A Luciana Sofía
Por: Mauricio Rincón Andrade
Cuando
el inexorable paso de los años se hace más patente en nuestro rostro y aquella
expresión juvenil y llena de vida de ayer, da paso a una arrugada y senil de
hoy, nuestro cerebro, aquel misterioso y majestuoso órgano, empieza a hacer
inventario de aquellas vivencias del pasado y de aquellos acontecimientos que
marcaron profundamente nuestra existencia. Entre las miles de experiencias que
he ido organizando en mi cabeza en los últimos años, hay una específica de la
cual quiero dejar constancia por escrito a las generaciones futuras, la quiero
compartir con ustedes, ya no puedo guardar más silencio sobre este asunto y, de
ningún modo, pretendo llevármelo a la tumba. Es verdad que he escrito mucho
sobre mi amigo, pero, en ninguno de los textos anteriores comenté nada sobre lo
que me dispongo a narrarles. Me perdonarán que me tome la licencia de contarles
cosas que, seguramente ya saben, pero creo que serán necesarias volverlas a
presentar para que entiendan bien lo que les voy a narrar. Seré muy sucinto, lo
prometo.
Goethe,
el gran poeta alemán, escribió de Mozart: “un fenómeno como Mozart queda para
siempre como un milagro que no se puede explicar”. No tuve la fortuna de
conocer personalmente al genio de Salzburgo, murió cuando yo tenía apenas tres
años, pero Dios me permitió crecer al lado de otro milagro similar. Mi
afirmación puede sonar muy pretenciosa y hasta irrespetuosa, ¡comparar a mi
amigo con la genialidad de Mozart!, pero estoy seguro que la posteridad me
terminará dando la razón. Sé que su música todavía no es tan popular ni tan
interpretada o estudiada como la de otros genios, pero algún día será distinto.
Él será considerado, lo sé, una de las cumbres del arte musical de este período
de la historia y su música moverá lo más profundo de miles de almas, como lo
hizo conmigo. Y sobre todo, eso comenzará a pasar cuando enseñe al mundo lo que
me legó. Perdónenme de nuevo por querer adelantarme en la historia, pero
lastimosamente esa es una de las características de la vejez, nos obliga a ir
rápido con ciertas cosas, porque sabemos que el tiempo con el que contamos se
va de nuestras manos como la arena de la playa que el mar arrastra a su
profundidad tras una ola: en un segundo.
Ese
milagro lo conocí alrededor del año 1808, en el Seminario Imperial y Real de la
ciudad de Viena. En aquella época, en el seminario se hospedaban los
estudiantes del Akademisches Gymnasium, alumnos de la Universidad de Viena, los
jóvenes coristas de la capilla de la corte y hasta algunos instructores y profesores
de esos centros de enseñanza. Por aquel tiempo, mi amigo hacía parte del coro
de la capilla de la corte imperial, honor que se había ganado en un concurso
que se había realizado unos meses antes, además, se encontraba estudiando en el
Gymnasiun; yo, había venido desde Linz a estudiar derecho. Desde nuestro primer
encuentro, nos volvimos buenos amigos y, hasta el día de su prematura muerte,
no dejé de estar a su lado y de ayudarlo en todo lo que pude. Todavía recuerdo
las palabras que me dijo en aquella oportunidad cuando tuve que regresar a Linz
por unos meses: “tú eres mi favorito en todo el seminario; no tengo ningún otro
amigo aquí”. Mi entrañable amigo, además de las clases que tomaba en el
Gymnasiun, estaba estudiando música, y no con cualquiera, sino con el famoso
Antonio Salieri, que era el maestro de la capilla de la corte imperial. El
maestro italiano, desde un primer momento, notó el extraordinario talento de mi
amigo para la música y, durante varios años, casi a diario, lo instruyó personalmente.
Se puede decir que Salieri será su figura paterna artística, figura que luego
sustituirá por otra de talla mayor: Beethoven. Pero, bueno, dejemos de divagar
y vayamos al quid del asunto, a la extraordinaria música de mi amigo, que,
desde niño, empezó a componer y que, si me preguntaran a mí, escribe su primera
gran obra maestra el 19 de octubre de 1814, con apenas 17 años, obra que lleva
como título… Mejor, para los que aún no lo saben, y antes de hablar de aquella
obra, primero les digo el nombre de mi amigo, él se llamaba: Franz Peter
Schubert.
Mi
amigo Franz nació el 31 de enero de 1797 en Lichtenthal, un modesto suburbio no
muy alejado de las murallas de la ciudad de Viena. Su familia fue muy numerosa:
14 hermanos. Pero solo llegaron a adultos cinco: Ignaz, Ferdinand, Karl, María
Theresia y Franz Peter. Su padre, don Franz Theodor, fue un maestro de escuela
y todos los hombres de la casa siguieron este camino, hasta mi amigo ejerció
este oficio por un tiempo, con cierto disgusto de su parte por cierto, porque
nunca se sintió cómodo en la educación, pues su gran pasión siempre fue otra:
la música. Sus primeras lecciones de música, según me dijo un día en el
Seminario, se las dio su padre y su hermano Ignaz. Porque además de la
enseñanza, en la casa paterna también se cultivaba la música, inclusive tenían
un cuarteto de cuerdas: su padre tocaba el violonchelo, su hermano Ferdinand el
primer violín, Ignaz el segundo y Franz la viola. Después que don Theodor e
Ignaz reconocieran que ya no tenían nada más que enseñarle de música a Franz,
decidieron mandarlo con el organista de Lichtenthal: don Michael Holzer. Esto
fue de gran ayuda para su formación musical, porque don Michael le permitió
sustituirlo en el órgano en algunas celebraciones de la Iglesia y porque pudo
tener el primer contacto con la música sacra de grandes compositores como Haydn
o Mozart.
Con
el paso de los meses, además de tocar el órgano, entró a formar parte del coro
de la misma Iglesia, porque mi querido amigo tenía una preciosa voz. Alrededor
de 1808, fue cuando se anunció el concurso para cubrir tres vacantes de niños
en la capilla de la corte imperial y en donde él fue uno de los elegidos. Por
eso fue que terminó viviendo en el Seminario Imperial y Real de la ciudad y
allí, como ya había dicho antes, nos conocimos. Fue además, en este lugar,
donde Franz compondrá su primera obra extensa, fantasía en sol Mayor para piano
a cuatro manos, entre el 8 de abril y el 1 de mayo de 1810, como él mismo
escribió en la partitura. Pero perdónenme, queridos lectores, por no cumplir mi
palabra, y elevar mis recuerdos hacia aspectos de su vida, que aunque
importantes, para lo que deseo narrarles, no son cardinales, ni vienen al caso,
pues lo que me interesa es hablarles de su música y específicamente de algo que
él me legó. Así que mejor obviemos ciertas cosas y vayamos directamente al 19
de octubre de 1814.
Como
había escrito en párrafos anteriores, la primera obra maestra que escribió
Franz, según mi criterio y de otros más conocedores del tema que yo, fue un
lied titulado: Margarita en la rueca. Para los lectores no alemanes, déjenme
manifestarles que el lied es una canción para voz solista y piano basada en
poemas alemanes. A lo largo de su corta vida mi amigo escribirá unos
¡seiscientos treinta lieder!, con letra de más de 100 poetas, sobre todo de
Goethe y Schiller, incluso, compuso uno con un poema mío, ¡qué honor!; el día
que me lo obsequió recuerdo que no lo podía creer y hoy, mientras escribo estas
letras, tengo a mi lado, en mi escritorio, la partitura y la dedicatoria de mi
querido amigo. Franz llevó el lied, que era considerado por muchos como un
género musical menor, a un nivel de madurez inimaginable. Cuando tuve la
oportunidad de escuchar por primera vez, Margarita en la rueca, unas lágrimas
se dibujaron en mi rostro y estoy seguro que aquella música llegó a lo más
profundo del alma de los pocos asistentes que tuvimos la fortuna de estar allí.
Él tomó para esta obra un poema de Goethe que si me permiten, amables y
pacientes lectores, lo voy a transcribir:
Desapareció mi sosiego
y me pesa el corazón,
nunca conseguiré
hallar la paz.
y me pesa el corazón,
nunca conseguiré
hallar la paz.
Soy como una muerta
si él no está junto a mí.
El mundo entero
carece de atractivo.
si él no está junto a mí.
El mundo entero
carece de atractivo.
Enajenada tengo
mi pobre cabeza,
y todos mis sentidos
deliran incoherentes.
mi pobre cabeza,
y todos mis sentidos
deliran incoherentes.
Si miro por la ventana,
sólo a él mis ojos buscan.
Únicamente por encontrarlo
salgo fuera de casa.
sólo a él mis ojos buscan.
Únicamente por encontrarlo
salgo fuera de casa.
Su caminar altivo,
su noble figura,
la sonrisa de su boca
y el fuego de su mirada.
su noble figura,
la sonrisa de su boca
y el fuego de su mirada.
El fluir encantador
de sus palabras,
la caricia de sus manos,
¡Oh! ¡Y sus besos ardientes!
de sus palabras,
la caricia de sus manos,
¡Oh! ¡Y sus besos ardientes!
Mi pecho hacia él se enarca
en poderoso impulso.
¡Si pudiera cogerlo,
retenerlo junto a mí,
en poderoso impulso.
¡Si pudiera cogerlo,
retenerlo junto a mí,
y besarlo,
hasta saciar mis ansias,
hasta quedarme muerta
bajo sus labios!
hasta saciar mis ansias,
hasta quedarme muerta
bajo sus labios!
Pero
dejemos esta obra maestra a un lado y vayamos a la razón por la cual he
decidido escribir esta carta, elevémonos nuestro vuelo, como solo lo hacen las
aves, y vayamos a 1822, cuando Franz empezará a poner por escrito algo que le
había estado dando vueltas en su cabeza en los últimos meses: un tema para otra
de sus sinfonías. Para esta época ya había escrito siete sinfonías y estaba
entusiasmado con la nueva composición. A pesar de ciertos problemas de salud y
otros de índole económico, por los que estaba pasando, no había dejado de
componer sin descanso, por aquel año de 1822, ya había compuesto algo más de
setecientas obras de distintos géneros y aunque no era tan conocido como otros
compositores, ya se hablaba de él con cierta admiración en ciertos salones y
sectores influyentes de la ciudad. En este año en concreto ocurrieron varias
cosas en su vida. En primer lugar, terminó la composición de una Missa
Solemnis, en la cual llevaba trabajando desde hacía varios años; en segundo
lugar, había empezado a publicar varias de sus obras, especialmente lieder, por
un sistema de suscripción, que le había permitido llegar a una cantidad nada
deleznable de público y ganar cierto dinero; en tercer lugar, uno de nuestros
amigos en común, Johann Michael Vogl, un excelente barítono y quien había
estrenado un año atrás, con gran éxito, el famoso lied Der Erlkönig, de Franz,
con letra de un poema de Goethe, siguió presentando en público más lieder y
esto ayudó a consolidar la opinión general que Franz era uno de los más grandes
maestros del género; en cuarto lugar, le dedicó a Beethoven, las variaciones a
cuatro manos, una obra que no estoy seguro que llegará a ojear el genial
maestro de Bonn. Muchos han escrito o manifestado que Beethoven y Franz se
conocieron y hasta que hubo cierta amistad, pero eso no es verdad, y esto será
algo de lo cual tendré que hablar más adelante porque no deseo desviarme aquí
en una urdimbre de temas. En quinto lugar, y esto es lo más importante para
esta narración, y ya lo había mencionado líneas atrás, Franz, entre las muchas
obras que compondrá en este año, se embarcó en una nueva sinfonía, una de tal
belleza y misterio que es increíble que aún esté guardada sin ver la luz del
día, además, lo más increíble aún, es que haya decidido dividirla cómo lo hizo;
pero antes de continuar con la historia de esta obra, hay un sexto elemento que
quiero mencionar, porque solo un mes después de que Franz empezara con la
composición de la sinfonía, le diagnosticaron una terrible enfermedad, una
enfermedad que finalmente lo llevará a la tumba y cuyo tratamiento tuvo que
soportar estoicamente durante mucho tiempo, esta enfermedad, lastimosamente,
marcara sus últimos años. A Franz le diagnosticaron, sífilis.
El 29
de marzo de 1827 fue enterrado Ludwig van Beethoven, y como se acostumbraba en
Viena, en aquellos tiempos, con muertos importantes, su entierro fue
multitudinario. Entre los 36 caballeros escogidos para rodear el ataúd de
Beethoven con antorchas, estuvo Franz. Recuerdo que en un momento del recorrido
hacia el cementerio, divisé el rostro de mi amigo y a pesar de su juventud lo
vi mustio y acabado, la enfermedad definitivamente lo había dejado en un estado
deplorable. Pero a pesar de su aspecto, nunca se me pasó por la cabeza
imaginar, que solo un año más tarde, estaríamos enterrando a Franz. La
admiración de mi amigo por Beethoven fue enorme. A él le resultaba increíble
pensar que uno de los músicos más grandes de la historia, estuviera
completamente sordo. Toda Viena hablaba de aquel hombre huraño y solitario
nacido en Bonn y que progresivamente había perdido el oído. Muchos se reían de
él al verlo en la calle, vestido de forma descuidada y hablando solo. Pero no
faltaban los que sentíamos compasión por Beethoven, a mí personalmente siempre
me causó cierto pesar verlo escribir todo lo que quería comunicar. Pero
independientemente del concepto que tuviéramos del hombre, todos coincidíamos
en que Beethoven era un genio, y además, que muchas de sus mejores obras las
había compuesto cuando no oía absolutamente nada. Sólo un genio podía hacer
algo así.
Franz,
a pesar de la profunda admiración y respeto que sentía hacia Beethoven, nunca
habló con él, su timidez se lo impidió. Lo intentó varias veces, pero
finalmente no logró conocerlo personalmente. A él le tranquilizaba pensar que
Beethoven sabía de su existencia y conocía algunas de sus obras, inclusive, uno
de los cercanos del Sordo Genial, nos contó un día que Beethoven, al ojear uno
de los lieder de Franz, había manifestado: “verdaderamente en este Schubert hay
una chispa divina.” Recuerdo que una vez hablando sobre el gran maestro nacido
en Bonn, me dijo Franz: “Él lo sabe todo, pero nosotros no podemos comprenderlo
aún; correrá mucha agua por el Danubio antes de que todo lo que Beethoven ha
creado sea entendido por todos.” Unos años después de la muerte de Franz,
Anselm Hüttenbrenner, otro amigo en común, escribió que supuestamente tanto
Franz como él, visitaron a Beethoven unas semanas antes de su muerte y que los
dos geniales músicos habían hablado en privado. Pero puedo decir con toda
seguridad que esto no es verdad, esto seguramente lo escribió Anselm para
tratar de crear una fama aún mayor en torno a la figura de nuestro amigo. Pues
el mismo Franz me dijo, unos meses antes de su muerte, cuando su enfermedad se
había recrudecido, que lamentaba no haber podido conocer de una manera personal
a Beethoven. En muchas de nuestras schubertiadas, que eran deliciosas veladas
de amigos en torno a la música de Franz y de otros compositores del momento,
nunca faltaron obras de piano de Beethoven que nuestro amigo tocaba con
maestría. Después de la muerte de Franz, seguimos reuniéndonos periódicamente
en las schubertiadas para recordar su memoria e interpretar su música.
Dentro
de la gran cantidad de piezas compuesta por Beethoven siempre hubo un grupo por
el cual, tanto Franz, como yo, sentíamos una especial dilección: sus sinfonías.
El gran Haydn había compuesto más de cien, Mozart un poco más de cuarenta y
Beethoven “apenas” nueve. Pero cada una tan distinta y monumental que con
“solo” nueve sinfonías, había transformado de una manera inigualable todo lo
que se había hecho hasta ese momento en aquella forma musical. Recuerdo, como
si fuera ayer, aquel año de 1824, cuando se estrenó en Viena la Novena Sinfonía
de Beethoven, con Franz fuimos al estreno. Cada uno de los movimientos de la
sinfonía resultaba más majestuoso que el anterior y aquel colofón, con la
inclusión de un coro en el último movimiento, algo que nunca se había hecho
hasta ese día, marcó una de las obras cumbres del género y le dio, una
inmortalidad aún mayor, a un hombre llamado Ludwig van Beethoven. Franz salió
del concierto transformado, renovado como músico y con un deseo profundo de
terminar algo que había iniciado en 1822 y con esto llego, ¡por fin!, dirán
algunos amables lectores y con toda razón, al meollo de mi relato, pues Franz
se dio cuenta que ya era hora de terminar una de sus obras.
Cuando
mi querido amigo fue nombrado miembro honorífico de la Sociedad Musical de
Graz, decidió escribir una obra como signo de agradecimiento, bueno, en
realidad ya llevaba un tiempo escribiéndola y estaba tan feliz con lo que había
hecho hasta ahora, que había decidido terminarla y enviarla como gratitud por
su nombramiento. Aquella obra era su octava sinfonía en si menor. Franz había
empezado a trabajar en ella a principios de año, pero lastimosamente, por
aquella época, le diagnosticaron sífilis y esto sumió a Franz en un estado de
depresión. Además, el tratamiento resultaba muy doloroso y molesto, incluso se
le empezó a caer el cabello. Así que durante gran parte del año 1822, su única
preocupación y la de nosotros, sus amigos, fue su salud. A principios del
siguiente año, nuestro querido amigo, le entregó la partitura de su sinfonía a
Anselm Hüttenbrenner, para que finalmente la hiciera llegar a la Sociedad
Musical de Graz, sin embargo, esto nunca ocurrió. Anselm embolató la partitura
y debido a la enfermedad de Franz y otras cosas que pasaron por aquella época, no
cumplió el encargo, sino que guardó aquellos papeles y aún hoy, más de treinta
años después de la muerte de Franz, continúan guardados.
Un
día, después de una schubertiada, de las muchas que hicimos en mi casa de
Viena, Anselm, me llamó aparte para contarme algo. Estaba muy misterioso, nunca
lo había visto así. Joseph, me dijo, tengo que contarte algo, algo que he
guardado durante mucho tiempo. Después de la muerte de Franz, empezó diciendo,
decidí cumplir su voluntad de enviar la partitura de su octava sinfonía a la
Sociedad Musical de Graz, pero no pude hacerlo, porque me encontré con un
problema, ¿de qué problema hablas, Anselm?, estaba inconclusa, Joseph, ¿qué?,
la sinfonía de Franz sólo tenía dos movimientos y algunos compases del tercero.
Para los lectores que no lo sepan, una sinfonía está compuesta normalmente por
cuatro movimientos, es decir, que Anselm, solo tenía en su poder la mitad de la
obra. Al encontrarme con eso, siguió diciéndome, me preocupé mucho, porque no
estaba seguro si Franz me había entregado la partitura completa o solo la mitad
de la misma, en realidad nunca me había dado por revisar aquellos papeles,
además, tú sabes Joseph, que Franz acostumbraba a dejar muchas obras
inconclusas y luego nunca las terminaba. En eso tenía razón Anselm, pues
nuestro amigo dejó unas 120 obras sin terminar. Dentro de los papeles que te
dejó a ti, nunca te has topado con su sinfonía en si menor, mira que hace poco
me dijo Ferdinand, el hermano de Franz, que el gran compositor Schumann había
estado en su casa averiguándole por la novena sinfonía de su hermano y que él
efectivamente la había encontrado, pero nunca había visto una sola nota de la
octava. Joseph, estoy preocupado, no quiero pensar que perdí para siempre una
de las obras de Franz, no te preocupes Anselm, seguramente no revisaste bien,
no me cabe en la cabeza pensar que Franz te haya entregado solo la mitad de la
obra para la Sociedad Musical de Graz, no, Joseph, te equivocas, ya revisé más
de diez veces todos los documentos que me dejó él y revolqué toda la casa y no
encontré nada más.
Después
de que se marchó Anselm, me dirigí a mi biblioteca a pensar un poco. En 1822,
Franz empezó la composición de su octava sinfonía y yo pensaba que la había
concluido, pero estaba la posibilidad de que no hubiera sido así. Mientras
pensaba en eso, me vino una especie de revelación: ¡la Novena Sinfonía de
Beethoven! Recordaba que después del estreno, Franz había salido como poseído
por el diablo a escribir algo que se le había ocurrido en el concierto, es un
gran tema Joseph, recordaba que me había dicho, ¿a qué te refieres Franz?,
tengo que terminar algo que dejé inconcluso hace algunos años, después te
cuento querido amigo. Era posible, ¿por qué no?, que Franz estuviera hablando
de la octava sinfonía, que muy seguramente para 1824, a diferencia de lo que yo
pensaba, aún no la había terminado. En ese momento, una revelación aún mayor
que la anterior iluminó mi cabeza y viajé a aquel año de 1828, a finales de
octubre, unas semanas antes de la muerte de Franz, cuando él me había dicho, en
medio de la fiebre y de terribles dolores, que tenía que unirme con Anselm para
completar su obra. En ese momento no lo comprendí, pero esa tarde en la
biblioteca entendí el significado de aquella enigmática frase, que yo inicialmente
había visto como una frase sin sentido emanada de un nombre que se acercaba a
su muerte. ¡Es increíble que no me haya dado cuenta antes!, pensé, en realidad,
con tantas obligaciones, en tantos frentes, había olvidado por completo los
documentos que me había dejado Franz y nunca los había revisado detenidamente.
¡Por Dios!, yo tenía en mi poder los dos movimientos restantes de la octava
sinfonía de Franz y ni siquiera me había dado cuenta.
A
principios de marzo de 1828 un grupo de amigos decidimos organizar un concierto
público con obras de Franz. Algunas de sus composiciones habían sido estrenadas
frente a un público muy reducido o en conciertos con obras de varios músicos o,
y esto era lo más triste, nunca habían sido interpretadas ni siquiera una sola
vez. Por eso nosotros reunimos un pequeño capital, alquilamos un gran salón en
Viena, contratamos unos músicos y le comunicamos a Franz que queríamos que él
tuviera un concierto dedicado exclusivamente a su música. La idea le agradó
mucho y no dejaba de decirnos que su mayor tesoro y apoyo durante toda su vida,
además de su música, habían sido sus amigos. Él se encargó de organizar el
programa y nosotros de imprimir las entradas, que se vendieron relativamente
rápido. La fecha escogida fue el 26 de marzo de 1828. Era un miércoles, lo
recuerdo bien. Escogimos esa fecha porque coincidía con el primer aniversario
de la muerte de Beethoven y nuestro amigo quería darle una especie de tributo
al genio que tanto admiraba. El concierto fue un éxito y Franz estuvo muy
contento, no recordaba haberlo visto tan feliz en los últimos años. Sin
embargo, Viena olvidó muy pronto el concierto, pues el 29 de marzo se presentó
en la ciudad el famoso violinista y compositor italiano, Niccolo Paganini, de
quien se decía que tenía pacto con el diablo por el virtuosismo con que tocaba
el violín. El éxito de la presentación de Paganini fue tal, que se hicieron
otros trece conciertos.
A los
pocos meses del concierto, Franz decidió estudiar contrapunto con el teórico
Simon Sechter, motivado por la influencia, que por aquella época, estaba
teniendo en él la música de Georg Friedrich Haendel, que estaba estudiando
juiciosamente. Sólo asistió a una clase, pues la reaparición de la sífilis y
posiblemente una fiebre tifoidea que adquirió, lo obligó a abandonar todo en lo
que estaba trabajando e irse a vivir a la casa de su hermano Ferdinand, para
que lo cuidara. Lo último que compondrá será precisamente un ejercicio de
contrapunto que le había dejado Sechter. El 19 de noviembre de 1828, después de
una dolorosa agonía, murió Franz, con tan sólo 31 años de edad. Lo enterramos
al lado de su amado Beethoven. Cada vez que recuerdo los últimos momentos de mi
querido amigo, no logró evitar que unas lágrimas se me escapen de los ojos.
Pero
volvamos a su octava sinfonía en si menor. Los seres humanos tenemos la mala
costumbre de acumular papeles en nuestros escritorios y gavetas con el firme
propósito de nunca organizarlos o con la firme resolución de no votarlos. Y eso
era precisamente lo que pensaba mientras buscaba desesperadamente los
documentos que me había dejado Franz. A lo largo de tantos años, al servicio
del imperio y de otras obligaciones que había adquirido, me había rodeado de
tal cantidad de documentos, que después de tres días prácticamente sin salir,
llegué a la conclusión que nunca encontraría lo que buscaba si no pedía ayuda.
Así que decidí contratar dos jóvenes para que me colaboraran con la búsqueda,
solo les di una indicación: buscar hojas con pentagramas. Gracias a eso, el trabajo
adquirió más celeridad, pero los resultados fueron los mismos que los días
pasados: no encontramos nada, exceptuando unas páginas que yo había escrito
hacía muchos años cuando me había dado por seguir el ejemplo de Franz de
componer, pero con resultados completamente opuesto a su genio. Lo revisamos
todo dos veces, para llegar al mismo punto: ni una sola página de los
documentos de mi amigo. ¡Cómo había sido de descuidado! Si en mi casa de Viena
no tenía nada, el único lugar en donde guardaba documentos importantes era en
mi casa de Linz, así que sin pensarlo mucho, al día siguiente viajé a mi ciudad
natal.
Ya
han pasado muchos años de aquel viaje que realicé de Viena a Linz con el único
objetivo de encontrar los documentos que Franz me dejó y, específicamente, los
dos movimientos restantes de su octava sinfonía, y aún hoy, no puedo creer que
las cosas hayan terminado como finalmente terminaron. Ustedes han sido muy
pacientes conmigo, queridos lectores, y se los agradezco, espero que me
perdonen porque a lo largo del relato sé que me he perdido en detalles de la
vida de mi amigo, que aunque pertinentes en muchos casos, estaban a lugar, de
la intención fundamental, pero sabrán perdonar a un viejo que ya ve próxima su
muerte. Así que sin más prolegómenos, terminemos el relato. Fueron cinco días,
¡cinco!, buscando, con la ayuda de algunos empleados, las partituras. Cada día
me levantaba con la esperanza que ese día las encontraría; y cada noche me
dormía pensando que había perdido esos papeles. Cuando la esperanza se estaba
marchando de mi alma y casi por pura casualidad, en una habitación que ya
habíamos revisado, encontré lo que estaba buscando. Digo por pura casualidad,
porque cuando me disponía a buscar en otro lugar, uno de los perros de la
propiedad, Conde, le dio por entrar a aquella habitación y buscar un sitio para
echarse a dormir un rato. Cuando lo alcé para sacarlo al jardín, vi aquella
pequeña caja.
Es
increíble cómo se nos olvidan ciertas cosas y eso fue lo que ocurrió con
aquella caja. En uno de mis viajes a Roma, deambulando por los mercados, me
topé con un excelente carpintero que estaba ofreciendo sus productos, aquella
caja me llamó poderosamente la atención por los detalles y los perfectos
acabados, recuerdo que cuando la vi, lo primero que pasó por mi cabeza fue
pensar que aquel hermoso objeto estaba destinado a guardar algo importante y en
ese mismo lugar, llegué a la conclusión que los papeles que Franz me había
dejado, era lo más importante que yo poseía para guardar. Así que por esa razón
la había comprado. ¡Cómo es de mañosa la memoria, definitivamente! Al verla
ahí, casi frente a mis narices lo recordé todo. Le pedí a mis empleados que me
dejaran solo y que se llevaran a Conde, que por cierto se había ganado un
jugoso bistec, y casi con la alegría que se sentirá hallar un cofre pirata
enterrado, me senté frente a la caja y la abrí muy lentamente. Arriba de todo
tenía una hoja con mi caligrafía que decía: Documentos de Franz Peter Schubert
(1797-1828). Lloré, lo reconozco, -soy un gran llorón como se habrán podido dar
cuenta-, al tener frente a mí, aquel legado de mi querido amigo. Muy
lentamente, fui sacando uno a uno los papeles de Franz y casi al final de todo,
estaba lo que buscaba. No lo podía creer, tenía frente a mis ojos, el tercero y
el cuarto movimientos de la octava sinfonía de Franz Schubert en si menor. No
recuerdo un día tan feliz como aquel.
Franziska,
mi esposa, llegó a los pocos días, pues se encontraba en Viena y me encontró
con el cabello hirsuto, barba de varios días y pegado a aquella caja,
examinando y clasificando cada uno de los documentos. En su mayoría eran
partituras, pero también había algunas cartas y uno que otro poema. ¿Qué te
ocurre, Joseph, te sientes mal? Se lo conté todo y ella se alegró por mí y por
la memoria de Franz. Además, me contó que en Viena se había topado con el
famoso compositor Robert Schumann que estaba finiquitando todo lo relacionado
con el estreno de la novena sinfonía de Franz, que algunos ya llamaban La
Grande, con Ferdinand Schubert, deberías aprovechar, me dijo Franziska, y
hablar con ellos para que estrenen conjuntamente ambas obras. Me pareció una
gran idea, pero no pude viajar inmediatamente por ciertos problemas que se me
presentaron con unas tierras y por eso decidí quedarme en Linz un tiempo hasta
que solucionara las cosas. Pero sí escribí dos cartas: una para Anselm y otra
para Ferdinand. En la primera le informaba a mi amigo que yo tenía en mi poder
los dos movimientos restantes de la octava de Franz; y en la segunda, le pedía
a Ferdinand que hiciera contacto con Schumann para que supiera que teníamos en
nuestro poder la sinfonía en si menor y que queríamos que se estrenara al
tiempo con la novena. Pero lastimosamente cometí un gran error, el peor error
de mi vida, aún hoy no logró entender por qué lo hice así, pues junto con la
carta de Anselm, envíe la partitura con los dos movimientos. Yo que durante
toda mi vida había sido un funcionario precavido, cómo no hice al menos una
copia, realmente no lo entiendo. Mi empleado de más confianza de Linz fue el
encargado de llevar el paquete. Las cartas y la partitura nunca llegaron a su
destino.
Ayer
estuvo Anselm visitándome para contarme que el director de orquesta Johann von
Herbeck, estaba interesado en estrenar la octava sinfonía de Franz con los dos
movimientos que se tenían, incluso me contó que Herbeck le había dicho, después
de analizar con detenimiento la partitura, que pensaba que seguramente Franz,
después de haber terminado de componer aquellos dos movimientos, se había dado
cuenta que era una obra total, y seguramente no había visto la necesidad de
escribir más movimientos, componiendo una especie de sinfonía en dos tiempos.
Anselm me dijo que eso lo tranquilizó y pudo descansar del peso de pensar que
había perdido para siempre una parte de la obra de nuestro amigo. Lo
tranquilizaba a él, pero a mí no, pues yo conocía la verdad y no tuve el
denuedo de decírsela.
Vincent,
mi empleado de confianza, el encargado de llevar la correspondencia a Viena, no
pudo cumplir con mi encargo, pues cuando ya estaba cerca de la ciudad, unos
bandidos lo asaltaron, dejándolo medio muerto, llevándose el caballo y los
sobres, pensando seguramente que contenían dinero. Fue inútil ofrecer una
jugosa recompensa a quien supiera algo de la partitura robada, no faltaron
bribones que llegaron con papeles falsos, pretendiendo que tenían la obra de
Franz, la cruda realidad es que los dos movimientos restantes de la sinfonía
nunca aparecieron. Muero con el dolor de pensar que perdí aquella obra
monumental y con resquicios de esperanza de que en algún lugar, un ser
sensible, de esos que quedan pocos, haya encontrado la partitura y algún día la
dé a conocer; muero con el dolor de ver, que aquella obra de mi amigo, empieza
a ser conocida como la Inconclusa de Schubert, cuando yo tuve en mis manos el
resto de la sinfonía, pero para bien o para mal, así es la vida, y por más que
nos fastidie, hay cosas que no se pueden cambiar…
Joseph
Ritter von Spaun, 1 de noviembre de 1865