De Dios y otros cuentos
Por: Mauricio Rincón Andrade
El
Absurdo
Katia
soñó con el profeta del absurdo el día en que éste nació. Esa mañana se
despertó más asustada y nerviosa que otros días, no quiso salir de la casa,
permaneció en su habitación, abrazada a Buba, su osito de peluche favorito, y
sólo repetía como un disco rayado: ¡ha nacido algo malo, muy malo! Sus padres
la llevarían a Praga, la niña no podía seguir viviendo de esa manera. En Praga
se encontraba uno de los mejores neurólogos del mundo y, posiblemente, la
última esperanza de Katia. Habían ido a todos los especialistas de su país y de
resto de países sudamericanos, pero toda la ayuda había sido inútil. Incluso
habían viajado a Norteamérica, pero la niña no había mostrado ninguna mejoría.
Allí el doctor que la vio les aconsejó: vayan a Praga, sé que el doctor Peter
Cortot ha estado tratando a una mujer con un caso muy similar al de Katia, él
es posiblemente el único neurólogo del mundo que podría ayudar a la niña. Katia
regresó con sus padres y logró dormir bien dos noches, a la tercera, se
despertó asustada, gritando y buscando desesperadamente a Buba. Esa noche,
Katia vio el advenimiento del profeta del absurdo. A la semana siguiente, Katia
y su familia viajaron a Praga.
Ese
día que Katia viajó con sus padres a la bella ciudad a las orillas del
Moldavia, un hombre fue condenado a pena de muerte, Brasil derrotó a Argentina
en fútbol, un bosque se quemó, un viejo astronauta se quitó la vida, Nancy
perdió la virginidad; Tomás, un niño de doce años, se partió el brazo el día en
que su madre cumplía años, Jaime conoció el mar y quedó estupefacto, unos
borrachos asesinaron a un policía de tránsito cuando éste se acercó a pedirles
los papeles; nació un premio nobel de literatura en los arrabales de una
inmensa ciudad del tercer mundo, se descubrió en una biblioteca de Venecia una
partitura autógrafa de Antonio Vivaldi, Pedro perdió su empleo, nació un gato
con tres ojos, se chocaron dos trenes en la India, doscientos muertos; Estados
Unidos movió tropas de nuevo al Medio Oriente, un palestino se inmoló en un
autobús en Jerusalén y murieron quince israelitas, a Sofía, una mujer
cualquiera, le llegó la regla, Amanda, otra igual, descubrió que estaba
embarazada y saltó de paroxismo; Pepe, como lo llaman sus amigos, se masturbó
en el baño de su colegio y su amigo Nicolás probó la cocaína, un niño en Bogotá
dibujó un sol, una casita, su familia y a su perro, Titán, años más adelante,
será el pintor más reconocido de su país; Mauricio y Rosita se casaron y fueron
felices para siempre, nació Luciana Sofía, cientos de chinos salieron a protestar contra los
gringos, una cigüeña hizo su nido en el convento de San Esteban en Salamanca,
Susana recibió una carta de amor; Diana recibió su título de psicóloga, llovió,
¡milagro!, en Lima; un anciano le echó arroz a las palomas en el Central Park,
Victoria terminó de leer El año de la muerte de Ricardo Reis y Franklin, su
esposo, La milla verde, un joven ciego escuchó una suite orquestal de Johan
Sebastián Bach y decidió estudiar música; se conmemoró el aniversario de la
muerte de un importante ciclista, Petrolina, una hermosa mulata, lavó ropa,
tendió camas, hizo la comida y se defendió con gallardía de su patrón que trató
de violarla, al día siguiente, renunció; se inauguró un bar en el centro de
Manila, un matrimonio de actores de Hollywood se separó, se efectuó una carrera
de Nascar, ganó un colombiano; Nicole sembró un árbol, nunca escribió un libro
ni tuvo hijos, pues era estéril; nacieron veinte terneros, trescientos perros,
dos tortugas, un oso panda y cinco mil seres humanos; escribí esta parte del
cuento y un perro callejero de una urbe norteamericana percibió un extraño olor
que lo hizo levantar del lugar donde se encontraba echado para buscar el origen
de aquello que impregnaba su prodigiosa nariz.
No
tuvo, el perro callejero, que caminar mucho, pues el olor venía despedido de un
hospital muy cercano al lugar donde se encontraba echado. Aquel olor era
avasallador y despertaba en el joven can una serie de sensaciones que nunca
había experimentado antes: angustia, desasosiego y profunda tristeza. Los
humanos pasaban distraídos en sus múltiples ocupaciones y los demás perros no
sentían nada, pues el can de nuestro cuento era un perro especialmente dotado,
superdotado, si me lo permiten, su olfato fue el más desarrollado que jamás
nació. Se echó frente al hospital, sabía, su olfato se lo decía, que aquel
o aquello que despedía semejante olor estaba a punto de salir. Un niño con un
brazo enyesado salía acompañado de su madre, bonito regalo de cumpleaños que me
has dado, un doctor obeso, calvo y con ojos claros, estaba hablando por
celular. El olor se hizo más fuerte e insoportable, fuera lo que fuera aquello
estaba a punto de salir. Se empezó a abrir la puerta lentamente, el olor casi
hace caer a nuestro perro callejero que se encontraba parado en sus cuatro
patas. Ecce Homo. Un matrimonio, fieles discípulos de Joseph Smith, salían
con su hijo recién nacido. El niño, él era el origen de ese olor que, para ese
momento, ya había inundado toda la ciudad y que sólo un ser lo había percibido,
nuestro perro callejero.
Jacques
se suicidó el mismo día que Katia amaneció con una sonrisa dibujada en su
rostro. Por primera vez en mucho tiempo, sus sueños lúgubres, tenebrosos y
apocalípticos fueron sustituidos por otros muy distintos, inundados de
esperanza. Katia había visto el advenimiento del profeta del sentido. Esa misma
mañana, un perro callejero de una urbe norteamericana se encaminó hacia Bata,
en busca del olor más exquisito que jamás hubiese percibido. Jacques sería un
simple número en las estadísticas de suicidios de no ser porque fue el primer
caso de millones que en pocos meses se presentarían a causa del movimiento de
los “absurdistas”, como fueron conocidos. Jacques era un trabajador del metro
de París con sueños literarios. Estaba casado hacía muy poco tiempo y tenía un
pequeño hijo. Dos días antes de suicidarse, su esposa se había marchado a
Toulouse, llevándose al pequeño. Se habían casado por el niño. Jacques había
tratado de publicar algunos de sus libros de poesía, pero todo había sido
inútil. En la soledad de su apartamento, sintió todo el peso de una existencia
que se le hacía insoportable. No soportó el silencio y decidió salir a dar un
paseo nocturno por el barrio. Cuando ya llevaba recorrido aproximadamente diez
cuadras, se topó con un hombre joven, con la cabeza rapada y lleno de tatuajes
con unos extraños símbolos, su francés era pésimo. Lo invitó a que lo
acompañara a una reunión de hombres amantes del absurdo. Jacques al principio
dudó, pero, por alguna extraña razón, terminó aceptando. A la mañana siguiente,
se quitó la vida. En su pecho blancuzco y lampiño se encontró dibujado una
letra griega: W. Minutos antes de quitarse la vida, Jacques recordó el nombre de
algunos insignes escritores que habían optado por el suicidio: Virginia Wolf,
Jack London, Nicholas Lindsay, Sándor Márai, Yajunori Kawabata y Ernest
Hemingway. Por primera vez en muchos años, Jacques se sintió un insigne e
importante escritor.
¿Qué
le ocurre a ese animal, John?, no lo sé, Teresa, pero hazte detrás de mí, por
Dios, ¡me ha mordido! Un policía calvo y macilento pasaba por el lugar en el
preciso momento en que nuestro perro callejero mordía al padre de la criatura
que despedía tan horrible olor. Lo golpeó con su bolillo, el perro chilló y
huyó. Muchos años después, el hijo mayor de este policía se convertiría en un
miembro de los “absurdistas” y terminaría quitándose la vida en uno de sus
ritos desenfrenados y sangrientos. El hijo del joven matrimonio, con el paso de
los años, se convirtió en un hombre introvertido, estudioso y callado. Nadie
podía imaginar que detrás de ese ser, aparentemente inofensivo, se encontraba
el fundador de un movimiento que abogaría por el suicidio como el único sentido
coherente de la existencia. Una mañana de diciembre, mientras asistía con sus
padres a una de las celebraciones de su iglesia, el joven sintió el llamado.
Mientras el pastor explicaba un pasaje de Isaías relativo al Emmanuel, Daniel,
como se llamaba el hijo de John y Teresa, se levantó de su lugar, se acercó al
pastor, lo miró directamente a los ojos y penetró en lo profundo de su alma.
Usted, le dijo, debería suicidarse, pues su existencia es un absurdo, además,
su conciencia no soporta más la culpa por la muerte del niño Cummings. El niño
en mención había sido encontrado asesinado en un contenedor del centro de la
ciudad. La noticia había causado gran estupor en todo el país y sobre todo,
dentro de la iglesia, pues la familia Cummings pertenecía a ella. Una semana
después del incidente con Daniel, la policía apresó al pastor. En su casa se
encontró el arma del crimen y se descubrió además que era un pedófilo. Ya en la
estación de policía, confesó el asesinato, su conciencia no soportaba más la
culpa.
Daniel
salió de su iglesia y empezó un movimiento, al principio silencioso y
subrepticio, pero después ruidoso e incontrolable. En pocos meses, se convirtió
en un verdadero problema a escala mundial. “La vida humana es un tremendo
error, un aborto violento y desgraciado de la madre universal. Un ensayo
salvaje y horriblemente desafortunado de la naturaleza”. Estas frases de
Hermann Hesse resumían, en gran medida, la doctrina de fondo de Daniel y sus
seguidores. A partir de frases como las anteriores y otras afines, Daniel
Miller fundó el movimiento de los “absurdistas”. El movimiento predicaba el
absurdo de la existencia humana y el suicidio como único sentido de la misma.
El suicidio se regó como una peste, más rápido que la epidemia de ceguera de la
magnífica novela de Saramago: Ensayo sobre la ceguera. Los “absurditas” tomaron
como símbolo de su movimiento la omega (W), la última letra del alfabeto
griego. Para nosotros, decía uno de sus miembros, representa el final, la
muerte, el suicidio. En plazas, calles, centros comerciales, parques y muchos
otros lugares públicos invitaban a todos los hombres a que se unieran a sus
ritos en honor del absurdo. Ritos dionisiacos modernos, lascivos y finalmente
sangrientos, que terminaban con la hora excelsa, como la llamaban ellos, un
suicidio colectivo. El planeta se vio sacudido con cifras escalofriantes, los
suicidios aumentaron en pocos meses en un doscientos por ciento. En el noventa
y ocho por ciento de los casos, aparecía una omega dibujada, tatuada o
cicatrizada en los cuerpos de las víctimas.
"Una
temible religión, declaraba un sociólogo, ha hecho su aparición. Una religión
que ensalza la muerte cuando ésta es causada a sí mismo." Los ritos de los
absurdistas se celebraban en lugares apartados y solitarios. En cada rito se
reunía un número considerable de personas de todas las razas, ideologías,
estratos sociales y religiones. Después de un banquete de sexo desenfrenado,
droga y alcohol, el rito concluía con un suicidio colectivo. En pocas semanas,
los lugares solitarios y apartados fueron sustituidos por apartamentos,
universidades y hasta iglesias. Y los métodos de quitarse la vida se
convirtieron en verdaderos cantos a la creatividad humana. Hemos asistido a
formas de suicidarse sin parangón en la historia de la humanidad, manifestaba
un policía a un periódico gringo. Daniel Miller no volvió a aparecer en
público. Se limitó a publicar diariamente por internet una serie de artículos
relativos a su movimiento. Se convirtió en el hombre más buscado del planeta
por encima de terroristas o narcotraficantes. "Es un fenómeno muy extraño
-manifestó un viejo sociólogo a una cadena francesa de noticias- pues el
movimiento no busca el enriquecimiento o el adoctrinamiento como algunas
sectas, ni siquiera estamos hablando de una secta organizada, sino de un
conjunto de ideas nada originales que busca convencer a sus adeptos que se
quiten la vida. Lo que no entiendo todavía es por qué tantos seres humanos
siguen a un hombre tan contradictorio, pues el tal Daniel Miller, hasta donde
yo sé, no se ha suicidado aún." Los pobres de países del tercer mundo, los
pacientes terminales, los viejos, los deprimidos, lo enfermos mentales fueron
los primeros en adherirse a los “absurdistas”. Sin embargo, con el paso de los
meses, jóvenes, hombres de negocios, estrellas del cine, artistas reconocidos,
mujeres hermosas y millonarias, banqueros y hasta hombres religiosos terminaron
también participando y finalmente suicidándose en los espeluznantes ritos. Fue
la época del triunfo del absurdo, del asesinato de la esperanza, del amor, de
Dios y la exaltación suprema del “único problema realmente serio”, como llamaba
Albert Camus al suicidio.
El
Sentido
Un
sol abrasador en medio de un azul límpido acompaña a tres furgonetas que
recogen cincuenta cuerpos sin vida en una vieja bodega abandonada a las afueras
de Bata, Guinea Ecuatorial. En sus cuerpos se encuentra dibujada con cuchillo
una omega, una letra griega muy popular en aquella época por el planeta. Un
viejo canino observa, casi como lo haría un humano sensible, de esos que quedan
pocos, aquellos cuerpos que la noche anterior se habían quitado la vida.
Recuerda, el perro, que esta escena se ha repetido una y otra vez en su retina
desde hace muchos años; recuerda el rostro de terror de John Miller cuando lo
había mordido, tratándole de comunicar que su primogénito tenía un olor
caracterizado por el encono hacia la vida humana. Pobre John Miller, pensaba el
perro, sufrió tanto cuando se dio cuenta lo que había creado su hijo. Camina
hacia el centro de la ciudad detrás del polvo levantado por las furgonetas. Hoy
era el día, tenía dos encuentros muy importantes.
¿Cómo
hizo nuestro perro callejero para viajar desde aquella urbe norteamericana,
ciudad natal de Daniel Miller, hasta aquella ardiente ciudad africana? La
respuesta a esta pregunta implicaría otro cuento, sencillamente estaba ahí, en
Bata. Lo fundamental era la razón y los encuentros que tendría ese día. Otra
cosa, nuestro perro callejero, no sólo era el poseedor de un olfato prodigioso,
superdotado, sino uno de los perros más longevos del mundo, ¡qué hermosa es la
literatura!, superado solamente por un perro nacido en Israel que fue discípulo
de Jesús de Nazaret. Es decir, el perro de nuestro cuento vio nacer y
desarrollarse el movimiento fundado por Daniel Miller y no sólo eso, él siempre
supo en qué lugar exacto del planeta se encontraba el profeta del absurdo, pero
los perros no hablan.
¿Por
qué razón se encontraba en Bata? Por su olfato. Una cálida mañana de octubre,
mientras descansaba debajo de un árbol, hastiado de percibir el olor de Daniel
Miller, que por aquella época dominaba el planeta, se vio sacudido por otro
olor totalmente distinto. Este, a diferencia del primero, suscitaba en el perro
esperanza y paz. Es decir, su olfato lo trajo a Bata, pues el origen de este
nuevo y esperanzador olor se encontraba en aquella ciudad de Guinea Ecuatorial.
¿Qué encuentros tendría ese día? Su primer encuentro seguro que ya lo han
deducido, ¿un niño?, sí, un niño, un niño africano era el origen del olor. Esta
vez no mordió al padre, primero, porque eso de estar mordiendo se lo dejo a los
perros más jóvenes, segundo, porque este niño no tenía padre, había muerto en
un rito de los “absurdistas” dos meses atrás y, tercero, porque su olor
suscitaba vida y frente a la vida sólo existe una actitud digna: el respeto. Su
segundo encuentro también era muy interesante. Una mujer de unos cuarenta años,
hermosa, digna representante de la belleza latinoamericana, desembarcaba en
Guinea Ecuatorial. Ella, desde niña, había tenido serios problemas del sueño,
se despertaba casi todos los días a la madrugada asustada por terribles
pesadillas y visiones. Sus padres la habían llevado a los neurólogos más
prestigiosos del mundo, pero no había logrado gran mejoría. Con el paso de los
años aprendió a vivir con su patología e incluso a utilizarla para bien.
En
sueños había visto el advenimiento del profeta del sentido y una palabra, Bata,
que después supo que era el nombre de una ciudad. Además, un día antes de
viajar, había soñado con un perro cenizo, un hermoso perro cenizo, esos
animales son unos seres misteriosos y profundos. Cuando la mujer lo vio en la
polvorienta Bata, supo de inmediato que era él. La hermosa mujer, que por
cierto se llamaba Katia, y el longevo can caminaron hacia una antigua y
deteriorada casa, en el lugar más pobre de Bata. El niño tenía un lunar en su
brazo derecho con una forma extraña: a, alfa, la primera letra del alfabeto
griego. Había nacido el profeta del sentido.