mozart murió a la una de la madrugada del 5 de diciembre de 1791 en la Rauhensteingasse 1 de Viena a la edad de 35 años.


VIII. COMMUNIO



Lux aeterna luceat eis, Domine: Cum

Sanctis tuis in aeternum: quia pius es.

Requiem aeternam dona eis, Domine:

Et lux perpetua luceat eis.

Cum Sanctis tuis in aeternum:

quia pius es.


El 6 de diciembre fueron las exequias en la iglesia de San Pedro, asistieron sus amigos más cercanos, incluyendo a Schikaneder y toda la compañía. Esa tarde caía una violenta tormenta de nieve. Al terminar el rito religioso, nadie se atrevió a acompañar el cuerpo sin vida de Mozart hasta el cementerio, sólo un pequeño perro siguió el ataúd junto con los enterradores. Mozart fue enterrado en una fosa común del cementerio de San Marcos de Viena, el dinero de la familia por esa época había tocado fondo.


Al día siguiente, cuando Constanza quiso llevarle flores y ponerle una cruz a la tumba de su difunto esposo, no pudo hacerlo. ¿Cómo que no se acuerdan?, lo sentimos mucho, señora, fue una nevada terrible, como pocas hemos visto, no estamos seguros dónde enterramos a su esposo, posiblemente, el perro que nos acompañó tiene mejor memoria, dijo uno de los enterradores, ¿de cuál perro está hablando?, le preguntó Constanza, un perro blanco que estuvo observándonos todo el tiempo mientras depositábamos a su esposo en la fosa, creo que venía siguiéndonos desde la iglesia. Constanza se acordó que Mozart le había contado que cuando era niño había tenido un pequeño perro blanco que había querido mucho, ¿cómo era que se llamaba?, no pudo dejar las flores, ni colocar la cruz, pues los hombres no se acordaron del lugar y aún hoy sigue sin saberse.


Unas semanas después de la muerte de Mozart, el misterioso “hombre de gris” vino a recoger el Requiem, Süessmayer se encargó de terminar la enigmática obra y recibir la otra parte del dinero que le entregó a Constanza. Joseph Eybler, otro discípulo de Mozart, por separado, también terminó la partitura y su trabajo también está disponible, sin embargo, el de Süessmayer es el que más se usa. Con los años, se aclaró que el misterioso encargo emanaba del conde Franz von Walsegg, interesado en rendir un homenaje a su esposa fallecida. También se supo que el conde planeaba presentar el Requiem como suyo y de ahí la sigilosidad del encargo.


¡Pimperl!, ¿por qué gritas de esa manera, Constanza?, mira que son las dos de la madrugada, ¡Pimperl!, así se llamaba, Sophie, ¿así se llamaba quién?, el perro que Wolfi tuvo cuando era niño, aquel que tanto amó, Pimperl, ese era su nombre.