miércoles, 7 de junio de 2017

LA INCONCLUSA DE SCHUBERT

A Luciana Sofía
Por: Mauricio Rincón Andrade


Mi nombre es Joseph Ritter von Spaun, nací en la hermosa ciudad de Linz hace mucho tiempo ya. No puedo quejarme, pues Dios me sonrío con la fortuna de tener una vida larga y feliz. Estudié derecho, ejercí cargos importantes para el imperio, dirigí la lotería estatal, me honraron con un título nobiliario, inmerecidamente por cierto, y hasta el gobierno de Viena me nombró ciudadano honorario del lugar. Sin embargo, al lado de todas estas cosas, hay algo más valioso para mí: el haber tenido a mi lado personas maravillosas que me brindaron su amor y su amistad. Cómo no agradecerle a la vida por mi esposa Franziska y por todos los amigos que tuve. Y es precisamente de uno de ellos del que quiero hablarles, pues no sólo me regaló su amistad, sino que me dejó algo que he guardado por mucho tiempo, algo que rubrica una vida completamente dedicada a la música, algo que lleva una de las formas musicales más hermosas y profundas, la sinfonía, a un nivel inimaginable. Aún hoy, no entiendo por qué quiso hacerlo de esa manera, pero los amigos no estamos para juzgar, sino para apoyar. 


Cuando el inexorable paso de los años se hace más patente en nuestro rostro y aquella expresión juvenil y llena de vida de ayer, da paso a una arrugada y senil de hoy, nuestro cerebro, aquel misterioso y majestuoso órgano, empieza a hacer inventario de aquellas vivencias del pasado y de aquellos acontecimientos que marcaron profundamente nuestra existencia. Entre las miles de experiencias que he ido organizando en mi cabeza en los últimos años, hay una específica de la cual quiero dejar constancia por escrito a las generaciones futuras, la quiero compartir con ustedes, ya no puedo guardar más silencio sobre este asunto y, de ningún modo, pretendo llevármelo a la tumba. Es verdad que he escrito mucho sobre mi amigo, pero, en ninguno de los textos anteriores comenté nada sobre lo que me dispongo a narrarles. Me perdonarán que me tome la licencia de contarles cosas que, seguramente ya saben, pero creo que serán necesarias volverlas a presentar para que entiendan bien lo que les voy a narrar. Seré muy sucinto, lo prometo.


Goethe, el gran poeta alemán, escribió de Mozart: “un fenómeno como Mozart queda para siempre como un milagro que no se puede explicar”. No tuve la fortuna de conocer personalmente al genio de Salzburgo, murió cuando yo tenía apenas tres años, pero Dios me permitió crecer al lado de otro milagro similar. Mi afirmación puede sonar muy pretenciosa y hasta irrespetuosa, ¡comparar a mi amigo con la genialidad de Mozart!, pero estoy seguro que la posteridad me terminará dando la razón. Sé que su música todavía no es tan popular ni tan interpretada o estudiada como la de otros genios, pero algún día será distinto. Él será considerado, lo sé, una de las cumbres del arte musical de este período de la historia y su música moverá lo más profundo de miles de almas, como lo hizo conmigo. Y sobre todo, eso comenzará a pasar cuando enseñe al mundo lo que me legó. Perdónenme de nuevo por querer adelantarme en la historia, pero lastimosamente esa es una de las características de la vejez, nos obliga a ir rápido con ciertas cosas, porque sabemos que el tiempo con el que contamos se va de nuestras manos como la arena de la playa que el mar arrastra a su profundidad tras una ola: en un segundo.


Ese milagro lo conocí alrededor del año 1808, en el Seminario Imperial y Real de la ciudad de Viena. En aquella época, en el seminario se hospedaban los estudiantes del Akademisches Gymnasium, alumnos de la Universidad de Viena, los jóvenes coristas de la capilla de la corte y hasta algunos instructores y profesores de esos centros de enseñanza. Por aquel tiempo, mi amigo hacía parte del coro de la capilla de la corte imperial, honor que se había ganado en un concurso que se había realizado unos meses antes, además, se encontraba estudiando en el Gymnasiun; yo, había venido desde Linz a estudiar derecho. Desde nuestro primer encuentro, nos volvimos buenos amigos y, hasta el día de su prematura muerte, no dejé de estar a su lado y de ayudarlo en todo lo que pude. Todavía recuerdo las palabras que me dijo en aquella oportunidad cuando tuve que regresar a Linz por unos meses: “tú eres mi favorito en todo el seminario; no tengo ningún otro amigo aquí”. Mi entrañable amigo, además de las clases que tomaba en el Gymnasiun, estaba estudiando música, y no con cualquiera, sino con el famoso Antonio Salieri, que era el maestro de la capilla de la corte imperial. El maestro italiano, desde un primer momento, notó el extraordinario talento de mi amigo para la música y, durante varios años, casi a diario, lo instruyó personalmente. Se puede decir que Salieri será su figura paterna artística, figura que luego sustituirá por otra de talla mayor: Beethoven. Pero, bueno, dejemos de divagar y vayamos al quid del asunto, a la extraordinaria música de mi amigo, que, desde niño, empezó a componer y que, si me preguntaran a mí, escribe su primera gran obra maestra el 19 de octubre de 1814, con apenas 17 años, obra que lleva como título… Mejor, para los que aún no lo saben, y antes de hablar de aquella obra, primero les digo el nombre de mi amigo, él se llamaba: Franz Peter Schubert.


Mi amigo Franz nació el 31 de enero de 1797 en Lichtenthal, un modesto suburbio no muy alejado de las murallas de la ciudad de Viena. Su familia fue muy numerosa: 14 hermanos. Pero solo llegaron a adultos cinco: Ignaz, Ferdinand, Karl, María Theresia y Franz Peter. Su padre, don Franz Theodor, fue un maestro de escuela y todos los hombres de la casa siguieron este camino, hasta mi amigo ejerció este oficio por un tiempo, con cierto disgusto de su parte por cierto, porque nunca se sintió cómodo en la educación, pues su gran pasión siempre fue otra: la música. Sus primeras lecciones de música, según me dijo un día en el Seminario, se las dio su padre y su hermano Ignaz. Porque además de la enseñanza, en la casa paterna también se cultivaba la música, inclusive tenían un cuarteto de cuerdas: su padre tocaba el violonchelo, su hermano Ferdinand el primer violín, Ignaz el segundo y Franz la viola. Después que don Theodor e Ignaz reconocieran que ya no tenían nada más que enseñarle de música a Franz, decidieron mandarlo con el organista de Lichtenthal: don Michael Holzer. Esto fue de gran ayuda para su formación musical, porque don Michael le permitió sustituirlo en el órgano en algunas celebraciones de la Iglesia y porque pudo tener el primer contacto con la música sacra de grandes compositores como Haydn o Mozart. 


Con el paso de los meses, además de tocar el órgano, entró a formar parte del coro de la misma Iglesia, porque mi querido amigo tenía una preciosa voz. Alrededor de 1808, fue cuando se anunció el concurso para cubrir tres vacantes de niños en la capilla de la corte imperial y en donde él fue uno de los elegidos. Por eso fue que terminó viviendo en el Seminario Imperial y Real de la ciudad y allí, como ya había dicho antes, nos conocimos. Fue además, en este lugar, donde Franz compondrá su primera obra extensa, fantasía en sol Mayor para piano a cuatro manos, entre el 8 de abril y el 1 de mayo de 1810, como él mismo escribió en la partitura. Pero perdónenme, queridos lectores, por no cumplir mi palabra, y elevar mis recuerdos hacia aspectos de su vida, que aunque importantes, para lo que deseo narrarles, no son cardinales, ni vienen al caso, pues lo que me interesa es hablarles de su música y específicamente de algo que él me legó. Así que mejor obviemos ciertas cosas y vayamos directamente al 19 de octubre de 1814.


Como había escrito en párrafos anteriores, la primera obra maestra que escribió Franz, según mi criterio y de otros más conocedores del tema que yo, fue un lied titulado: Margarita en la rueca. Para los lectores no alemanes, déjenme manifestarles que el lied es una canción para voz solista y piano basada en poemas alemanes. A lo largo de su corta vida mi amigo escribirá unos ¡seiscientos treinta lieder!, con letra de más de 100 poetas, sobre todo de Goethe y Schiller, incluso, compuso uno con un poema mío, ¡qué honor!; el día que me lo obsequió recuerdo que no lo podía creer y hoy, mientras escribo estas letras, tengo a mi lado, en mi escritorio, la partitura y la dedicatoria de mi querido amigo. Franz llevó el lied, que era considerado por muchos como un género musical menor, a un nivel de madurez inimaginable. Cuando tuve la oportunidad de escuchar por primera vez, Margarita en la rueca, unas lágrimas se dibujaron en mi rostro y estoy seguro que aquella música llegó a lo más profundo del alma de los pocos asistentes que tuvimos la fortuna de estar allí. Él tomó para esta obra un poema de Goethe que si me permiten, amables y pacientes lectores, lo voy a transcribir:


Desapareció mi sosiego
y me pesa el corazón,
nunca conseguiré
hallar la paz.


Soy como una muerta
si él no está junto a mí.
El mundo entero
carece de atractivo.


Enajenada tengo
mi pobre cabeza,
y todos mis sentidos
deliran incoherentes.


Si miro por la ventana,
sólo a él mis ojos buscan.
Únicamente por encontrarlo
salgo fuera de casa.


Su caminar altivo,
su noble figura,
la sonrisa de su boca
y el fuego de su mirada.


El fluir encantador
de sus palabras,
la caricia de sus manos,
¡Oh! ¡Y sus besos ardientes!


Mi pecho hacia él se enarca
en poderoso impulso.
¡Si pudiera cogerlo,
retenerlo junto a mí,


y besarlo,
hasta saciar mis ansias,
hasta quedarme muerta
bajo sus labios!


Pero dejemos esta obra maestra a un lado y vayamos a la razón por la cual he decidido escribir esta carta, elevémonos nuestro vuelo, como solo lo hacen las aves, y vayamos a 1822, cuando Franz empezará a poner por escrito algo que le había estado dando vueltas en su cabeza en los últimos meses: un tema para otra de sus sinfonías. Para esta época ya había escrito siete sinfonías y estaba entusiasmado con la nueva composición. A pesar de ciertos problemas de salud y otros de índole económico, por los que estaba pasando, no había dejado de componer sin descanso, por aquel año de 1822, ya había compuesto algo más de setecientas obras de distintos géneros y aunque no era tan conocido como otros compositores, ya se hablaba de él con cierta admiración en ciertos salones y sectores influyentes de la ciudad. En este año en concreto ocurrieron varias cosas en su vida. En primer lugar, terminó la composición de una Missa Solemnis, en la cual llevaba trabajando desde hacía varios años; en segundo lugar, había empezado a publicar varias de sus obras, especialmente lieder, por un sistema de suscripción, que le había permitido llegar a una cantidad nada deleznable de público y ganar cierto dinero; en tercer lugar, uno de nuestros amigos en común, Johann Michael Vogl, un excelente barítono y quien había estrenado un año atrás, con gran éxito, el famoso lied Der Erlkönig, de Franz, con letra de un poema de Goethe, siguió presentando en público más lieder y esto ayudó a consolidar la opinión general que Franz era uno de los más grandes maestros del género; en cuarto lugar, le dedicó a Beethoven, las variaciones a cuatro manos, una obra que no estoy seguro que llegará a ojear el genial maestro de Bonn. Muchos han escrito o manifestado que Beethoven y Franz se conocieron y hasta que hubo cierta amistad, pero eso no es verdad, y esto será algo de lo cual tendré que hablar más adelante porque no deseo desviarme aquí en una urdimbre de temas. En quinto lugar, y esto es lo más importante para esta narración, y ya lo había mencionado líneas atrás, Franz, entre las muchas obras que compondrá en este año, se embarcó en una nueva sinfonía, una de tal belleza y misterio que es increíble que aún esté guardada sin ver la luz del día, además, lo más increíble aún, es que haya decidido dividirla cómo lo hizo; pero antes de continuar con la historia de esta obra, hay un sexto elemento que quiero mencionar, porque solo un mes después de que Franz empezara con la composición de la sinfonía, le diagnosticaron una terrible enfermedad, una enfermedad que finalmente lo llevará a la tumba y cuyo tratamiento tuvo que soportar estoicamente durante mucho tiempo, esta enfermedad, lastimosamente, marcara sus últimos años. A Franz le diagnosticaron, sífilis.


El 29 de marzo de 1827 fue enterrado Ludwig van Beethoven, y como se acostumbraba en Viena, en aquellos tiempos, con muertos importantes, su entierro fue multitudinario. Entre los 36 caballeros escogidos para rodear el ataúd de Beethoven con antorchas, estuvo Franz. Recuerdo que en un momento del recorrido hacia el cementerio, divisé el rostro de mi amigo y a pesar de su juventud lo vi mustio y acabado, la enfermedad definitivamente lo había dejado en un estado deplorable. Pero a pesar de su aspecto, nunca se me pasó por la cabeza imaginar, que solo un año más tarde, estaríamos enterrando a Franz. La admiración de mi amigo por Beethoven fue enorme. A él le resultaba increíble pensar que uno de los músicos más grandes de la historia, estuviera completamente sordo. Toda Viena hablaba de aquel hombre huraño y solitario nacido en Bonn y que progresivamente había perdido el oído. Muchos se reían de él al verlo en la calle, vestido de forma descuidada y hablando solo. Pero no faltaban los que sentíamos compasión por Beethoven, a mí personalmente siempre me causó cierto pesar verlo escribir todo lo que quería comunicar. Pero independientemente del concepto que tuviéramos del hombre, todos coincidíamos en que Beethoven era un genio, y además, que muchas de sus mejores obras las había compuesto cuando no oía absolutamente nada. Sólo un genio podía hacer algo así. 


Franz, a pesar de la profunda admiración y respeto que sentía hacia Beethoven, nunca habló con él, su timidez se lo impidió. Lo intentó varias veces, pero finalmente no logró conocerlo personalmente. A él le tranquilizaba pensar que Beethoven sabía de su existencia y conocía algunas de sus obras, inclusive, uno de los cercanos del Sordo Genial, nos contó un día que Beethoven, al ojear uno de los lieder de Franz, había manifestado: “verdaderamente en este Schubert hay una chispa divina.” Recuerdo que una vez hablando sobre el gran maestro nacido en Bonn, me dijo Franz: “Él lo sabe todo, pero nosotros no podemos comprenderlo aún; correrá mucha agua por el Danubio antes de que todo lo que Beethoven ha creado sea entendido por todos.” Unos años después de la muerte de Franz, Anselm Hüttenbrenner, otro amigo en común, escribió que supuestamente tanto Franz como él, visitaron a Beethoven unas semanas antes de su muerte y que los dos geniales músicos habían hablado en privado. Pero puedo decir con toda seguridad que esto no es verdad, esto seguramente lo escribió Anselm para tratar de crear una fama aún mayor en torno a la figura de nuestro amigo. Pues el mismo Franz me dijo, unos meses antes de su muerte, cuando su enfermedad se había recrudecido, que lamentaba no haber podido conocer de una manera personal a Beethoven. En muchas de nuestras schubertiadas, que eran deliciosas veladas de amigos en torno a la música de Franz y de otros compositores del momento, nunca faltaron obras de piano de Beethoven que nuestro amigo tocaba con maestría. Después de la muerte de Franz, seguimos reuniéndonos periódicamente en las schubertiadas para recordar su memoria e interpretar su música.


Dentro de la gran cantidad de piezas compuesta por Beethoven siempre hubo un grupo por el cual, tanto Franz, como yo, sentíamos una especial dilección: sus sinfonías. El gran Haydn había compuesto más de cien, Mozart un poco más de cuarenta y Beethoven “apenas” nueve. Pero cada una tan distinta y monumental que con “solo” nueve sinfonías, había transformado de una manera inigualable todo lo que se había hecho hasta ese momento en aquella forma musical. Recuerdo, como si fuera ayer, aquel año de 1824, cuando se estrenó en Viena la Novena Sinfonía de Beethoven, con Franz fuimos al estreno. Cada uno de los movimientos de la sinfonía resultaba más majestuoso que el anterior y aquel colofón, con la inclusión de un coro en el último movimiento, algo que nunca se había hecho hasta ese día, marcó una de las obras cumbres del género y le dio, una inmortalidad aún mayor, a un hombre llamado Ludwig van Beethoven. Franz salió del concierto transformado, renovado como músico y con un deseo profundo de terminar algo que había iniciado en 1822 y con esto llego, ¡por fin!, dirán algunos amables lectores y con toda razón, al meollo de mi relato, pues Franz se dio cuenta que ya era hora de terminar una de sus obras. 


Cuando mi querido amigo fue nombrado miembro honorífico de la Sociedad Musical de Graz, decidió escribir una obra como signo de agradecimiento, bueno, en realidad ya llevaba un tiempo escribiéndola y estaba tan feliz con lo que había hecho hasta ahora, que había decidido terminarla y enviarla como gratitud por su nombramiento. Aquella obra era su octava sinfonía en si menor. Franz había empezado a trabajar en ella a principios de año, pero lastimosamente, por aquella época, le diagnosticaron sífilis y esto sumió a Franz en un estado de depresión. Además, el tratamiento resultaba muy doloroso y molesto, incluso se le empezó a caer el cabello. Así que durante gran parte del año 1822, su única preocupación y la de nosotros, sus amigos, fue su salud. A principios del siguiente año, nuestro querido amigo, le entregó la partitura de su sinfonía a Anselm Hüttenbrenner, para que finalmente la hiciera llegar a la Sociedad Musical de Graz, sin embargo, esto nunca ocurrió. Anselm embolató la partitura y debido a la enfermedad de Franz y otras cosas que pasaron por aquella época, no cumplió el encargo, sino que guardó aquellos papeles y aún hoy, más de treinta años después de la muerte de Franz, continúan guardados. 


Un día, después de una schubertiada, de las muchas que hicimos en mi casa de Viena, Anselm, me llamó aparte para contarme algo. Estaba muy misterioso, nunca lo había visto así. Joseph, me dijo, tengo que contarte algo, algo que he guardado durante mucho tiempo. Después de la muerte de Franz, empezó diciendo, decidí cumplir su voluntad de enviar la partitura de su octava sinfonía a la Sociedad Musical de Graz, pero no pude hacerlo, porque me encontré con un problema, ¿de qué problema hablas, Anselm?, estaba inconclusa, Joseph, ¿qué?, la sinfonía de Franz sólo tenía dos movimientos y algunos compases del tercero. Para los lectores que no lo sepan, una sinfonía está compuesta normalmente por cuatro movimientos, es decir, que Anselm, solo tenía en su poder la mitad de la obra. Al encontrarme con eso, siguió diciéndome, me preocupé mucho, porque no estaba seguro si Franz me había entregado la partitura completa o solo la mitad de la misma, en realidad nunca me había dado por revisar aquellos papeles, además, tú sabes Joseph, que Franz acostumbraba a dejar muchas obras inconclusas y luego nunca las terminaba. En eso tenía razón Anselm, pues nuestro amigo dejó unas 120 obras sin terminar. Dentro de los papeles que te dejó a ti, nunca te has topado con su sinfonía en si menor, mira que hace poco me dijo Ferdinand, el hermano de Franz, que el gran compositor Schumann había estado en su casa averiguándole por la novena sinfonía de su hermano y que él efectivamente la había encontrado, pero nunca había visto una sola nota de la octava. Joseph, estoy preocupado, no quiero pensar que perdí para siempre una de las obras de Franz, no te preocupes Anselm, seguramente no revisaste bien, no me cabe en la cabeza pensar que Franz te haya entregado solo la mitad de la obra para la Sociedad Musical de Graz, no, Joseph, te equivocas, ya revisé más de diez veces todos los documentos que me dejó él y revolqué toda la casa y no encontré nada más.


Después de que se marchó Anselm, me dirigí a mi biblioteca a pensar un poco. En 1822, Franz empezó la composición de su octava sinfonía y yo pensaba que la había concluido, pero estaba la posibilidad de que no hubiera sido así. Mientras pensaba en eso, me vino una especie de revelación: ¡la Novena Sinfonía de Beethoven! Recordaba que después del estreno, Franz había salido como poseído por el diablo a escribir algo que se le había ocurrido en el concierto, es un gran tema Joseph, recordaba que me había dicho, ¿a qué te refieres Franz?, tengo que terminar algo que dejé inconcluso hace algunos años, después te cuento querido amigo. Era posible, ¿por qué no?, que Franz estuviera hablando de la octava sinfonía, que muy seguramente para 1824, a diferencia de lo que yo pensaba, aún no la había terminado. En ese momento, una revelación aún mayor que la anterior iluminó mi cabeza y viajé a aquel año de 1828, a finales de octubre, unas semanas antes de la muerte de Franz, cuando él me había dicho, en medio de la fiebre y de terribles dolores, que tenía que unirme con Anselm para completar su obra. En ese momento no lo comprendí, pero esa tarde en la biblioteca entendí el significado de aquella enigmática frase, que yo inicialmente había visto como una frase sin sentido emanada de un nombre que se acercaba a su muerte. ¡Es increíble que no me haya dado cuenta antes!, pensé, en realidad, con tantas obligaciones, en tantos frentes, había olvidado por completo los documentos que me había dejado Franz y nunca los había revisado detenidamente. ¡Por Dios!, yo tenía en mi poder los dos movimientos restantes de la octava sinfonía de Franz y ni siquiera me había dado cuenta.


A principios de marzo de 1828 un grupo de amigos decidimos organizar un concierto público con obras de Franz. Algunas de sus composiciones habían sido estrenadas frente a un público muy reducido o en conciertos con obras de varios músicos o, y esto era lo más triste, nunca habían sido interpretadas ni siquiera una sola vez. Por eso nosotros reunimos un pequeño capital, alquilamos un gran salón en Viena, contratamos unos músicos y le comunicamos a Franz que queríamos que él tuviera un concierto dedicado exclusivamente a su música. La idea le agradó mucho y no dejaba de decirnos que su mayor tesoro y apoyo durante toda su vida, además de su música, habían sido sus amigos. Él se encargó de organizar el programa y nosotros de imprimir las entradas, que se vendieron relativamente rápido. La fecha escogida fue el 26 de marzo de 1828. Era un miércoles, lo recuerdo bien. Escogimos esa fecha porque coincidía con el primer aniversario de la muerte de Beethoven y nuestro amigo quería darle una especie de tributo al genio que tanto admiraba. El concierto fue un éxito y Franz estuvo muy contento, no recordaba haberlo visto tan feliz en los últimos años. Sin embargo, Viena olvidó muy pronto el concierto, pues el 29 de marzo se presentó en la ciudad el famoso violinista y compositor italiano, Niccolo Paganini, de quien se decía que tenía pacto con el diablo por el virtuosismo con que tocaba el violín. El éxito de la presentación de Paganini fue tal, que se hicieron otros trece conciertos. 


A los pocos meses del concierto, Franz decidió estudiar contrapunto con el teórico Simon Sechter, motivado por la influencia, que por aquella época, estaba teniendo en él la música de Georg Friedrich Haendel, que estaba estudiando juiciosamente. Sólo asistió a una clase, pues la reaparición de la sífilis y posiblemente una fiebre tifoidea que adquirió, lo obligó a abandonar todo en lo que estaba trabajando e irse a vivir a la casa de su hermano Ferdinand, para que lo cuidara. Lo último que compondrá será precisamente un ejercicio de contrapunto que le había dejado Sechter. El 19 de noviembre de 1828, después de una dolorosa agonía, murió Franz, con tan sólo 31 años de edad. Lo enterramos al lado de su amado Beethoven. Cada vez que recuerdo los últimos momentos de mi querido amigo, no logró evitar que unas lágrimas se me escapen de los ojos.


Pero volvamos a su octava sinfonía en si menor. Los seres humanos tenemos la mala costumbre de acumular papeles en nuestros escritorios y gavetas con el firme propósito de nunca organizarlos o con la firme resolución de no votarlos. Y eso era precisamente lo que pensaba mientras buscaba desesperadamente los documentos que me había dejado Franz. A lo largo de tantos años, al servicio del imperio y de otras obligaciones que había adquirido, me había rodeado de tal cantidad de documentos, que después de tres días prácticamente sin salir, llegué a la conclusión que nunca encontraría lo que buscaba si no pedía ayuda. Así que decidí contratar dos jóvenes para que me colaboraran con la búsqueda, solo les di una indicación: buscar hojas con pentagramas. Gracias a eso, el trabajo adquirió más celeridad, pero los resultados fueron los mismos que los días pasados: no encontramos nada, exceptuando unas páginas que yo había escrito hacía muchos años cuando me había dado por seguir el ejemplo de Franz de componer, pero con resultados completamente opuesto a su genio. Lo revisamos todo dos veces, para llegar al mismo punto: ni una sola página de los documentos de mi amigo. ¡Cómo había sido de descuidado! Si en mi casa de Viena no tenía nada, el único lugar en donde guardaba documentos importantes era en mi casa de Linz, así que sin pensarlo mucho, al día siguiente viajé a mi ciudad natal.


Ya han pasado muchos años de aquel viaje que realicé de Viena a Linz con el único objetivo de encontrar los documentos que Franz me dejó y, específicamente, los dos movimientos restantes de su octava sinfonía, y aún hoy, no puedo creer que las cosas hayan terminado como finalmente terminaron. Ustedes han sido muy pacientes conmigo, queridos lectores, y se los agradezco, espero que me perdonen porque a lo largo del relato sé que me he perdido en detalles de la vida de mi amigo, que aunque pertinentes en muchos casos, estaban a lugar, de la intención fundamental, pero sabrán perdonar a un viejo que ya ve próxima su muerte. Así que sin más prolegómenos, terminemos el relato. Fueron cinco días, ¡cinco!, buscando, con la ayuda de algunos empleados, las partituras. Cada día me levantaba con la esperanza que ese día las encontraría; y cada noche me dormía pensando que había perdido esos papeles. Cuando la esperanza se estaba marchando de mi alma y casi por pura casualidad, en una habitación que ya habíamos revisado, encontré lo que estaba buscando. Digo por pura casualidad, porque cuando me disponía a buscar en otro lugar, uno de los perros de la propiedad, Conde, le dio por entrar a aquella habitación y buscar un sitio para echarse a dormir un rato. Cuando lo alcé para sacarlo al jardín, vi aquella pequeña caja.


Es increíble cómo se nos olvidan ciertas cosas y eso fue lo que ocurrió con aquella caja. En uno de mis viajes a Roma, deambulando por los mercados, me topé con un excelente carpintero que estaba ofreciendo sus productos, aquella caja me llamó poderosamente la atención por los detalles y los perfectos acabados, recuerdo que cuando la vi, lo primero que pasó por mi cabeza fue pensar que aquel hermoso objeto estaba destinado a guardar algo importante y en ese mismo lugar, llegué a la conclusión que los papeles que Franz me había dejado, era lo más importante que yo poseía para guardar. Así que por esa razón la había comprado. ¡Cómo es de mañosa la memoria, definitivamente! Al verla ahí, casi frente a mis narices lo recordé todo. Le pedí a mis empleados que me dejaran solo y que se llevaran a Conde, que por cierto se había ganado un jugoso bistec, y casi con la alegría que se sentirá hallar un cofre pirata enterrado, me senté frente a la caja y la abrí muy lentamente. Arriba de todo tenía una hoja con mi caligrafía que decía: Documentos de Franz Peter Schubert (1797-1828). Lloré, lo reconozco, -soy un gran llorón como se habrán podido dar cuenta-, al tener frente a mí, aquel legado de mi querido amigo. Muy lentamente, fui sacando uno a uno los papeles de Franz y casi al final de todo, estaba lo que buscaba. No lo podía creer, tenía frente a mis ojos, el tercero y el cuarto movimientos de la octava sinfonía de Franz Schubert en si menor. No recuerdo un día tan feliz como aquel.


Franziska, mi esposa, llegó a los pocos días, pues se encontraba en Viena y me encontró con el cabello hirsuto, barba de varios días y pegado a aquella caja, examinando y clasificando cada uno de los documentos. En su mayoría eran partituras, pero también había algunas cartas y uno que otro poema. ¿Qué te ocurre, Joseph, te sientes mal? Se lo conté todo y ella se alegró por mí y por la memoria de Franz. Además, me contó que en Viena se había topado con el famoso compositor Robert Schumann que estaba finiquitando todo lo relacionado con el estreno de la novena sinfonía de Franz, que algunos ya llamaban La Grande, con Ferdinand Schubert, deberías aprovechar, me dijo Franziska, y hablar con ellos para que estrenen conjuntamente ambas obras. Me pareció una gran idea, pero no pude viajar inmediatamente por ciertos problemas que se me presentaron con unas tierras y por eso decidí quedarme en Linz un tiempo hasta que solucionara las cosas. Pero sí escribí dos cartas: una para Anselm y otra para Ferdinand. En la primera le informaba a mi amigo que yo tenía en mi poder los dos movimientos restantes de la octava de Franz; y en la segunda, le pedía a Ferdinand que hiciera contacto con Schumann para que supiera que teníamos en nuestro poder la sinfonía en si menor y que queríamos que se estrenara al tiempo con la novena. Pero lastimosamente cometí un gran error, el peor error de mi vida, aún hoy no logró entender por qué lo hice así, pues junto con la carta de Anselm, envíe la partitura con los dos movimientos. Yo que durante toda mi vida había sido un funcionario precavido, cómo no hice al menos una copia, realmente no lo entiendo. Mi empleado de más confianza de Linz fue el encargado de llevar el paquete. Las cartas y la partitura nunca llegaron a su destino.


Ayer estuvo Anselm visitándome para contarme que el director de orquesta Johann von Herbeck, estaba interesado en estrenar la octava sinfonía de Franz con los dos movimientos que se tenían, incluso me contó que Herbeck le había dicho, después de analizar con detenimiento la partitura, que pensaba que seguramente Franz, después de haber terminado de componer aquellos dos movimientos, se había dado cuenta que era una obra total, y seguramente no había visto la necesidad de escribir más movimientos, componiendo una especie de sinfonía en dos tiempos. Anselm me dijo que eso lo tranquilizó y pudo descansar del peso de pensar que había perdido para siempre una parte de la obra de nuestro amigo. Lo tranquilizaba a él, pero a mí no, pues yo conocía la verdad y no tuve el denuedo de decírsela.


Vincent, mi empleado de confianza, el encargado de llevar la correspondencia a Viena, no pudo cumplir con mi encargo, pues cuando ya estaba cerca de la ciudad, unos bandidos lo asaltaron, dejándolo medio muerto, llevándose el caballo y los sobres, pensando seguramente que contenían dinero. Fue inútil ofrecer una jugosa recompensa a quien supiera algo de la partitura robada, no faltaron bribones que llegaron con papeles falsos, pretendiendo que tenían la obra de Franz, la cruda realidad es que los dos movimientos restantes de la sinfonía nunca aparecieron. Muero con el dolor de pensar que perdí aquella obra monumental y con resquicios de esperanza de que en algún lugar, un ser sensible, de esos que quedan pocos, haya encontrado la partitura y algún día la dé a conocer; muero con el dolor de ver, que aquella obra de mi amigo, empieza a ser conocida como la Inconclusa de Schubert, cuando yo tuve en mis manos el resto de la sinfonía, pero para bien o para mal, así es la vida, y por más que nos fastidie, hay cosas que no se pueden cambiar… 


 Joseph Ritter von Spaun, 1 de noviembre de 1865