A Luciana Sofía
Por: Mauricio Rincón Andrade
Cuando
salí del consultorio del doctor Schmidt, me sentía extrañamente tranquilo. Le
agradecí su claridad, le di la mano y me despedí. Le entregué a su secretaria
una serie de hojas con autorizaciones para otra cantidad ingente de exámenes.
Mientras ella revisaba en su computador, me miraba de reojo con cierto pesar,
señor Ramírez, en estos momentos tenemos la agenda copada, pero yo me estaré
comunicando con usted, por tardar el día lunes, para informarle las fechas de
los otros exámenes que le ordenó el doctor, bueno, gracias. Mientras el
ascensor me conducía al sótano del edificio, en donde se encontraban los
parqueaderos, busqué mi teléfono móvil y me comuniqué con Cristina, mi esposa.
Hola, mi vida, ya saliste del médico, sí, ¿cómo te fue?, bien amor, yo te dije
que no teníamos nada de qué preocuparnos, me alegra escuchar eso, ¿y los
niños?, están ansiosos esperándome para que juegues play station con ellos,
diles que en una media hora llegó, bueno amor, entonces te espero y no te
imaginas cómo me alegra que los exámenes hayan salido bien, te amo Cris, un
beso.
Le
había mentido a mi esposa, en realidad no quería repetir por teléfono todo lo
que el doctor me había dicho, solo quería escuchar su voz, aquella voz que
durante tantos años de matrimonio me había brindado su amor y su apoyo
irrestrictos; aquella voz que convertía una barahúnda jornada laboral en un
espacio de tranquilidad y sosiego. Cristina me había acompañado por más de
quince años y con ella había descubierto que las buenas relaciones solo mejoran
con los años. A diferencia de los tópicos que se reían del matrimonio y de las
esposas, para mí había significado la mejor decisión de mi vida y Cristina, el
ser más maravilloso que pude haber escogido. Al lado de ella y de los niños,
que llegaron después de intentarlo por varios años, había formado una familia,
una hermosa y unida familia que disfrutaba de las cosas sencillas. Cuando se
dormían nuestros hijos, a Cris y a mí nos gustaba quedarnos en el comedor, en
torno a un trozo de pastel, para hablar del futuro. Soñábamos con envejecer
juntos y disfrutar de la compañía de los nietos.
Me
subí en el auto y me quedé unos minutos viendo el logotipo del timón. Aquella
tranquilidad, con la que había salido del consultorio del doctor Schmidt, se
fue esfumando y de un momento a otro empecé a sentir en lo más profundo de mí,
un dolor y desasosiego tales, que unas lágrimas empezaron a surgir. Recordé que
la última vez que había llorado había sido viendo una película, basada en una
historia real, de un perro japonés llamado Hachiko, que durante años esperó a
su amo frente a la estación del tren, como lo acostumbraba hacer todos los
días; el amo, que era un profesor universitario, nunca regresó, porque un día,
mientras dictaba clases, sufrió una hemorragia cerebral y murió, sin embargo,
Hachiko no dejó de ir un solo día a esperarlo, ¡por diez años!
Saqué
de mi billetera la fotografía que siempre llevaba conmigo, aquella que nos
habíamos tomado en la última navidad con Cris y los niños, estábamos frente al
gigante árbol que habían puesto en la plaza central, todos sonreíamos, incluso,
Nazaret, mi hermosa nena, llevaba consigo a Buba, su elefantito de peluche, del
cual no se desprendía ni para ir al baño. Recuerdo que un día tuve que salir a
buscarlo a las dos de la mañana, porque olvidamos a Buba en casa de mis padres;
cuando Nazaret se durmió y la subimos al auto, no nos percatamos de llevarnos
el peluche. La niña se despertó y empezó a llorar al no encontrar su elefantito
a su lado. Por un momento me reí y hasta dije en voz alta: Buba me cae bien.
Encendí el auto, pero lo apagué inmediatamente, porque el llanto se presentó
con más fuerza y a mi memoria volvieron las palabras del galeno, cuando me dijo
lacónicamente: lo siento mucho, señor Ramírez, los exámenes salieron mal, usted
tiene un cáncer de hígado muy avanzado.
Muchos
seres humanos tenemos la costumbre de organizar nuestras vidas como si la
muerte no existiera; como si fuera algo lejano que se guarda en el cuarto de
san Alejo de la memoria para más adelante; como si ella no truncara para
siempre todos nuestros sueños y proyectos: nos vemos mañana, el próximo lunes
hablamos, dejemos el paseo para diciembre, vamos a cine el sábado, la próxima
semana jugamos tenis…, todas esas cosas que cuadramos en nuestras apretadísimas
agendas, en realidad nadie nos puede asegurar que las cumpliremos. ¿Quién nos
garantiza que esta tarde no moriremos o mañana mismo no nos arrebataran la
existencia? Es verdad que no podemos vivir presos del temor a la muerte, pero
si podríamos guardarle más respeto. Vivimos al lado de ella constantemente,
está ahí, imperceptible, recordándonos que somos mortales y que en cualquier
momento nos tocará pasar por ella; tal vez hoy, tal vez mañana; en unas horas,
en unos días, semanas o meses moriremos y seremos un simple recuerdo más que se
irá borrando paulatinamente de la mente de los hombres. Pensándolo bien, como
decía un filósofo: nacer es solamente comenzar a morir.
Mientras
conducía a casa, pensaba en todas aquellas cosas que nunca se me habían cruzado
por mi cerebro, como si el impacto por la noticia que me había dado el doctor
Schmidt, hubiera cambiado mi forma de ver la vida. Y no podía ser de otra
manera, pues lo que me había comunicado el galeno, no era otra cosa que un
memorando algo crudo en donde se me recordaba que era un simple mortal y que en
cualquier momento moriría. No sabía cómo se lo comunicaría a Cris. Ella era una
mujer muy sensible que lloraba por cualquier cosa, incluso podíamos ver la
misma película triste diez veces y todas las veces lloraba, así ya conociera el
argumento. Me preocupaba dejar sola a mi familia, me preocupaba pensar que
tenía poco tiempo para seguir compartiendo con ellos, me preocupaba no poder
ver crecer a mis hijos ni envejecer al lado de mi esposa, me preocupaban tantas
cosas, que por un momento tuve que parquear el auto y tomar aire para no irme a
estrellar. Me enfrentaba al reto más difícil que la existencia me había
planteado: la lucha por mi vida.
Según
me comentó el doctor, teníamos que pasar por varios procedimientos complicados
y con molestos efectos secundarios, para tratar de hacer retroceder el cáncer
que amenazaba mi vida. Pero había un grave problema: había esperado mucho
tiempo. ¡Qué ironía! Había dedicado mi existencia a luchar por una profesión,
por una familia, por unos sueños y proyectos, en ese camino había pasado por
mil preocupaciones, triunfos y derrotas, pero me había olvidado de mi salud. No
les había prestado atención a los síntomas que mi cuerpo durante tanto tiempo
me había brindado. No había escuchado su voz que me gritaba por una mínima
atención. Pensaba que era demasiado joven para enfermar y más joven aún para
morir. Y ahora que estaba ad portas de la muerte me daba cuenta que me había
equivocado.
Conduje
lentamente por el barrio, tratando de retrasar mi llegada, no sabía cómo iba a
reaccionar cuando viera a Cris y a los niños; no estaba seguro si podía
conservar la calma o estallaría en llanto. Saludé a don Martín, el portero del
edificio, él me abrió la puerta del garaje y me entregó la correspondencia; me
tomé mi tiempo para parquear. Caminé con suma parsimonia hacia el ascensor y de
camino me encontré con una vecina, la saludé rápidamente, sin darle oportunidad
de iniciar una conversación, pues no estaba de ánimo para escuchar sus quejas
por los perros de los residentes del séptimo piso. Mientras subía a mi
apartamento, decidí que tenía que hablar a solas con Cris y tratar de que los
niños no se dieran cuenta de nada, me empecé a preocupar porque una lágrima
hizo su aparición. Al llegar al décimo piso, donde estaba mi apartamento y
mientras la puerta del ascensor se abría, pude divisar a Cristina y a los niños
que me estaban esperando a la entrada con un pastel de chocolate, don Martín
les había avisado que yo ya había llegado, ¿y eso?, pregunté, haciendo un gran
esfuerzo por mantenerme tranquilo, pues que los niños y yo queremos celebrar
que tus exámenes salieron bien.
Las
cosas en la familia cambiaron radicalmente. El único objetivo era luchar, todos
juntos, contra aquella enfermedad que amenazaba seriamente nuestro núcleo
familiar. El doctor Schmidt nos explicó detalladamente lo que teníamos que
hacer y nos sometimos, uno a uno, a los distintos procedimientos que se nos
indicó; sin embargo, aquella maldita enfermedad, entre más la atacábamos, más
se resistía en marcharse. Como una visita que nos incomoda y no somos capaces
de echarla, el cáncer no se inmutaba ante lo que hacíamos contra él, sino que
permanecía impertérrito, muy cómodo, en su sillón. En medio de aquellas circunstancias,
tratábamos de mantener cierta normalidad en casa, sobre todo para que los niños
no se fueran a alarmar, pero fue inútil, pues con el paso de las semanas, se
dieron cuenta que lo que ocurría era muy serio. Por esa época, mis padres se
fueron a vivir a nuestra casa, para ayudarnos con los niños y para que nosotros
solo nos preocupáramos en seguir al pie de la letra el tratamiento.
En
esos momentos de dolor o enfermedad, es cuando realmente nos damos cuenta lo
fundamental que es contar con una familia, con otro ser humano que nos ame y
nos dé su mano, mientras sentimos que la vida se nos escapa por los poros. Nos
habíamos unido en matrimonio hacía muchos años y desde un principio, tratamos
de cumplir aquello que nos habíamos jurado ante el altar, voluntariamente, de
amarnos, respetarnos, sernos fieles y apoyarnos en las buenas y en las malas,
en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte nos separará. No había sido
fácil, la convivencia en pareja no lo es, pero a pesar de las inevitables
dificultades y conflictos que trae consigo el matrimonio, ambos estábamos
orgullosos de nuestro hogar y del amor que los años solo habían logrado
fortalecer. Sin embargo, todo aquello parecía que día tras día se iba
esfumando, porque la enfermedad no se animaba a darnos un respiro.
Un
resquicio de esperanza se abrió un día, cuando el doctor Schmidt nos citó a su
consultorio, para decirlos que los últimos exámenes practicados mostraban
cierta mejoría. No quería darnos falsas esperanzas, y hasta nos comentó, que
muchas veces, esas cosas ocurrían antes de desatarse una fase de la enfermedad
más agresiva, pero podría caber la posibilidad que estuviéramos ante una
pequeña victoria frente al cáncer. Lo fundamental, nos dijo, es que no se
desanimen, que no dejen de luchar, que sigan así de unidos y esperanzados, a
pesar del terrible panorama que significa tener una enfermedad de ese tipo. Fue
como un bálsamo escuchar esas palabras del doctor y después de tantas malas
noticias, escuchar al menos una buena. Ese día fue uno de los mejores de
aquella época. Salimos con mi esposa esperanzados y hasta me animé a jugar con
los niños play station, después de tanto tiempo sin hacerlo, luego me senté con
ellos en la sala, les expliqué, lo mejor que pude, lo que me ocurría y le
aclaré a Almudena la razón por la cual estaba completamente calvo. Ellos me
abrazaron y hasta la niña me dijo que de ahora en adelante yo podría dormir con
Buba, para que no me sintiera triste. Luego, todos salimos a nuestro
restaurante favorito y en la comida, sin importarnos si ganábamos, sin
importarnos si perdíamos, nuestra lucha contra la enfermedad, hablamos sobre
algo que en los últimos meses ni siquiera habíamos nombrado: el futuro.