viernes, 14 de octubre de 2016

LA SANTA INQUISICIÓN ©

A José Luis Meza
Por: Mauricio Rincón Andrade

1672, año del Señor. Hereje, el perro de don Francisco Preys, camina por las calles de la hermosa ciudad de Cartagena de Indias, buscando qué llevarse al hocico. Han sido tiempos difíciles, pero a pesar de la situación, no se desanima, sino que se deja guiar por su gran olfato y se contenta con cualquier bocado. Eso es lo de menos. Lo importante para él, es dirigirse a una de las cárceles de la ciudad, la más nauseabunda de todas, a acompañar a su amigo. Ese ha sido su “hogar”, desde que apresaron a don Francisco. Él, no deja de admirarse de la fidelidad de su canino y la silueta de su querido perro, que logra ver por los barrotes de su celda, que da a la calle, es uno de los alicientes que tiene en los difíciles momentos por los que está pasando. Varias veces los guardias han tratado de echar a Hereje del frente de la cárcel, pero ha sido inútil, el animal siempre termina regresando y acomodándose en la calle, como si estuviera cumpliendo un compromiso sagrado. Todavía recorre en su memoria, don Francisco, todo lo que pasó hasta llegar al lugar donde se encuentra. Y no deja de parecerle inconcebible que por cuestiones de fe se tenga que juzgar y hasta torturar a un ser humano, obligándolo a que crea en algo que no despierta la más mínima devoción en su conciencia. Algún día, piensa don Francisco mientras ve a Hereje estirar sus patas, estas cosas tendrán que cambiar.


La historia de don Francisco Preys empieza en los puertos ingleses, donde se crio. Su padre fue un hombre que se la pasó la mayor parte de su vida en una galera. Recorrió medio mundo y las historias de sus aventuras por todos aquellos lugares, que le contaba a Francisco después de cada viaje, despertaron en el chico el deseo de hacer lo mismo y tener la oportunidad de ver el mundo con sus propios ojos. Por eso, a los quince años, se embarcó en una galera que se dirigía al Nuevo Mundo y que lo llevaría inicialmente a La Española, nunca regresaría a Inglaterra. A pesar de la dificultad del viaje y del asqueroso trabajo que le tocó realizar en la cocina del buque, lo soportó bastante bien, gracias a la contextura física que había heredado de su padre. Después de casi dos meses de estar navegando por el Atlántico llegaron a La Española y se encontró con un lugar llenó de movimiento, con galeras que llegaban y salían constantemente, que traían y sacaban productos, con animales que nunca había visto en su patria, especialmente pájaros, de colores grandiosos, que nunca se callaban, con un vegetación generosa y con tales tonos de verde que a la vez que le suscitaba admiración, casi le lastimaban los ojos, con un clima cálido y en ocasiones sofocante, con cientos de jóvenes provenientes de Holanda, Francia, Inglaterra, España y otros países europeos, como él, dispuestos a la aventura y con deseos de gloria y fortuna, con hermosas mulatas que desde un principio le llamaron la atención, con piratas, nativos y negros. Pero a pesar de la novedad, se topó con las mismas mañas del Viejo Mundo: miseria, esclavitud, corrupción, injusticia y el deseo casi patológico de la Iglesia de inmiscuirse en todos los asuntos de los hombres, entre otras cosas.

Don Francisco, además del deseo de aventura de su padre, había heredado la convicción de que dios no era más que un invento y que la Iglesia Católica, una de las instituciones más peligrosas y contradictorias, jamás fundadas. Por eso, a lo largo de su vida, nunca le había dado cabida a lo religioso y solo lo veía como un síntoma de una sociedad en decadencia. Sin embargo, muchos años después de haber abandonado La Española y de haber recorrido el Nuevo Mundo, desde el antiguo territorio de los Aztecas, hasta las reducciones de los Jesuitas en el Paraguay, y cuando ya vivía en Cartagena de Indias, junto a una hermosa mulata que había comprado en el mercado de esclavos y que luego había hecho su mujer, y de Hereje, su perro, se dio cuenta que sus creencias, o sus no creencias, en su caso, era un delito frente a una abominable institución que se había instalado en la Heroica en 1610 y que también tenía sede en Lima y en México: El Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición. 

El Tribunal de la Inquisición española, como fue conocido, para diferenciarlo de la inquisición medieval, nació alrededor del año 1478, gracias a la gestión de algunos “santos” sacerdotes como Alonso de Hojeda –homónimo de un conquistador-, Pedro González de Mendoza y el primer inquisidor español, la belleza de Tomás de Torquemada, con el auspicio de los Reyes Católicos y la bendición final del papa Sixto IV. Este tribunal que, en un primer momento se limitó a la Corona de Castilla, con el paso de los años se fue extendiendo a otros territorios y, para resumir el cuento y no dármelas de historiador, llegó al Nuevo Mundo en 1570, que por cuestiones que no vienen al caso, terminó llamándose América, cuando en realidad se debió llamar Colombia, pues fue Cristóbal Colón el que lo descubrió –aunque él murió sin saber que había descubierto un nuevo continente - y no el señor Américo Vespucio. Pero dejemos a un lado estas disquisiciones históricas y volvamos a la celda de don Francisco Preys.

Después de haber deambulado por tantos territorios y de ver tantas cosas, muchas de ellas atroces e inhumanas, don Francisco decidió que era hora de establecerse en algún lugar por un tiempo y por qué no, buscar la manera de que fuera permanente; y la ciudad elegida fue Cartagena de Indias, que tenía un importante puerto, meta no solo de aventureros o piratas sino además de un gran número de barcos negreros. Con los años, el señor Preys, no sólo había acumulado fatigas y enfermedades, sino una cantidad nada deleznable de dinero que le permitiría vivir de manera holgada en la ciudad que quisiera. Por eso, un día de noviembre, se dirigió a uno de los barrios más ricos de Cartagena, Santo Toribio, y se compró una hermosa casa con un amplio patio interior, con varias habitaciones, con un fastuoso balcón y con una imponente vista. Era el lugar perfecto para poder vivir cómodo y tranquilo por el resto de su vida, libre de preocupaciones  y de estúpidas necesidades. A las pocas semanas de estar en su nueva casa, y por cosas del destino, o de Dios, dependiendo de lo que usted crea, don Francisco se encontró en el puerto con don Esteban Viñas, un viejo amigo, que precisamente lo estaba buscando y que por terceros se había enterado de que él vivía en la Heroica, que por cierto, por esta época aún no era llamada así. Ambos habían hecho parte de varias tripulaciones de galeras que recorrieron el Nuevo Mundo, pero a diferencia de don Francisco, “el holandés”, como llamaban al señor Viñas, había seguido su rumbo, llegando a lugares muy lejanos y recorriendo tierras vírgenes y exóticas en otros mares. Y precisamente por eso estaba buscando a su viejo amigo, porque él sentía que tenía una deuda con él, pues don Francisco le había salvado la vida al “holandés” en un naufragio que sufrieron en el Caribe, y ahora tenía cómo pagársela. Cuando el señor Preys vio lo que su amigo le había traído, quedó profundamente impresionado.

Mientras don Francisco recordaba todos los detalles que le describió “el holandés” de su última expedición y, específicamente, del lugar de donde había sacado el obsequio que le había traído, pensaba en Fantina, su mujer. La había conocido en el lugar menos proclive para el amor en aquellos turbios tiempos: el mercado de esclavos. A lo largo de toda su vida, el señor Preys, había tenido muchas mujeres, sin embargo, ninguna se había convertido en su compañera permanente. Pero eso cambió cuando conoció a la hermosa mulata. Ella había sido arrancada de su tierra, uno de los tantos territorios africanos que durante siglos sirvió como despensa de esclavos para el Nuevo Mundo, junto con miles de negros más, en su mayoría hombres, para ser embarcados en estrechas galeras, prácticamente uno encima de otro, desnudos, en un terrible viaje por aguas del Atlántico que podía durar más de dos meses y en donde los más débiles morían y eran echados al mar como comida para tiburones. Cuando don Francisco la vio por primera vez, estaba con grillos y cadenas junto a cinco negros más, pues se acostumbraba reunirlos en grupos de seis. Durante varios días no pudo sacarla de su mente, no solo porque fuera una mujer hermosa, a pesar de lo enjuta que estaba, sino especialmente por su mirada. Una mirada que mantenía digna y altanera, a pesar de que había pasado a convertirse en un objeto, sin ningún tipo de derecho, si es que tal concepto ya existía en aquella época, al servicio de otros hombres que ni siquiera la consideraban humana, ni con alma, sino un simple animal el cual se podía utilizar y maltratar a su antojo. Un día, don Francisco no soportó más pensar en ella y se encaminó hacia el mercado de esclavos con la esperanza de que nadie la hubiese comprado aún. 

Desde que don Francisco Preys era niño, las aves siempre le llamaron poderosamente la atención. Le gustaba adentrarse en lo profundo de los bosques a observarlas y dibujarlas, aprovechando que tenía talento para ello; pasaba horas y horas admirándose por sus formas y colores y sobre todo, por lo que eran capaces de hacer: volar. ¿Será que algún día los hombres podremos volar como las aves?, se preguntaba mientras las veía impotentes y sublimes por los aires de su natal Inglaterra. Por eso, cuando llegó al Nuevo Mundo, quedó impresionado por la ingente cantidad de especies de aves que se encontró, su muñeca no daba descanso dibujando semejantes animales de colores tan vivos y formas tan extrañas que se topaba en cada nuevo puerto que visitaba. Pero don Francisco no se dedicaba solamente a dibujarlas sino que, cuando su tiempo se lo permitía, describía las costumbres de algunas de ellas, componiendo, sin saberlo, el primer tratado de ornitología del continente. Eran volúmenes y volúmenes de dibujos y descripciones, no solo de las aves, sino de sus huevos y sus nidos. Por eso, cuando el señor Preys, compró la casa en Cartagena, lo primero que dispuso fue dejar una habitación como biblioteca para almacenar en un lugar seguro y seco los más de veinte mamotretos que tenía hasta ese momento.

Don Francisco, sin ser un científico o un investigador, y sin deseos de fama o de gloria, estaba realizando una obra importantísima y pionera para la zoología americana. Su trabajo, no solo permitiría conocer las aves del Nuevo Mundo, sino clasificarlas y hasta adentrarse en sus comportamientos. El señor Preys se estaba adelantando más de cien años a trabajos como el realizado por la Expedición Botánica de José Celestino Mutis o las investigaciones sobre fauna de Jorge Tadeo Lozano; además, sus dibujos no tenían nada que envidiarle a las obras realizadas por Francisco Javier Matiz y Salvador Rizo, dos de los más importantes pintores de la Expedición Botánica. Don Francisco no había querido enseñarle sus libros a nadie, pues consideraba que era un simple hobby de un hombre amante de las aves, sin embargo, un día le enseñó su trabajo a uno de sus amigos y éste quedó tan admirado, que le recomendó que viajara a Santa Fe, aprovechando que en la ciudad se encontraba un importante biólogo, que incluso era profesor en Salamanca, para que le enseñara su trabajo. Francisco, estos libros podrían ser publicados en Europa y tu aporte a la zoología pasaría a la historia. Después de pensarlo por varias semanas, decidió hacerle caso a su amigo, sin embargo, dos días antes de viajar para Santa Fe, le llegó una citación para que se presentara ante el Santo Tribunal de la Inquisición, pues había sido denunciado como hereje.

Mientras el señor Preys buscaba con desespero por el mercado de esclavos aquellos ojos y aquella figura que habían cautivado su corazón, se encontró con un cachorro que estaba buscando, también con desespero, por el mercado de esclavos, pero no a una mulata, sino algo qué llevarse al hocico; don Francisco, como pudimos ver en los párrafos anteriores, siempre le llamaron la atención las aves, pero los caninos no le gustaban mucho, sin embargo, aquel cachorro macilento y pequeño le despertó cierto pesar y decidió recogerlo y llevarlo a su casa. El nombre para el perro fue fácil de encontrar, pues el animal siempre que veía pasar un cura, una monja, un obispo o un inquisidor, les empezaba a ladrar con tal animadversión, que don Francisco concluyó que el mejor nombre para su canino sería: Hereje. No estaba, la esclava, en el mercado, ni en el depósito, alguien ya la había comprado y no sería entraño que incluso en ese preciso momento estuviera viajando rumbo a Santa Fe, pues eran muchos los compradores que viajaban a Cartagena a adquirir esclavos. Entonces, recogió su cachorro y se fue para su casa con cierto dolor en su corazón. Cuando llegaron, le dio algo de comer a Hereje, que lo devoró todo con el ansia del hambriento, luego lo sacó al patio y con unas tablas, empezó a construirle una casita, el animal observaba con sus dos grandes ojazos a don Francisco trabajar, pero lo que más le llamaba la atención eran los patos, las gallinas, los gansos y demás aves, sobre todo, dos, muy extrañas y algo grandes y gordas, que tenía su amo, son bonitas, ¿no te parece?, me las trajo un amigo de una pequeña isla del Océano Índico, todavía no entiendo cómo hizo el “holandés” para que no se le murieran en semejante viaje, según me dijo, la especie se llama Dodo.

Este cuento sí que se está saliendo de cualquier lógica histórica, narrativa y hasta ornitológica, ¿unos dodos en la ciudad de Cartagena de Indias?, ¡por Dios!, pues, sí, queridos lectores, don Francisco Preys tenía en su poder, posiblemente, los últimos individuos de dodos del mundo, ya que por esta misma época, esta ave endémica de las Islas Mauricio, se estaba extinguiendo y los individuos que quedaban se podían contar con los dedos de las manos. Pero si me lo permiten, seguiré con la historia. En la celda de la cárcel del Tribunal de la Inquisición, como nos hemos podido dar cuenta, había varias cosas que le preocupaban a don Francisco: la negra Fantina, su perro Hereje, su casa, los libros sobre las aves del continente y los dodos. Son muchas preocupaciones para un hombre que se encuentra en semejantes líos con semejante tribunal, pero así somos los seres humanos, nos la pasamos la mayor parte del tiempo inquietos, ansiosos e intranquilos. Hablemos un poco más de Fantina.

Después de instalarse en su casa de Santo Toribio, don Francisco había adquirido cierta fama de buen dibujante y precisamente, unas semanas después, de haber recogido a Hereje, fue llamado por uno de los mercaderes de esclavos, un hombre muy rico, que vivía como un sultán y que tenía a su servicio más de veinte negros, la mitad de ellos mujeres. Él quería que el señor Preys le pintara un enorme cuadro de toda su familia. Al principio don Francisco no estuvo muy interesado en el trabajo y se negó incluso a ir a ver al mercader, pero finalmente fue, al menos para darle la cara y no quedar como un grosero engreído. Sin embargo, todo cambio cuando entró a la casa del mercader y se encontró con la mulata que durante tantas noches le había robado el sueño. Estaba amarrada a un árbol y con signos de haber sido golpeada en la espalda, don Francisco Preys, qué gusto tenerlo en mi casa, don Antonio, ¿cómo está usted?, bien, hombre, bien, siga por favor y hablemos de negocios, ha estado muy esquivo, yo pensé que ya no vendría a verme, qué pena con usted, don Antonio, es que he tenido muchas cosas entre manos, me lo imagino, don Francisco, lo importante es que ya se encuentra aquí, así que dígame, por favor, cuando tiempo se tardará en el cuadro y cuándo me valdrá. 

Don Francisco escuchó atentamente lo que deseaba don Antonio y calculó que un cuadro de esas dimensiones tardaría al menos un mes en terminarlo, sacó una libreta y anotó todas las indicaciones del mercader, pero no me ha dicho, don Francisco, cuando me va a cobrar, un esclavo, ¿cómo?, accedo a realizar la pintura, si usted me paga con esa esclava. Don Antonio cambio su rostro bonachón y risueño y se puso algo serio, ¿y por qué esa, don Francisco?, tengo muchas otras esclavas en mejores condiciones que podría darle, don Antonio, lo que usted me pide es un trabajo enorme y de varias semanas, cualquier pintor de Santa Fe le cobraría un ojo de la cara, yo solo le pido esa esclava, es una negra muy resabiada, don Francisco, me he visto en la necesidad de castigarla y amarrarla a ese palo, por eso don Antonio, no solo tendría su pintura, sin gastar una sola moneda, sino que se podría deshacer de un esclavo problemático, es muy hermosa, ¿no lo cree don Francisco?, qué dice, don Antonio. El mercader miró fijamente la esclava, pensó durante unos minutos, fue y se sirvió una copita de oporto, le ofreció una al señor Preys, pero él no quiso y finalmente le estrechó la mano al inglés protagonista de nuestra narración, está bien, acepto. 

Don Francisco Preys, usted ha sido llamado a este santo tribunal porque han llegado acusaciones en su contra, de qué tipo de acusaciones estamos hablando, su excelencia, de herejía, según el informe, usted niega la virginidad de la Santísima Virgen María y hasta se ha mofado de nuestra santa religión. Era verdad, don Francisco, en una de las pocas reuniones que había realizado en su casa, con supuestos amigos, se había pasado de copas y había terminado hablando más de la cuenta, él sabía que se había equivocado, no tanto porque le importara un pito poner en duda los dogmas católicos, sino porque se había puesto a decirlo en público, cuando todo el mundo sabía que la Inquisición estaba presta para procesar a los herejes y cismáticos. Don Francisco habría podido mostrar arrepentimiento y pedir clemencia, diciendo que sus padres nunca le habían brindado una educación cristiana y que él era un ignorante que necesitaba instrucción. Lo habrían mandado unos meses a un convento a que un cura o un monje lo instruyera y ya. Sin embargo, algo emergió dentro de él mientras escuchaba el tribunal, algo que debió dejar bien guardado en lo profundo de su corazón: orgullo y rabia. Encono y orgullo ante aquel tribunal que se metía en las creencias de las personas y las juzgaba sin el más mínimo resquicio de humanidad. No solo no negó las acusaciones, sino que se puso a increpar al tribunal y aumentar las razones para que fuera procesado. Fue enviado entonces a la cárcel.

El señor Preys sabía que se había equivocado, debió haber mantenido su boca cerrada, para qué buscarse problemas cuando estaba viviendo tan tranquilo con su mulata, con Hereje, sus aves y sus libros. Sin embargo, su orgullo y rabia habían podido más. En realidad, aunque don Francisco no lo sabía, hacía tiempo que el tribunal estaba pendiente de aquel extranjero que vivía en uno de los barrios más ricos de la ciudad, acompañado de una esclava, un perro y muchas aves. Según los vecinos que entrevistaron, era un hombre que salía bien temprano acompañado de un canino, que según otras pesquisas, llamaba Hereje, con una maleta que contenía hojas y lápices de colores. Tenía pocas visitas y nunca se le había visto participando en misa en la catedral ni en la Iglesia de Santo Domingo e incluso, y esto era lo peor, algunos lo habían escuchado blasfemando contra la Santísima Virgen y haciéndole el amor a la mulata un viernes santo. Increíble lo que se puede saber de uno por medio de los vecinos, ¿no les parece?, ¿y en qué trabaja?, le preguntó uno de los investigadores del tribunal a una señora de una casa contigua, sé que en ocasiones es llamado para pintar cuadros, pero además de eso, no le conozco otro oficio. La Inquisición había sido creada para juzgar exclusivamente a los bautizados en la Iglesia católica, que por una u otra razón, se hubieran apartado de su seno o blasfemaran contra sus verdades, pero eso no significaba que no tuviera derecho a juzgar a luteranos, calvinistas, mahometanos, incluso ateos. Y ese parecía ser el caso del señor Preys, pues no pertenecía a ningún culto, además, la Inquisición temía que su vida supuestamente disoluta, sin esposa, ni hijos, sin participar en los sacramentos, terminará afectando a algunos católicos tibios. Por eso decidieron echarle mano.

El proceso inquisitorial podía resultar muy lento para aquellos que se mantuvieran tercos o cerrados en sus posiciones. Después de las denuncias e investigaciones del caso, una junta, llamada de calificadores, analizaba los resultados y, si lo ameritaba, se citaba al reo. Si encontraban razones suficientes para continuar con el proceso y de acuerdo con la actitud que encontraran en el procesado, se le recluía en una cárcel, que normalmente era secreta, pero que en el caso de don Francisco, no fue así, porque su perro Hereje, gracias a su gran olfato, siempre supo donde estaba su amo y, como pudimos ver al inicio de nuestra narración, pasaba la mayor parte de su tiempo frente a aquel lugar. Tras ser recluido en la cárcel, normalmente al reo se le concedían tres audiencias. En la primera, se le preguntaba sobre su genealogía, ascendencia familiar, oficio, actividades, instrucción en los dogmas católicos y cosas por el estilo. En la segunda, se encomiaba al reo para que confesara voluntariamente sus prácticas o doctrinas heréticas; y en la tercera, los miembros del tribunal refutaban los errores con citas bíblicas y argumentos teológicos y se tomaba una decisión de acuerdo con la actitud del reo. Lo peor era que durante el proceso, que como dije antes, podía ser largo, los bienes se le confiscaban. Aquel día que llegaron los encargados por el tribunal para hacer el inventario de los bienes del señor Preys, se encontraron con una negra que vestía como una señora, un patio lleno de aves, dos de ellas muy extrañas por cierto, y un montón de libros en una de las habitaciones. Cuando abrieron los libros se encontraron con dibujos de aves y un montón de descripciones extrañas, brujería, dijo uno de los tipos y el otro que lo acompañaba pareció asentir, entonces empezaron a tomar cada uno de los mamotretos para llevárselos, en ese momento, entró Fantina como poseída por mil demonios y atacó a uno de los funcionarios, éste, como pudo, con mucha dificultad por cierto, se deshizo de la mulata y la golpeó muy fuerte, llamaron a unos guardias, se llevaron a la negra Fantina encadenada y los más de veinte libros de don Francisco para estudiarlos, si encontraban algo que delatara herejía o brujería, aquellos libros, serían quemados. 

12 de noviembre de 1679, año del Señor. La gente de Cartagena de Indias asiste a uno de los muchos autos de fe que ha realizado la inquisición en los últimos años. Caminan los reos en fila y encadenados, como si de un espectáculo se tratara, algunos con el sambenito puesto o con hábitos penitenciales de dos aspas; algunos han sido azotados o torturados de distintas maneras que es mejor no describir; otros han pasado varios años en la cárcel, como en el caso de don Francisco; algunos serán reconciliados y otros adjurados. En este auto en concreto ninguno fue entregado a la hoguera, es decir, ninguno fue relajado o condenado, que era lo mismo, pero en otros que se realizaron en años sucesivos, sí que ocurrió. Hereje, el perro del señor Preys, observa desde lejos a su amo caminar muy lentamente con la cabeza baja, en su cuerpo observa las consecuencias del paso inexorable del tiempo y de las malas condiciones en la hedionda cárcel de la inquisición, pues lo ve macilento, con una abundante barba, sin esa luz que reflejaba vida en sus ojos y terriblemente, si me permiten el adjetivo, triste. Durante todos estos años, Hereje, ha logrado sobrevivir en las calles de la ciudad, comiendo cualquier cosa y acompañando a su amo con suma fidelidad frente a la cárcel. Desde que el tribunal confiscó los bienes de don Francisco, el fiel canino no volvió por la casa de Santo Toribio y no había vuelto a ver a Fantina, la mujer que vivía con su amo y que lo había tratado con tanta humanidad.

Mientras don Francisco depositaba a Hereje en un pequeño ataúd que él mismo le había construido y le leía unas palabras de agradecimiento a aquel viejo perro que le había brindado tanta fidelidad y amor, mientras se secaba las lágrimas que se desprendían de sus ojos, recordaba todo lo ocurrido en aquellas audiencias que tuvo que soportar. Después de la primera, se dio cuenta que era absurdo pretender mantener su orgullo frente al tribunal, tenía que mostrarse arrepentido y buscar la manera que la sentencia fuera lo más benévola posible, para regresar, lo más rápido que pudiera, al lado de su negra, su can, sus aves, sus libros y su casa. Por eso, a partir de la segunda audiencia, su actitud cambió por completo. Manifestó que no era bautizado y que nunca había sido instruido en los dogmas católicos, pero que en lo profundo de su corazón deseaba con todas sus fuerzas hacer parte de la Iglesia, que se arrepentía de sus palabras frente al tribunal y lo que había dicho de la Santísima Virgen María, pero que tuvieran en cuenta que cuando lo dijo, estaba borracho, y que seguramente el Diablo lo había tentado a decir semejante herejía. Además, juraba ante la tumba de su padre, que él nunca le había hecho el amor a su esclava un viernes santo. Les pedía que lo ayudaran con la instrucción y que le dieran el honor de bautizarlo para demostrarles que podía llegar a ser un cristiano modelo. Algunos en el tribunal no acababan de convencerse de las palabras de don Francisco, sin embargo, otros empezaron a ver que realmente había cambiado ya que se le notaba más pío y más sumiso en todos los aspectos. 

Llegó finalmente el día en que el tribunal lo citó para dictarle sentencia. En general, todos habían creído en las palabras de don Francisco, y aceptaban su confesión y arrepentimiento. Por eso su sentencia fue: absuelto “ad cautelam” Este tipo de sentencia se dictaba cuando había sospecha o se sabía que el reo no pertenecía a la Iglesia Católica y sobre todo, con presos ingleses, irlandeses y escoceses que no habían tenido la ocasión de conocer y formarse en los dogmas católicos. Por eso, lo primero que se haría sería bautizarlo, luego él tendría que adjurar públicamente de sus errores en un auto de fe en la catedral. Pero, y esto dejó al señor Preys de una sola pieza, no se devolverían sus bienes, sino que pasarían a manos del santo Tribunal como compensación por los gastos en la cárcel, además, estaría un año en el Convento de San Diego recibiendo instrucción religiosa y lo peor de todo era que: “unos libros que hemos confiscado en su casa, señor Preys, serán quemados, pues nuestros especialistas, aunque no han encontrado indicios de brujería en ellos, sí consideran que no son los más apropiados para su nuevo estado, ya que lo pueden distraer de las cosas divinas.” Y mi esclava, qué pasará con ella, su excelencia, ella ya fue confiscada y vendida, con otros esclavos más, a un señor prestante de Santa Fe. 

Hereje cambió su residencia callejera de la cárcel, no tan secreta de la Inquisición, al convento de San Diego. Don Francisco no podía verlo, pero se enteró, por un monje, que lo comentó en el refectorio, que había un perro que hacía varias semanas se la pasaba echado frente a la puerta del convento y que no había querido moverse de ahí, no podía ser otro que su fiel amigo de cuatro patas, pensaba don Francisco. Mientras el señor Preys se instruía, día tras día, en aquel cúmulo de doctrinas que le importaban un pepino y rezaba un sin número de oraciones, muchas de ellas que ni siquiera entendía, porque estaban en latín, fue empezando a elaborar el plan que lo sacaría de aquel convento. De vez en cuando se aparecía por el mismo un guardia enviado por la inquisición para que los monjes le informaran sobre el señor Preys, él, por su parte, había seguido con su actuación pía y devota y hasta los monjes se habían creído el cuento que era un hombre nuevo, que había sido tocado por Dios. Sin embargo, solo era una distracción. Pero además, del guardia que iba esporádicamente, solo contaba con la presencia de los monjes. Así que después de dos meses de estar en el convento de San Diego de Cartagena de Indias, don Francisco llegó a la conclusión que era el momento de escapar, no podía soportar un solo día más en aquel lugar, además, necesitaba averiguar de alguna manera qué había ocurrido con Fantina, con su casa, sacar a Hereje de las calles e intentar corroborar si efectivamente la Inquisición había quemado sus libros.

La madrugada del 4 de enero de 1680, año del Señor, don Francisco Preys escapó del convento de San Diego; se encontró en la puerta con su perro, que se abalanzó hacia él y se dirigieron juntos a un lugar muy profundo de la sierra. Además de dibujar aves, don Francisco había escogido un lugar secreto para ir guardando, en un cofre, como todo un pirata de espíritu que era, dinero y otras cosas de valor que tenía, era consciente que si dejaba todo en su casa, alguna vez lo robarían y podría perder lo que con tanto esfuerzo había conseguido; así que durante varios meses se dedicó a llevar, acompañado de Hereje, aquel botín a lo profundo de la sierra, a un lugar que solo conocían su can y él. Cuando se escapó del convento sabía perfectamente que necesitaría dinero y por eso recurrió a su tesoro. Después de tomarlo se dirigió al barrio de Santo Toribio y, por ser muy de madrugaba, pudo entrar sin problema a su antigua casa, sin ser visto, el lugar aún estaba deshabitado, pero la Inquisición se había llevado todos sus muebles y enceres. Entró con cierto pesar a su biblioteca y la encontró vacía, sin muestras de los libros, las aves tampoco estaban. A la mañana siguiente, se alejó de la ciudad, fue a un pueblo cercano, se cortó la barba y cambió su aspecto lo más que pudo, para poder dirigirse a Cartagena de Indias con una cantidad grande de joyas para ver si podía lograr que don Antonio, el mercader de esclavos, le diera alguna información sobre el paradero de Fantina.

Hereje, muchos años después, a miles de kilómetros de Cartagena, mientras don Francisco le servía su comida, recordaría el terrible viaje que tuvieron que realizar con su amo, hasta la ciudad de Santa Fe, en busca de la mujer que él amaba y que ahora pertenecía a un arzobispo o algo así. De vez en cuando, el señor Preys, se preguntaba qué habría pasado con sus dodos, si habían pasado a ser parte de la comida de algún inquisidor o si de alguna manera habrían podido escapar y ahora eran una pequeña población, pues eran macho y hembra; se preguntaba, si finalmente, sus libros habrían sido quemados y todo aquel trabajo que él había realizado desde que había desembarcado en la Española, muchos años atrás, se había perdido para siempre. Esas preguntas nunca las logró responder, porque después de liberar a Fantina de las manos del obispo, con una fuerte suma de dinero por cierto, no volvió a la Heroica, que como les dije alguna vez, aún no era llamada así. Lo último que supo don Francisco de aquella ciudad, fue por medio de un comerciante, amigo suyo, que se encontró en un viaje que hizo a los antiguos territorios Aztecas, éste le contó, que don Antonio, el mercader de esclavos, había sido asesinado de una puñalada por un esclavo que había logrado escapar y al que nunca lograron capturar, definitivamente, señor Preys, Dios perdona siempre, los hombres algunas veces, pero la vida nunca. Hereje pasó los últimos años de su vida al lado de su amo, junto con Fantina y los hijos de éstos, ya no en Cartagena de Indias, sino en territorio Cherokee, lejos de la Inquisición, de su santo tribunal y de su terrible brazo.