jueves, 8 de octubre de 2015

EL PERRO GALILEO ©


Por: Mauricio Rincón Andrade


En el siglo I de la era cristiana, muchos hombres, mujeres, ancianos, niños, ricos, pobres, señoras, meretrices, emperadores, míseros, felices, frustrados, suicidas, asesinos, ladrones, corruptos, religiosos, ateos, artistas, caritativos, crueles, valientes, medrosos, honestos, espurios, valiosos, escorias, entre otros, pisaron la tierra. Sin embargo, en los anales de la historia, un acontecimiento específico marcó de manera singular a todo el mundo occidental. Un judío se proclamó hijo de Dios, suscitó un movimiento que, con el paso de los siglos, adquirió un poder inimaginable e hizo, seguramente sin quererlo, que el celibato fuera obligatorio, los hábitos, un estilo de vida y lo ritual, toda una maquinaria para recoger dinero. Este judío finalmente fue juzgado por el imperio romano y condenado a morir como los peores asesinos de su tiempo: desnudo, fuera de la ciudad y en una cruz. Las razones de su condena no parecen muy claras: por proclamarse hijo de Dios, por provocar revueltas, por ir en contra de muchas tradiciones judías, por ser un enemigo del César, por no responder en el momento del interrogatorio, porque estorbaba a un poder establecido, por voluntad de Dios. La verdad es que lo asesinaron.

Su estilo de vida no coincidió con su terrible condena. Es verdad que todos los días condenan inocentes, pero, después de lo que hizo, lo más justo hubiese sido una medalla, las llaves de la ciudad o un paseo por toda Jerusalén en carro de bomberos. ¿Qué hizo? Curó enfermos, animó tristes, perdonó pecados, reconoció la humanidad en mujeres y leprosos, le brindó esperanza a los poseídos y a las prostitutas, seres despreciados de su época, y ayudó a muchos a comprender que caerse no es razón suficiente para quedarse ahí. Es decir, fue un buen tipo, más aún, una excelente persona con amor suficiente para todos. Sin embargo, lo asesinaron.

Este judío no estaba solo, pues, además de moverse por toda Palestina y sus alrededores con doce manes, tenía un perro. Sí, un perro, que caminó lo mismo que todos juntos, que comió pan y pescado, que ladró en el templo y que estuvo en la cruz junto a las mujeres y al joven Juan. Pero, a diferencia de ellos, el perro lo acompañó en el sepulcro, frente a la piedra inmensa. Cuando el judío resucitó, pequeño detalle que había olvidado decir antes, lo primero que vio no fue a su madre, ni a Juan, ni a las mujeres, ni siquiera a los guardias romanos, sino a su perro, pues el perro era de él. Este gozque había nacido en la región de Galilea, en Magdala más exactamente, y fue seguramente el ser que más conoció al judío crucificado y al que estaba detrás de él, es decir, al ser más incomprendido y solitario del mundo. Al judío le gustaba pasar largas horas orando lejos del pueblo, por esa época era más famoso que Michael Jackson, se retiraba, dejaba a los doce roncando y se iba a dialogar con Dios. Sólo un ser lo acompañaba, ¿el perro?, ¡claro que el perro!; se acostaba a una justa distancia para no interrumpir y sólo se paraba cuando el judío había terminado.

En esta parte del relato, seguro que se ha suscitado una pregunta entre todos los lectores, ¿cómo nos prueba que el judío ese tenía un perro?, más aún, ¿en dónde se habla de él?, pues, siendo exactos, en los evangelios, que son testimonios en relación con la enseñanza y algunos aspectos de la vida del judío, no se nombra por ningún lado. Pues se equivocan. En los evangelios sí se habla de él. Vamos por partes. ¿De dónde salió?, o lo que es lo mismo, ¿se lo regalaron, lo compró, lo encontró en la calle? Ninguna de las anteriores. El perro decidió seguir al judío. ¿Decidió?, sí. Pero si los perros no deciden nada, se mueven sólo por instinto. Eso es mentira, con perdón de ciertos etólogos. Los perros no se mueven solamente por instinto, los perros sienten, sufren, lloran, se alegran, hacen sus necesidades a toda hora y también deciden. Me voy para allá, voy tras esa perra, me quedo en esta casa. Pues bien, el perro galileo decidió seguir al judío.

Todo ocurrió cuando el judío se encontraba en Galilea, enseñando a unas cinco mil personas, esta cifra es suministrada por San Marcos en el capítulo 6, verso 44. En medio de tanta gente, no es raro que hubiera un perro, es decir, nuestro perro se encontraba allí. Después de las enseñanzas del judío y de algunas curaciones, los doce cayeron en la cuenta que no había pan pa’ tanta gente. No hay pan, le dijeron, mándelos a sus casas que lo que tenemos no nos alcanza ni para nosotros; denles ustedes de comer, les respondió, pero fue él finalmente el que logró que todos comieran. Por invitación del judío, todos reunieron lo que traían de comida, compartieron y así todos quedaron llenitos, más adelante a ese gesto lo llamarían “la primera multiplicación de los panes y de los peces” y lo calificarían de milagro. Sí, hubo un milagro, no que los panes y los peces salieran de la nada, sino que el judío lograra convencer a cinco mil personas que compartieran lo que traían. Un milagro, sí, traten de poner de acuerdo a veinte adultos y verán que realmente fue un milagro. El perro comió y quedó admirado con el judío. Decidió seguirlo, esta primera decisión del perro seguramente contaminada de interés, con éste cerca no me faltará comida. Al día siguiente, el judío dijo las palabras clave, “si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”. El perro galileo decidió, esta vez sí definitivamente, seguirlo. Se negó a sí mismo, tomó su vida perruna y se convirtió en el más fiel seguidor del judío.

Los discípulos al principio ni siquiera se percataron de la presencia del perro, pero, con el paso de los días, fue imposible no percatarse de ella; primero, porque algunas veces las sandalias de los discípulos fueron a pisar exactamente en los excrementos del perro y, segundo, porque el perro siempre estaba cerca del judío, más cerca que cualquiera de ellos. Cuando eran enviados a evangelizar, el judío se quedaba sólo con él. Los discípulos se reunieron una de esas veces en que el judío estaba orando al ser más incomprendido y solitario del mundo, acompañado de su discípulo de cuatro patas. Ese perro tiene que irse, manifestaron todos, Juan fue el único que no estuvo de acuerdo, aquel apóstol, el más joven de todos, estimaba más que cualquiera la amistad y sabía que el compromiso más importante con un amigo es la fidelidad, esa convicción lo llevó a ser el único de los doce que acompañó al judío al lado de la cruz. Ese can, nunca se había quejado por las largas caminatas, por la falta de comida, por los desprecios de muchos seguidores del judío, por el frío, la lluvia o el calor excesivos, él sólo lo acompañaba con suma fidelidad y alegría, ese perro debe quedarse, más aún, dijo Juan, el que tiene que decidir es el maestro, pues el perro no nos sigue a nosotros, lo sigue a él. El tiempo le daría la razón. En la cruz sólo acompañaron al judío: su madre, el joven Juan, unas mujeres y un perro.

Un día, se encontraban los catorce cerca de Jerusalén, el judío estaba enseñando como acostumbraba: a través de parábolas, a cientos de personas y con gran autoridad. La decisión estaba tomada: echarían el perro en un costal y lo dejarían amarrado en el primer pueblo que pudieran. No se lo comunicaron a Juan porque estaban seguros que él no estaría de acuerdo y se lo terminaría contando al maestro. Pedro ya estaba listo con el costal cuando el judío empezó con otra de sus parábolas: “era un hombre rico que vestía de púrpura y lino, y celebraba todos los días espléndidas fiestas. Y un pobre, llamado Lázaro, que, echado junto a su portal, cubierto de llagas, deseaba hartarse de lo que caía de la mesa del rico..., pero hasta los perros venían y le lamían las llagas”, esa última frase sonó como un eco en la cabeza de Pedro y no fue capaz de atrapar al perro galileo. Pedro recordó que unos días atrás, mientras el judío estaba enseñando y ellos comiendo, el perro se había acercado a un mendigo y le había lamido, con ternura, sus llagas. Ese perro, pensó Pedro, había captado mejor que ellos el mensaje del judío: “si uno quiere ser el primero, sea el último de todos y el servidor de todos”. Sintió vergüenza por lo que iba a hacer y desistió de su decisión, el perro se queda, les dijo a los otros. Y el perro se quedó definitivamente.

Con el paso de las semanas, el perro se ganó el aprecio, y hasta el amor de los discípulos, especialmente de Felipe, que disfrutaba mucho jugando con él en los pocos momentos que tenían de descanso. Sin embargo, el perro galileo siempre demostró gran animadversión hacia Judas, el encargado de la bolsa de dinero. Cuando Judas se acercaba al judío, el perro le empezaba a ladrar como si se tratara de un bandido, Bartolomé sería el primero en recordar esta anécdota después de la resurrección del maestro. En esta parte del relato, no sé si ya me hayan dado la razón y crean en la existencia del perro galileo. Seguramente muchos no se han convencido aún. Sin embargo, tienen que concederme que tampoco pueden negarlo. En los textos evangélicos, puede que no se hable explícitamente de él, pero, como he tratado de demostrar, es posible, ¿por qué no?, que se hable implícitamente de él. Esta exégesis puede resultar escandalosa y traída de los cabellos, pero no me pueden negar una cosa: el judío amaba a todas las criaturas, no sería raro que tuviera un perro. Espero haber respondido a la pregunta suscitada párrafos anteriores. Seguro que han surgido muchas otras, tratemos de responder a la última, ¿qué aspecto tenía el perro galileo?, ¿de qué raza era? La respuesta es sencilla: no tengo ni idea. Si los evangelios no se preocupan ni del aspecto físico del judío, mucho menos van a gastar espacio describiendo al perro galileo. En pocas palabras, imagínenselo como quieran: un pastor alemán, un ladrador, un pastor bernés, un criollo. En fin, lo fundamental, y eso lo aprendió muy bien el perro, no es el aspecto exterior sino lo que llevamos dentro, ricos o pobres, feos o bonitos, todos somos iguales y merecemos ser depositarios de amor y respeto.

Jerusalén, esa fue la ciudad elegida por el judío para su último periplo, no es raro que haya sido así, pues esta era la ciudad más importante de todo Israel, en ella se encontraba el templo, el centro de culto y adoración más significativo para los judíos. Construido, por primera vez, en la época del rey Salomón, el templo había sido destruido y reconstruido varias veces a lo largo de la historia. El que estaba de pie cuando el judío entró a Jerusalén había empezado a ser construido alrededor del año 20 antes de la era cristiana por mandato de Herodes el Grande y después de más de cincuenta años de trabajo aún no lo habían terminado. Ese majestuoso templo sería destruido definitivamente en el año 70 por los romanos y no lo volverían a levantar, un muro, llamado el muro de las lamentaciones, sería lo único que quedaría de la imponente construcción. Pero además del templo, Jerusalén era una ciudad con gran afluencia de personas, que iban y venían, comerciantes, artesanos, sacerdotes, fariseos, publicanos, saduceos, ciudadanos romanos y muchos devotos. Alrededor del templo, el comercio -representado en los cambistas, que eran los encargados de proveer a los visitantes de la moneda del templo, y los vendedores de los animales para los sacrificios y todo tipo de comerciantes- y el gentío eran impresionantes. Esa escena de desorden e irrespeto hacia la casa de Dios había hecho enojar al judío que, junto con el perro galileo, tiró las mesas y formó una revuelta monumental.

Jerusalén sería el último destino del judío que cambiaría definitivamente toda la historia de Occidente en nombre del ser más incomprendido y solitario del mundo. La forma en que entró a la ciudad no hacía prever los acontecimientos que se desarrollarían más adelante. El judío entró en un pollino, es decir, en un asno; el caballo era un animal de guerra, por eso, entrar en burro era signo de paz y así parecieron entenderlo todos porque, mientras el judío entraba a Jerusalén montado en burro, las personas tomaron ramas de los árboles y alfombraron su camino. Fue grandioso, el perro se sentía orgulloso de la decisión que había tomado. Con esa entrada, lo que sigue es el camión de bomberos y las llaves de la ciudad, pensó el perro; sin embargo, resultó ser todo lo contrario. Después de terminada la cena pascual, que el perro se perdió porque le dio por salir a mear a un árbol, por eso no aparece entre los convidados descritos por los evangelistas, el judío salió a un lugar llamado Getsemaní y dejó a sus discípulos velando, mejor dicho, durmiendo, porque sólo fue que saliera el judío para echarse como piedras. Como siempre, el perro lo siguió de lejos y lo que observó fue a un hombre muy triste, que lloraba e imploraba al ser más incomprendido y solitario del mundo que le diera fuerzas para llevar hasta sus últimas consecuencias todo su actuar centrado en el amor por Él y los otros. Al llegar, Judas lo estaba esperando con un montón de gente armada para atraparlo. El perro trató de defenderlo y hasta le mordió la oreja a uno de ellos, el judío curó al hombre y observó con cariño a su fiel amigo de cuatro patas mientras se dejaba llevar como si se tratara de un asesino.

Lo que ocurrió después ya lo saben ustedes. Los discípulos salieron huyendo y hasta el panzón de Pedro se atrevió a negar cualquier relación con el judío, “yo no conozco a ese hombre de quien habláis”; sentenciaron al judío a morir en una cruz y pocos seres fueron fieles hasta el final. No sólo asesinaron al judío, y no me refiero a los dos malhechores que crucificaron con él, sino al que estaba detrás del judío, es decir, al ser más incomprendido y solitario del mundo. No era sólo una condena a un hombre sino a un dios, al dios del judío, que no cuadraba con la idea estática y castigadora del dios de ellos. Eso lo entendió perfectamente el perro, eso y la razón de su muerte, su coherencia con su obra y su enseñanza, no por voluntad de Dios, Dios no puede ser un sádico que envía a su hijo para que lo asesinen. Con la muerte del judío nació un nueva manera de ser humano, una manera, lastimosamente, que muy pocos a lo largo de la historia, han sabido imitar.

El perro esperó a que depositaran el cuerpo sin vida de su maestro y se quedó varios días acompañándolo. Una mañana del primer día de la semana judía, es decir, un domingo, mientras él estiraba sus patas volvió a ver con vida a su amigo. El discípulo amado, como también era conocido el perro, movió su cola de un lado para otro mientras el judío le acariciaba la cabeza. Él, le dio un regalo, le regaló la inmortalidad, ¿a un perro?, sí, a un perro, a su perro. El perro galileo sigue con vida y sus descendientes recorren diariamente nuestras ciudades, se protegen de la lluvia debajo de un puente o al lado de un mendigo, comen de nuestra basura, soportan nuestro maltrato, desprecio e indiferencia y tratan de continuar con el legado del judío: llenar de amor un mundo que parece haberse acostumbrado a vivir en medio de la inhumanidad.