martes, 2 de febrero de 2016

EL FIN DEL MUNDO ©

Por: Mauricio Rincón Andrade


Aquella tarde, después de una horrible jornada de trabajo en el banco, me estaba tratando de comer un perro caliente, luchando, con mucha dificultad por cierto, para que las papitas, las salsas, los huevos de codorniz y todo lo demás, que ahora le echan encima a los hot dogs, no se me cayera al piso, cuando escuché la noticia. El vendedor de perros tenía un pequeño radio encendido y el locutor anunciaba, con cierto tono entre ampuloso y cómico, que el 21 de diciembre de 2012, se acabaría el mundo. Según explicaba el periodista, un especialista no sé de qué pendejada, de una de las tantas universidades gringas que gastan millones de dólares en investigaciones estúpidas, dinero que alcanzaría para alimentar por varios meses a un país africano, había estudiado las profecías mayas y había llegado a dicha conclusión. La noticia fue tan trivial, que todos los que estábamos luchando contra nuestros perros calientes, no le prestamos la más mínima atención, sino que seguimos comiendo, como si nada. Sin embargo, después de terminar mi hot dog y de tomarme una Big Cola, que es como una Coca-Cola mal clonada, que era la única bebida que tenía el señor del carrito de perros, me fui pensando en la noticia. A lo largo de la historia, reflexionaba, habían sido muchos los supuestos profetas que anunciaron el fin del mundo e incluso, algunos se atrevieron a dar un año exacto, como cuando Charles Taze Russell, fundador de los Testigos de Jehová, predijo que en 1874 se acabaría el mundo. Mi abuela, que era una señora muy religiosa, me solía contar que en la Biblia había un libro en donde se narraba dicho acontecimiento escatológico: el Apocalipsis. Tan pronto aprendí a leer, recuerdo que lo primero que hice fue ir corriendo a buscar la Biblia que teníamos en casa para conocer todos los detalles del final de los tiempos. Me encontré con un texto un poco largo, aburrido, algo enredado y que parecía más un tratado de mitología griega, que un libro religioso y en donde, para mi decepción, no había ninguna fecha del fin del mundo.

Con algunos amigos, que me encontré aquella noche, comenté la noticia y todos fueron muy escépticos y no le dieron validez alguna a dicha información. Incluso, John, que era como el filósofo del grupo y algo misántropo, nos dijo que en realidad el fin del mundo ya lo estábamos perpetrando los hombres, pero a plazos. Pues nosotros, manifestó, los humanos, somos como el cáncer del planeta, acabamos con todo lo que se nos pasa por el frente: océanos, atmósfera, capa de ozono, ríos, humedales, bosques, selvas, quebradas, lagos, aves, delfines, tiburones, ballenas, ositos pandas…, además, concluía, nos reproducimos como ratas, y a este paso, el pobre planeta, que tuvo la desgracia que nosotros evolucionáramos, no soportará más nuestra contaminación y nuestra basura. Todos nos reíamos un poco con la intervención del John, pero no le faltaba algo de verdad en todo lo que nos dijo. En los siguientes días, fueron varios los medios de comunicación que desarrollaron la noticia y se decía incluso que Hollywood ya tenía lista una película sobre ese tema: 2012. Con lo de las profecías mayas, tampoco faltaron fundamentalistas religiosos que empezaron a hacer eco del supuesto fin de los tiempos y a llamar a la conversión y a que les dejáramos todas nuestras posesiones a sus movimientos. Por aquel tiempo, yo llevaba varios años trabajando en el banco como cajero. En realidad, ya estaba muy aburrido, pues mi jefe, no sé por qué razón, me odiaba y resultaba frustrante manejar tanto dinero todos los días y recibir al final de mes un sueldo risible. Y lo más injusto era que nuestro sistema bancario, facturaba, todos los años, miles de millones de dólares en ganancias, gracias, en parte, a los pobres trabajadores que teníamos nuestras cuentas bancarias y a que se nos cobraba hasta por estornudar en los cajeros electrónicos.

Un día, en la hora del almuerzo, mientras trataba de equilibrar mi pequeño sueldo con mis grandes deudas, me llamó mi jefe. Por aquella época había una vacante en el área administrativa del banco y yo tenía la esperanza que, al ser el único cajero con estudios universitarios en economía, me tuvieran en cuenta. Así que pasé la solicitud. Mi jefe me informó, sin mirarme a los ojos, que había tomado una decisión, nombraré a Karen, ¿cómo?, pero, usted me perdonara, señor, pero Karen solo lleva dos meses trabajando en el banco y además, creo que solo tiene estudios en bachillerato, ¿y eso qué importa?, ahora usted me va a venir a enseñar cómo debo manejar este banco, claro que no, señor, ni mucho menos, pero por qué no me tiene en cuenta a mí, mire que llevo varios años trabajando sin descanso y considero que me merezco un ascenso, no voy a discutir nada más sobre este asunto con usted, se puede retirar, ¡ah!, otra cosa, Cáceres, he pedido a los directivos de la central que lo trasladen a la sede del sur, ¿cómo?, ¿por qué?, necesitamos ubicar un nuevo personal que ha llegado, ¿y por qué no los envía a ellos a esa sede?, ¡otra vez, discutiendo mis decisiones!, no, no es eso, señor, lo que ocurre es que la sede del sur me queda muy lejos de mi casa, y eso que importa, pues madrugue más, y ya salga que tengo cosas importantes que hacer. Salí como poseído por una legión de demonios y me encerré en el baño, ya estaba harto, realmente harto que pasaran sobre mí y no valoraran mi trabajo; harto que ascendieran púberes recién salidas del colegio solo porque le coqueteaban y hasta se acostaban con el gerente; harto de manejar millones de pesos diariamente y no tener en el bolsillo ni para un almuerzo decente; harto de esta repugnante, nauseabunda y espuria sociedad, en palabras de mi amigo John. Así que tomé una decisión, una decisión radical, iba a hacerle caso a aquella supuesta profecía maya, viviría, de ahora en adelante, como si realmente el mundo se fuera a acabar el 21 de diciembre de 2012, sin importarme las consecuencias. 

¿Qué?, que me voy a robar el banco, usted está bromeando, ¿cierto Cáceres?, -con mis mejores amigos nos llamábamos por el apellido porque todos habíamos estudiado en un colegio militar- claro que no, Ramírez, además, si me llegan a coger, solo estaré unos meses en la cárcel, no ve que el 21 de diciembre se acaba el mundo, ¡otra vez con esa pendejada!, no es ninguna pendejada, los mayas lo predijeron, los mayas no predijeron nada, solo debe ser una mala interpretación de algún seudocientífico con grandes deseos mediáticos y nada más, eso es lo de menos, yo estoy convencido que a finales del año se acaba el mundo y lo demás no me importa, usted sabe que necesito dinero, Ramírez, con mis exiguos ahorros no me alcanza para nada, además, no puedo vender el apartamento, ya que le pertenece al banco, no ve que no logré pagar todas las cuotas del préstamo y me lo van a quitar, pues los malditos intereses subían sin control alguno, y al final, terminé debiendo cuatro veces más de lo que me habían hecho el “favorcito” de prestar. Cáceres, sé que está aburrido y si me perdona, hasta frustrado, pero no puede mandarlo todo al carajo por una discusión con su jefe, ni mucho menos, ponerse a hacer estupideces como esa que supuestamente planea hacer, ¿por qué no pide vacaciones?, si no tiene dinero yo le puedo prestar algo, Ramírez, le agradezco la oferta y hasta la sinceridad, usted es un buen amigo, pero no, no voy a pedir vacaciones, además, en las próximas semanas renunciaré al banco, en realidad, después de que lo robe, no se preocupe por mí, más bien analice usted qué va a hacer en los meses que nos queda, no malgaste su vida en un escritorio enriqueciendo a un tipo que ya no sabe ni qué hacer con tanta plata, bueno, Ramírez, nos vemos, pues necesito ir a conseguir un cerdo, ¿un qué?

A pesar de mi juventud, sentía que los mejores años de mi vida se me estaban yendo de las manos. Solo me había dedicado a trabajar sin descanso en algo que no me gustaba y a pagar los intereses de todo lo que había adquirido a crédito. Y casi, sin darme cuenta, mi existencia se había convertido en un maldito círculo vicioso que necesitaba romper con aquello que me apasionara y moviera mis fibras más íntimas. Los seres humanos tenemos la mala costumbre de aplazar las cosas y cuando nos damos cuenta, ya es demasiado tarde, porque somos unos viejos macilentos, frustrados y enfermos. Así que, si solo quedaban unos cuantos meses para el fin del mundo, iba a dedicarme a hacer lo que me gustara y para eso necesitaba, lastimosamente, dinero. Tanto tiempo trabajando en el banco me había ayudado a detectar ciertos problemas con la seguridad que podría aprovechar para robarlo, no pretendía llevarme una cantidad exagerada o desocupar la bóveda ni mucho menos, sino una pequeña suma, que juntaría con lo que consiguiera con lo del secuestro. 

Para esos “trabajos”, hablé con unos viejos amigos que estaban más locos que yo y que aceptaron gustosos colaborarme. Aunque me recomendaron que no secuestráramos a mi jefe, sino que mejor lo extorsionáramos, eso del secuestro trae muchas complicaciones, me dijo uno de ellos. Me pareció buena la sugerencia, además, yo sabía algo que podría ser de utilidad. Unos días después de mi jefe me confirmara que seguiría de cajero, mientras trabajara en el banco, y en la sucursal más alejada y concurrida de la ciudad, por casualidad lo vi entrando a un motel del centro, acompañado de Karen. Con algunos compañeros que lo comenté me dijeron que eso era muy normal en él, y que todas las jovencitas, que ahora ocupaban cargos administrativos, habían pasado por sus manos. Así que uno de mis amigos se dedicó a seguirlo y conseguimos un material suficientemente bueno para extorsionarlo con publicarlo en Internet y enviárselo a su esposa. Esa fue una de las cosas que nunca entendí, cómo, un tipo casado con semejante mujer tan bella e inteligente, se terminaba metiendo con jovencitas a las que hacía muy pocos años les había empezado a llegar la regla. Pero así somos los hombres, pensamos más con el pene que con el cerebro. En fin, el día que llegó el sobre con las fotografías y las pequeñas exigencias, en realidad no le pedimos mucho, yo estaba ahí, se puso blanco, pidió a su secretaria que nadie lo molestara y se fue a esconder a su oficina como un perro medroso.

“Los cerdos son animales muy inteligentes, incluso más que los perros; son leales, amigables y cariñosos, además de muy sociables, juguetones y protectores que crean lazos unos con otros; se cree que tienen imaginación y hasta tienen la capacidad de resolver ciertos problemas cotidianos.” Esto lo leí alguna vez en una edición de la revista National Geographic, y me llamó poderosamente la atención. El problema es que los seres humanos, aquella plaga sin entrañas, en palabras de mi amigo John, los condenamos a vivir en granjas industriales y los convertimos en simple materia prima para hacer salchichas, jamón, tocinetas y otras cosas. Por eso, después de hablar con Ramírez, me fui a una de esas granjas con el firme propósito de comprarme un cerdito, lo quería como animal de compañía. Además, trataría de que llevara una buena calidad de vida y que pudiera disfrutar conmigo los meses que le quedaban al planeta. Cuando llegué a la granja, me miraron como si fuera un lunático, y mucho más, después de ofrecer mi iphone 4s, que era el único objeto de valor que tenía, por el cerdo; el que me atendió no lo pensó ni un segundo y hasta llegó con dos cerditos para que yo escogiera, en realidad, me dio lástima escoger uno y desechar el otro, así que le pregunté al tipo que si aceptaba el teléfono por los dos animalitos, por supuesto, me dijo, con cierta cara de alegría extrema. Así que salí de la granja con Apocalipsis y Armagedón, los nombres que les puse a los cerditos, dispuesto a ultimar los detalles del robo, esperar el pago de la extorción a mi jefe y empezar a hacer las cosas que quería realizar antes del fin del mundo. 

Unos meses antes del 21 de diciembre, empezaron a ocurrir una serie de coincidencias, en palabras de Ramírez, o de pruebas irrefutables de que las profecías que contenía el libro del Apocalipsis se iban a cumplir, en palabras de mi abuela, en el planeta. El clima en Europa empezó a descender de manera nunca antes vista en otoño, registrando temperaturas que no se presentaban ni en los peores inviernos; las nevadas eran cosa cotidiana, varias ciudades empezaron a quedar incomunicadas y cientos de sus habitantes a morir de frío, especialmente adultos mayores y mendigos; en Oriente, los terremotos no solo aumentaron su regularidad, sino sus grados en la escala de Richter, y todos observamos por la televisión la destrucción de ciudades y la desaparición de pueblos costeros a causa de los tsunamis. En África, los científicos descubrieron en algunos pacientes la aparición de un nuevo virus que en pocas semanas se convirtió en una pandemia y se empezó a extender por los Estados Unidos y Europa; en otras partes del planeta, terribles olas de calor, no solo produjeron numerosas muertes, sino incendios que tardaron varios días en ser controlados; en gran parte de Sur América una fuerte temporada de lluvias trajo consigo no solo muerte y destrucción, sino la proliferación de una serie de enfermedades que nos mostraron que en realidad no éramos la cumbre de la evolución o de la creación, según seas evolucionista o creacionista, sino un simple animal más, que moría con una facilidad pasmosa ante seres microscópicos que convertían nuestro organismo en un campo de batalla en donde generalmente perdíamos. En realidad, a pesar de que era verdad que el clima del planeta estaba medio loco, en gran parte gracias a la acción humana, y que se estaban produciendo frecuentemente pandemias, cada vez más difíciles de controlar, no me parecía que fuera algo de lo normal en la hedionda historia humana, en palabras de mi amigo John. A lo largo de todo nuestro paso por el planeta, no solo habíamos pasado por esas cosas, sino por cosas peores, y ciertos acontecimientos catastróficos no significaban, necesariamente, que fueran signos inequívocos del fin del mundo. Pero independientemente de mis raciocinios, yo seguía con mi fe intacta, de que el 21 de diciembre de 2012, se acabaría todo. En medio de aquellas circunstancias, mi plan iba por buen camino. Mi jefe pagó puntualmente el dinero que le pedimos y decidimos no seguir molestándolo. Pero increíblemente nos dimos cuenta que no aprendió la lección, pues a las pocas semanas de pagar, siguió buscando púberes y engañando a su esposa. Un día, fui hasta la oficina de la hermosa mujer y se lo conté todo. Observó con tranquilidad las fotografías y luego me miró fijamente con aquellos preciosos ojos verdes que tenía. 

El robo, el robo fue una obra maestra de unos malditos genios, los mismos que me habían ayudado con lo de la extorción: Zapata y Guacaneme. Yo había elaborado un plan como en las películas de Hollywood, en donde entraríamos disfrazados y con armas, amordazaríamos a los vigilantes y luego les pasaríamos unas maletas grandes a los cajeros para que echaran el efectivo. Zapata se río un buen rato después de escuchar todos los detalles del plan que yo había trazado. Ellos eran dos brillantes ingenieros de sistemas, medio locos, que viajaron unos días después del robo a Europa a terminar sus doctorados y a seguir trabajando en una de las empresas europeas más importantes del ramo. Aquella mañana nos encontramos muy temprano, desayunamos bien y nos dispusimos a efectuar el robo. Tengo que reconocer que estaba algo nervioso y extrañado, porque me habían dicho que ellos se encargarían de traer todo lo que necesario para el “trabajo”, sin embargo, cuando nos encontramos, estaban vestidos como siempre, con jeans, camisetas y tenis y sin ningún tipo de elementos sofisticados, ni armas, para realizar el asalto. Luego del desayuno nos dirigimos a un café internet. 

Todavía recuerdo aquella profunda experiencia interna que tuve, aquel día que fui a gastar parte del dinero que habíamos robado, y que cambió mi perspectiva por completo. Me dirigía en bus con Apocalipsis, porque Armagedón no nos quiso acompañar y porque ningún taxi nos quiso llevar, al centro de la ciudad, a comprar todas las cosas que siempre había querido tener: un carro último modelo, ropa de diseñador, relojes costosos, electrodomésticos de última tecnología y otra serie de objetos por el estilo. Dejé al cerdito Apocalipsis a la entrada del centro comercial, con un mendigo al que le pagué muy bien para que me lo cuidara y al que le prometí más dinero cuando saliera; al entrar, me topé con una prestigiosa relojería. Escogí un Rolex precioso que hacía ver mi muñeca como una cosa burda y fea, y que valía lo que yo ganaba en un año de trabajo, me disponía a pagar cuando ocurrió la epifanía. ¿Qué diablos estaba haciendo?, ¿esto era realmente lo que quería hacer? Las preguntas pueden parecer estúpidas a los ojos de muchos lectores, porque si el mundo se va a acabar en poco tiempo, lo que hay que hacer es aprovechar al máximo todo lo que nos ofrece esta sociedad de consumo y sobre todo, teniendo el dinero para hacerlo. Sin embargo, por alguna extraña razón irracional, no era lo que quería hacer. Al contrario, sentía que deseaba, con todas mis fuerzas, alejarme de aquel mundo artificial, injusto y regido por el maldito dinero; quería coger mis dos cerdos y largarme de la ciudad, lejos de sus objetos lujosos y de todo lo que me ofrecía. ¿Qué hice entonces?

Vamos por partes y con esto termino mi relato. Zapata y Guacaneme se encargaron de hacer el robo desde un obsoleto computador en un horrible café internet del centro de la ciudad. De un momento a otro, dejé de tener mi cuenta en números rojos y empezó a crecer gracias a cientos de pequeños traslados de las cuentas más grandes. Lo que algunos pocos seres humanos tardan años o décadas en conseguir, ellos lo hicieron conmigo en un par de minutos, me volvieron rico. Ese mismo día, fui a varias sucursales del banco y realicé grandes retiros. Mis amigos no aceptaron ni un centavo y viajaron a Europa alegres y dispuestos a putear todo lo que pudieran antes del fin del mundo. Yo, por mi parte, después de echarme para atrás con la compra del Rolex, me fui de la ciudad. Compré una pequeña y hermosa casa en el campo con tierras para cultivar y me dispuse a esperar el fin del mundo con Apocalipsis, Armagedón y otros animales que compré, viviendo de lo que la tierra me daba y pasando largas horas del día arreglando un viejo Nissan que adquirí y que estaba completamente destartalado. Pero lo mejor de todo fue que además de mis amigos porcinos, empecé a compartir mi vida con Heidi, la hermosa e inteligente ex-esposa de mi jefe, que dejó finalmente a aquel imbécil que nunca la valoró y que siguió acostándose con púberes a las que hacía muy pocos años les había empezado a llegar la regla, sin importarme un carajo si el mundo finalmente se acabaría el 21 de diciembre o al fin terminaríamos destruyéndolo nosotros, los seres humanos, la peor y mal cruel especie que jamás pobló el planeta, en palabras de mi amigo John.