Por: Mauricio Rincón Andrade
En
el siglo I de la era cristiana, muchos hombres, mujeres, ancianos, niños,
ricos, pobres, señoras, meretrices, emperadores, míseros, felices, frustrados,
suicidas, asesinos, ladrones, corruptos, religiosos, ateos, artistas,
caritativos, crueles, valientes, medrosos, honestos, espurios, valiosos,
escorias, entre otros, pisaron la tierra. Sin embargo, en los anales de la
historia, un acontecimiento específico marcó de manera singular a todo el mundo
occidental. Un judío se proclamó hijo de Dios, suscitó un movimiento que, con
el paso de los siglos, adquirió un poder inimaginable e hizo, seguramente sin
quererlo, que el celibato fuera obligatorio, los hábitos, un estilo de vida y
lo ritual, toda una maquinaria para recoger dinero. Este judío finalmente fue
juzgado por el imperio romano y condenado a morir como los peores asesinos de
su tiempo: desnudo, fuera de la ciudad y en una cruz. Las razones de su condena
no parecen muy claras: por proclamarse hijo de Dios, por provocar revueltas,
por ir en contra de muchas tradiciones judías, por ser un enemigo del César,
por no responder en el momento del interrogatorio, porque estorbaba a un poder
establecido, por voluntad de Dios. La verdad es que lo asesinaron.
Su
estilo de vida no coincidió con su terrible condena. Es verdad que todos los
días condenan inocentes, pero, después de lo que hizo, lo más justo hubiese
sido una medalla, las llaves de la ciudad o un paseo por toda Jerusalén en
carro de bomberos. ¿Qué hizo? Curó enfermos, animó tristes, perdonó pecados,
reconoció la humanidad en mujeres y leprosos, le brindó esperanza a los
poseídos y a las prostitutas, seres despreciados de su época, y ayudó a muchos
a comprender que caerse no es razón suficiente para quedarse ahí. Es decir, fue
un buen tipo, más aún, una excelente persona con amor suficiente para todos.
Sin embargo, lo asesinaron.
Este
judío no estaba solo, pues, además de moverse por toda Palestina y sus
alrededores con doce manes, tenía un perro. Sí, un perro, que caminó lo mismo
que todos juntos, que comió pan y pescado, que ladró en el templo y que estuvo
en la cruz junto a las mujeres y al joven Juan. Pero, a diferencia de ellos, el
perro lo acompañó en el sepulcro, frente a la piedra inmensa. Cuando el judío
resucitó, pequeño detalle que había olvidado decir antes, lo primero que vio no
fue a su madre, ni a Juan, ni a las mujeres, ni siquiera a los guardias
romanos, sino a su perro, pues el perro era de él. Este gozque había nacido en
la región de Galilea, en Magdala más exactamente, y fue seguramente el ser que
más conoció al judío crucificado y al que estaba detrás de él, es decir, al ser
más incomprendido y solitario del mundo. Al judío le gustaba pasar largas horas
orando lejos del pueblo, por esa época era más famoso que Michael Jackson, se
retiraba, dejaba a los doce roncando y se iba a dialogar con Dios. Sólo un ser
lo acompañaba, ¿el perro?, ¡claro que el perro!; se acostaba a una justa
distancia para no interrumpir y sólo se paraba cuando el judío había terminado.
En
esta parte del relato, seguro que se ha suscitado una pregunta entre todos los
lectores, ¿cómo nos prueba que el judío ese tenía un perro?, más aún, ¿en dónde
se habla de él?, pues, siendo exactos, en los evangelios, que son testimonios
en relación con la enseñanza y algunos aspectos de la vida del judío, no se
nombra por ningún lado. Pues se equivocan. En los evangelios sí se habla de él.
Vamos por partes. ¿De dónde salió?, o lo que es lo mismo, ¿se lo regalaron, lo
compró, lo encontró en la calle? Ninguna de las anteriores. El perro decidió
seguir al judío. ¿Decidió?, sí. Pero si los perros no deciden nada, se mueven
sólo por instinto. Eso es mentira, con perdón de ciertos etólogos. Los perros
no se mueven solamente por instinto, los perros sienten, sufren, lloran, se
alegran, hacen sus necesidades a toda hora y también deciden. Me voy para allá,
voy tras esa perra, me quedo en esta casa. Pues bien, el perro galileo decidió
seguir al judío.
Todo
ocurrió cuando el judío se encontraba en Galilea, enseñando a unas cinco mil
personas, esta cifra es suministrada por San Marcos en el capítulo 6, verso 44.
En medio de tanta gente, no es raro que hubiera un perro, es decir, nuestro
perro se encontraba allí. Después de las enseñanzas del judío y de algunas
curaciones, los doce cayeron en la cuenta que no había pan pa’ tanta gente. No
hay pan, le dijeron, mándelos a sus casas que lo que tenemos no nos alcanza ni
para nosotros; denles ustedes de comer, les respondió, pero fue él finalmente
el que logró que todos comieran. Por invitación del judío, todos reunieron lo
que traían de comida, compartieron y así todos quedaron llenitos, más adelante
a ese gesto lo llamarían “la primera multiplicación de los panes y de los
peces” y lo calificarían de milagro. Sí, hubo un milagro, no que los panes y
los peces salieran de la nada, sino que el judío lograra convencer a cinco mil
personas que compartieran lo que traían. Un milagro, sí, traten de poner de
acuerdo a veinte adultos y verán que realmente fue un milagro. El perro comió y
quedó admirado con el judío. Decidió seguirlo, esta primera decisión del perro
seguramente contaminada de interés, con éste cerca no me faltará comida. Al día
siguiente, el judío dijo las palabras clave, “si alguno quiere venir en pos de
mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”. El perro galileo decidió, esta
vez sí definitivamente, seguirlo. Se negó a sí mismo, tomó su vida perruna y se
convirtió en el más fiel seguidor del judío.
Los
discípulos al principio ni siquiera se percataron de la presencia del perro,
pero, con el paso de los días, fue imposible no percatarse de ella; primero, porque
algunas veces las sandalias de los discípulos fueron a pisar exactamente en los
excrementos del perro y, segundo, porque el perro siempre estaba cerca del
judío, más cerca que cualquiera de ellos. Cuando eran enviados a evangelizar,
el judío se quedaba sólo con él. Los discípulos se reunieron una de esas veces
en que el judío estaba orando al ser más incomprendido y solitario del mundo,
acompañado de su discípulo de cuatro patas. Ese perro tiene que irse,
manifestaron todos, Juan fue el único que no estuvo de acuerdo, aquel apóstol,
el más joven de todos, estimaba más que cualquiera la amistad y sabía que el
compromiso más importante con un amigo es la fidelidad, esa convicción lo llevó
a ser el único de los doce que acompañó al judío al lado de la cruz. Ese can,
nunca se había quejado por las largas caminatas, por la falta de comida, por
los desprecios de muchos seguidores del judío, por el frío, la lluvia o el
calor excesivos, él sólo lo acompañaba con suma fidelidad y alegría, ese perro
debe quedarse, más aún, dijo Juan, el que tiene que decidir es el maestro, pues
el perro no nos sigue a nosotros, lo sigue a él. El tiempo le daría la razón.
En la cruz sólo acompañaron al judío: su madre, el joven Juan, unas mujeres y
un perro.
Un
día, se encontraban los catorce cerca de Jerusalén, el judío estaba enseñando
como acostumbraba: a través de parábolas, a cientos de personas y con gran
autoridad. La decisión estaba tomada: echarían el perro en un costal y lo
dejarían amarrado en el primer pueblo que pudieran. No se lo comunicaron a Juan
porque estaban seguros que él no estaría de acuerdo y se lo terminaría contando
al maestro. Pedro ya estaba listo con el costal cuando el judío empezó con otra
de sus parábolas: “era un hombre rico que vestía de púrpura y lino, y celebraba
todos los días espléndidas fiestas. Y un pobre, llamado Lázaro, que, echado
junto a su portal, cubierto de llagas, deseaba hartarse de lo que caía de la
mesa del rico..., pero hasta los perros venían y le lamían las llagas”, esa
última frase sonó como un eco en la cabeza de Pedro y no fue capaz de atrapar
al perro galileo. Pedro recordó que unos días atrás, mientras el judío estaba
enseñando y ellos comiendo, el perro se había acercado a un mendigo y le había
lamido, con ternura, sus llagas. Ese perro, pensó Pedro, había captado mejor
que ellos el mensaje del judío: “si uno quiere ser el primero, sea el último de
todos y el servidor de todos”. Sintió vergüenza por lo que iba a hacer y
desistió de su decisión, el perro se queda, les dijo a los otros. Y el perro se
quedó definitivamente.
Con
el paso de las semanas, el perro se ganó el aprecio, y hasta el amor de los
discípulos, especialmente de Felipe, que disfrutaba mucho jugando con él en los
pocos momentos que tenían de descanso. Sin embargo, el perro galileo siempre
demostró gran animadversión hacia Judas, el encargado de la bolsa de dinero.
Cuando Judas se acercaba al judío, el perro le empezaba a ladrar como si se
tratara de un bandido, Bartolomé sería el primero en recordar esta anécdota después
de la resurrección del maestro. En esta parte del relato, no sé si ya me hayan
dado la razón y crean en la existencia del perro galileo. Seguramente muchos no
se han convencido aún. Sin embargo, tienen que concederme que tampoco pueden
negarlo. En los textos evangélicos, puede que no se hable explícitamente de él,
pero, como he tratado de demostrar, es posible, ¿por qué no?, que se hable
implícitamente de él. Esta exégesis puede resultar escandalosa y traída de los
cabellos, pero no me pueden negar una cosa: el judío amaba a todas las
criaturas, no sería raro que tuviera un perro. Espero haber respondido a la
pregunta suscitada párrafos anteriores. Seguro que han surgido muchas otras,
tratemos de responder a la última, ¿qué aspecto tenía el perro galileo?, ¿de
qué raza era? La respuesta es sencilla: no tengo ni idea. Si los evangelios no
se preocupan ni del aspecto físico del judío, mucho menos van a gastar espacio
describiendo al perro galileo. En pocas palabras, imagínenselo como quieran: un
pastor alemán, un ladrador, un pastor bernés, un criollo. En fin, lo
fundamental, y eso lo aprendió muy bien el perro, no es el aspecto exterior
sino lo que llevamos dentro, ricos o pobres, feos o bonitos, todos somos
iguales y merecemos ser depositarios de amor y respeto.
Jerusalén,
esa fue la ciudad elegida por el judío para su último periplo, no es raro que
haya sido así, pues esta era la ciudad más importante de todo Israel, en ella
se encontraba el templo, el centro de culto y adoración más significativo para
los judíos. Construido, por primera vez, en la época del rey Salomón, el templo
había sido destruido y reconstruido varias veces a lo largo de la historia. El
que estaba de pie cuando el judío entró a Jerusalén había empezado a ser
construido alrededor del año 20 antes de la era cristiana por mandato de
Herodes el Grande y después de más de cincuenta años de trabajo aún no lo
habían terminado. Ese majestuoso templo sería destruido definitivamente en el
año 70 por los romanos y no lo volverían a levantar, un muro, llamado el muro
de las lamentaciones, sería lo único que quedaría de la imponente construcción.
Pero además del templo, Jerusalén era una ciudad con gran afluencia de
personas, que iban y venían, comerciantes, artesanos, sacerdotes, fariseos, publicanos,
saduceos, ciudadanos romanos y muchos devotos. Alrededor del templo, el
comercio -representado en los cambistas, que eran los encargados de proveer a
los visitantes de la moneda del templo, y los vendedores de los animales para
los sacrificios y todo tipo de comerciantes- y el gentío eran impresionantes.
Esa escena de desorden e irrespeto hacia la casa de Dios había hecho enojar al
judío que, junto con el perro galileo, tiró las mesas y formó una revuelta
monumental.
Jerusalén
sería el último destino del judío que cambiaría definitivamente toda la
historia de Occidente en nombre del ser más incomprendido y solitario del mundo.
La forma en que entró a la ciudad no hacía prever los acontecimientos que se
desarrollarían más adelante. El judío entró en un pollino, es decir, en un
asno; el caballo era un animal de guerra, por eso, entrar en burro era signo de
paz y así parecieron entenderlo todos porque, mientras el judío entraba a
Jerusalén montado en burro, las personas tomaron ramas de los árboles y
alfombraron su camino. Fue grandioso, el perro se sentía orgulloso de la
decisión que había tomado. Con esa entrada, lo que sigue es el camión de
bomberos y las llaves de la ciudad, pensó el perro; sin embargo, resultó ser
todo lo contrario. Después de terminada la cena pascual, que el perro se perdió
porque le dio por salir a mear a un árbol, por eso no aparece entre los
convidados descritos por los evangelistas, el judío salió a un lugar llamado
Getsemaní y dejó a sus discípulos velando, mejor dicho, durmiendo, porque sólo
fue que saliera el judío para echarse como piedras. Como siempre, el perro lo
siguió de lejos y lo que observó fue a un hombre muy triste, que lloraba e
imploraba al ser más incomprendido y solitario del mundo que le diera fuerzas
para llevar hasta sus últimas consecuencias todo su actuar centrado en el amor
por Él y los otros. Al llegar, Judas lo estaba esperando con un montón de gente
armada para atraparlo. El perro trató de defenderlo y hasta le mordió la oreja
a uno de ellos, el judío curó al hombre y observó con cariño a su fiel amigo de
cuatro patas mientras se dejaba llevar como si se tratara de un asesino.
Lo
que ocurrió después ya lo saben ustedes. Los discípulos salieron huyendo y
hasta el panzón de Pedro se atrevió a negar cualquier relación con el judío,
“yo no conozco a ese hombre de quien habláis”; sentenciaron al judío a morir en
una cruz y pocos seres fueron fieles hasta el final. No sólo asesinaron al
judío, y no me refiero a los dos malhechores que crucificaron con él, sino al
que estaba detrás del judío, es decir, al ser más incomprendido y solitario del
mundo. No era sólo una condena a un hombre sino a un dios, al dios del judío,
que no cuadraba con la idea estática y castigadora del dios de ellos. Eso lo
entendió perfectamente el perro, eso y la razón de su muerte, su coherencia con
su obra y su enseñanza, no por voluntad de Dios, Dios no puede ser un sádico
que envía a su hijo para que lo asesinen. Con la muerte del judío nació un
nueva manera de ser humano, una manera, lastimosamente, que muy pocos a lo
largo de la historia, han sabido imitar.
El
perro esperó a que depositaran el cuerpo sin vida de su maestro y se quedó
varios días acompañándolo. Una mañana del primer día de la semana judía, es
decir, un domingo, mientras él estiraba sus patas volvió a ver con vida a su
amigo. El discípulo amado, como también era conocido el perro, movió su cola de
un lado para otro mientras el judío le acariciaba la cabeza. Él, le dio un
regalo, le regaló la inmortalidad, ¿a un perro?, sí, a un perro, a su perro. El
perro galileo sigue con vida y sus descendientes recorren diariamente nuestras
ciudades, se protegen de la lluvia debajo de un puente o al lado de un mendigo,
comen de nuestra basura, soportan nuestro maltrato, desprecio e indiferencia y
tratan de continuar con el legado del judío: llenar de amor un mundo que parece
haberse acostumbrado a vivir en medio de la inhumanidad.