A Luciana Sofía
Por: Mauricio Rincón Andrade
Mi tío Orlando envidiaba los animales,
llevan una vida del putas, solía decir, comer, dormir y cagar y no hacer nada
más, que otra cosa se puede pedir, eso es el paraíso, el paraíso y nada más. Se
levantaba al medio día, desayunaba y almorzaba al mismo tiempo, sí, mi tío
Orlando era gordísimo. Después de su desayuno-almuerzo se iba a su trabajo en
una zapatería, no abría temprano, nos decía, porque no se debe forzar el
cuerpo, a las tres de la tarde es una hora muy buena para empezar a atender a
la clientela. Era muy bueno con los zapatos, pero tenía pocos clientes, casi
nadie soportaba su hedor que se respiraba a cuadras, mi tío Orlando se bañaba
cada quince días. Por ecológico, decía él, hay que ahorrar agua, limpiando
tanto culo diariamente es imposible que no se agote. Nunca entendí del todo su
conciencia ecológica. Además, no entregaba un trabajo a tiempo, para qué
afanarse, decía él, la vida es muy corta. A las seis de la tarde cerraba su
zapatería y regresaba a la casa, los burros son los que trabajan ocho horas, yo
soy un ser humano. Se sentaba frente a su televisor de catorce pulgadas y
mientras engullía un emparedado de treinta y cinco centímetros, veía seis
telenovelas de corrido. Come como un cerdo, decía el tío Sandro. Y tenía razón,
pues el tío Orlando comía con su gran boca abierta y haciendo una serie de
ruidos extraños.
Mi tío Orlando amaba los elefantes y odiaba
todo lo que tuviera que ver con cultura. “Cultura y aburrición son la misma
situación”, era la estúpida frase que siempre esgrimía cada vez que se le
invitaba a una conferencia, a un museo o a una exposición de pintura. El tío
Sandro, su hermano, era un distinguido profesor que trabajaba en la universidad
más prestigiosa de la ciudad. Es increíble que dos seres tan antagónicos hayan
salido del mismo útero, solían comentar los vecinos. El tío Sandro era toda
educación, cultura, pulcritud, un maricón bien vestido, en palabras de Mariano.
El día de la ceremonia de graduación como abogado de Sandro, al tío Orlando no
lo dejaron entrar. Iba vestido con su traje azul desteñido, unos zapatos rojos
y una corbata amarilla con caritas felices. Los encargados de controlar la
entrada llamaron al tío Sandro para preguntarle si era verdad lo que decía ese
hombre, no, les dijo él, ese payaso no es mi hermano. El tío Orlando nunca se
lo perdonó. No tanto por el desprecio de su hermano sino porque no pudo
participar de una deliciosa comida que ofreció la universidad a sus mejores
estudiantes y a sus familias.
Los abuelos eran dos seres sencillos que
habían logrado sacar adelante a sus hijos gracias a una panadería. Por esa
razón, el tío Orlando se engordó desde muy niño, comía más pan que todo el
vecindario junto. Amaron y respetaron a sus hijos hasta el final de sus días,
especialmente al tío Orlando, y siempre lo defendieron de las risas y críticas
de toda la familia. Sí, duerme más que un oso en invierno; sí, no come, sino
que traga; sí, huele a mil demonios; sí, no lleva mucho dinero para los gastos
de la casa; sí, es más feo que un carro por debajo; sí, ronca como por diez
cerdos; sí, tiene pésimo gusto para vestirse; pero es un buen hombre, no le
gusta el licor, ni el cigarrillo, ni otros de esos horribles vicios, es muy
amoroso, y además nuestro querido Orlando es el único que nos hace reír a
carcajadas con todas sus ocurrencias, decían los abuelos.
En casa, además de los abuelos, vivía el
tío Orlando, el tío Sandro, la tía Julia, quien era la menor y yo. Mi madre
había muerto siendo aún muy joven, a mi padre nunca lo conocí, se marchó del
barrio después de haber deshonrado a la familia. La tía Julia estudiaba
antropología en la universidad, amaba los animales con un amor casi patológico
y era muy hermosa, era la mujer con más enamorados de todo el vecindario.
Trabajaba en una revista científica y era la única que soportaba ver
telenovelas en la habitación del tío Orlando. Fue seguramente una de las
mujeres que más amó y respetó al gordo deforme ese, como lo llamaba Sandro. El
día del matrimonio de la tía Julia con Agustín, el tío Orlando lloró como un
niño, Julia lo tranquilizó diciéndole que siempre sería bien recibido en su
casa.
El tío Sandro, sí, parecía un maricón bien
vestido. Sus trajes eran impecables, su peinado de galán de los años sesenta,
reloj de leontina, zapatos brillantes, chaleco, gabán y más organizado que cura
viejo. En su enorme habitación ni una aguja estaba fuera de lugar. Las medias y
las camisas estaban organizadas por colores, los zapatos en cajas individuales,
sus libros por tamaños y su cama tendida como la de los hoteles importantes. No
soportaba por más de diez minutos al tío Orlando, incluso había días en que no
le dirigía la palabra. El tío Sandro era un hombre serio, de pocas palabras,
con un genio de mil demonios, pero un excelente catedrático. Vivió en casa de
los abuelos hasta una edad muy madura a pesar de recibir un buen sueldo. Se
terminó casando con la secretaria del rector de la universidad en donde
trabajaba. Una mujer con una personalidad de general, más ciega que un topo, y
más fea que yo, como dijo mi obeso tío. Nunca invitó a su hermano a su
apartamento y hasta un día de navidad se atrevió a cerrarle la puerta en las
narices. El tío Orlando no se enojó tanto por la grosería de su hermano, sino
porque se perdía otra deliciosa comida.
Don Giuseppe era un italiano que hacía
muchos años vivía en el barrio. Él les había comprado la panadería a los
abuelos y era el banco privado del tío Orlando, siempre le prestaba dinero.
Dialogaban mucho de fútbol, de comida y de viejas, como verdaderos hombres,
según decían. Don Giuseppe también era un hombre gordo y muy amable con todas
las personas. Sólo una vez fue a cenar a la casa, con gran disgusto del tío
Sandro que esa noche decidió comer fuera, pero con gran alegría del tío
Orlando. Se comieron hasta las sobras. Ese día casi me reviento de la risa,
eran dos seres con un sentido del humor único. Ellos me enseñaron que la risa
prolonga la vida y que debía desconfiar de aquellos que no se rieran porque
seguramente no serían buenas personas. Tuve la fortuna de salvarle la vida a
don Giuseppe en una cirugía de corazón abierto que le practiqué. Todos los
doctores íbamos a la habitación del viejo italiano para reímos a carcajadas.
Mariano era otro de los grandes amigos del
tío, era el dueño de una pollería. Allí iba frecuentemente el tío Orlando a
comerse dos pollos, ¡él solo! Se los “bajaba”, como él mismo decía, con un
litro de gaseosa. Mariano lo apreciaba mucho, no sólo porque era uno de sus
mejores clientes, sino porque el tío Orlando siempre lo había acompañado en los
momentos más difíciles, como lo deben hacer los verdaderos amigos. Mariano
había quedado viudo muy joven y nunca se había vuelto a casar. Su esposa había
muerto en el parto de su primer hijo, una hermosa niña que bautizó Bernarda. El
tío Orlando fue el padrino de bautizo de Bernarda Escorcia, una mujer, que se
educó en medio de hombres. Bernarda pasaba la mayor parte del tiempo en la
pollería ayudando a su padre. Le gustaba el fútbol, las carreras de autos y las
ocurrencias del tío Orlando. Mariano la sacó adelante gracias a la ayuda del
tío, pues, como él mismo dijo, no hay nada más difícil que aprender a leer el
difícil “manual de instrucciones” que trae una mujer cuando nace. Bernarda, con
el paso de los años, se convirtió en una hermosa mujer que competía en belleza
con la tía julia, que manejaba con gran ingenio la pollería de su padre y que
tenía gran debilidad hacia los hombres mayores. Era toda una Lolita de Nabokov.
El mismo tío Sandro perdió la cabeza por ella y por su causa terminó separándose
del general del ejército que tenía como esposa. Lastimosamente, Bernarda se
encaprichó por otro viejo y terminó dejando al tío. A los dos meses de su
partida, el tío Sandro se quitó la vida en un rito de los “absurdista”, una
tenebrosa secta que por aquel tiempo invadió el planeta.
Agustín era otro de los mejores amigos del
tío. Era un joven estudiante de zoología, que gustaba del rock, del futbol, de
la compañía del tío Orlando y que amaba con verdadera dilección a la tía Julia.
Solían salir los tres a cine, siempre con la condición de que, te bañes, por
Dios, Orlando, bueno, Julia, está bien, me voy a bañar, pero sólo lo hago
porque me encantan las películas de Disney. Agustín se convertiría en el esposo
de la tía Julia, aunque ese sí, no fue nada fácil de conseguir, pues se le
atravesó una competencia muy difícil, un atractivo actor de la pantalla chica.
Sin embargo, la tía Julia terminó aceptando a Agustín, ese estúpido actorcito
le dio un puntapié a un perro, te lo puedes imaginar Orlando.
Elena siempre fue el amor del tío. Era una
mujer de unos treinta años que trabajaba como bibliotecaria en el centro de la
ciudad. Era más delgada que un fideo, soltera, con un rostro hermoso y además
era virgen. Salió algunas veces con el tío, y recibió con verdadero gusto los
regalos que el tío Orlando le enviaba con Agustín. El día del entierro del tío
Orlando pude observar unas lágrimas que bajaban por su hermoso rostro, era un
gran hombre, recuerdo que me dijo. Nunca fueron novios, sin embargo, se convirtieron
en dos excelentes amigos. En uno de los cumpleaños del tío Orlando, Elena le
llevó un regalo, un libro, Evangelio según Jesucristo, seguro que te gustará
Orlando, prométeme que te lo leerás completo, te lo prometo mi hociquito lindo,
pero está como muy gordo, ¿no crees? Se lo leyó todo y hasta con gusto, gracias
a ese libro el tío Orlando se aficionó a la lectura y amó con verdadera
devoción la obra de José Saramago. Al final de su vida estoy seguro que leyó
más que su hermano.
Sandra fue la única mujer que amó
verdaderamente el tío Sandro. Hasta esa época yo pensaba que Sandro era
alexitímico, no parecía humano. Nunca se le veía desarreglado o trasnochado, no
expresaba ningún tipo de sentimiento hacia nadie, fuera de las sátiras que le
disparaba al tío Orlando, hablaba poco, no lloraba y no se reía. Se dedicaba a
sus clases de la universidad y nada más. Después de que apareció Sandra su vida
afectiva se volvió a convertir en un verdadero caos, como cuando era más joven,
ya que nunca logró manejar sus sentimientos tan bien como lo hacía con sus
clases.
El pastor Borda, como se hacía llamar, era
un hombre de unos cincuenta años, bien vestido, sin cabello, sin barba y sin
bigote, parece una bola de billar, decía el tío Orlando, que había fundado una
secta que llamaba La Verdadera Iglesia de Cristo. “Los verdaderos”, como eran
conocidos en el barrio, eran el dolor de cabeza del padre Amador. Habían
empezado siendo unos pocos que se reunían en el garaje de la casa del viejo
Borda, haciendo más ruido que un grupo de viejas histéricas. Sin embargo, con
el paso de los años, el pequeño grupo se fue convirtiendo en una multitud, el
garaje en una construcción enorme y majestuosa y el viejo Borda en un hombre
rico. Proclamaban que el mismo Cristo le había hablado en sueños a Borda y lo
había mandado a fundar su verdadera iglesia, ya que las otras sólo eran cunas
de corrupción y pecado. Como todas las sectas de garaje los “verdaderos”
terminaron convirtiéndose en lo mismo que tanto criticaron.
Borda era un viejo mal hablado, que
trabajaba como celador antes de convertirse en profeta, pero que movía masas
con su discurso y sus ideas absurdas de Dios. “Los verdaderos” no fumaban, no
tomaban licor, se vestían todos iguales, sus cultos eran largos y escandalosos
y no comían carne, son unos idiotas, decía el tío Orlando, no comer churrasco,
¡por Dios! Sus relaciones afectivas estaban restringidas a los miembros de su
grupo y con la autorización del viejo Borda. La Verdadera Iglesia de Cristo era
un negocio bien montado, con fachada de religión, que pedía diezmos
escandalosos y que obligaba a sus miembros a dejar parte de sus bienes al
“verdadero profeta de Dios”. Él vivía como un rey, tenía dos esposas y una
hija. Todo este cuento estuvo encaminado a un nombre, pues la única hija del
viejo Borda se llamaba Sandra. El tío Sandro perdió la cabeza por ella.
El tío Sandro perdió la cabeza por ella y
hasta asistió por un tiempo a la secta de “los verdaderos” sólo para estar más
cerca de Sandra. El viejo Borda no hubiese permitido esta relación, pues el tío
nunca quiso pagar los diezmos y además siempre le corregía en público sus
errores al hablar. Por eso, lo terminó expulsando de la secta y prohibiéndole
que se le acercara a su hija. Sin embargo, no le hicieron caso, siguieron viéndose
y terminaron enamorándose perdidamente. Gracias a Sandra, el tío Sandro cambió
de actitud por un tiempo. Se le veía feliz, compartía con la familia, vestía
más juvenil y hasta un día ocurrió un milagro: buenos días, Orlando, le traje
para su desayuno estos buñuelos que tanto le gustan. El tío Orlando casi se
muere de la emoción, le encantaban aquellos buñuelos.
El viejo Borda lo terminó descubriendo
todo, castigó severamente a su hija y la encerró en su casa. Ella se reveló y
renegó de las ideas de su padre. Una mañana de domingo, tocó a nuestra casa,
tenía una maleta y los ojos rojos de tanto llorar. Los abuelos terminaron
aceptando que viviera con nosotros, pero con la condición que durmiera en la
habitación de la tía Julia. Sandra era una buena mujer, inteligente, hermosa y
“con un gusto de quinta”, como decía el tío Orlando, si yo estoy más bueno que
Sandro. Se volvieron en poco tiempo buenas amigas con la tía Julia y fue
gracias a ella que mi tía terminó aceptando la propuesta de matrimonio de Agustín.
Lastimosamente, el tío Sandro volvió a ser
el de antes. Empezó a descuidar a Sandra y a preocuparse más por sus clases. La
trataba mal y hasta llegó a gritarle una vez enfrente de toda la familia. Una
mañana de marzo, Sandra se fue de la casa, cansada de soportar a Sandro. La
noticia no pareció afectarle en nada a mi tío. No seas idiota, hermano, es una
gran mujer, le dijo el tío Orlando, no se meta en lo que no lo han llamado, le
contestó él. A la mañana siguiente, salió como un loco a buscarla. Incluso fue
a hablar con el viejo Borda que por aquella época estaba en la cárcel acusado
por estafa. No sé nada, hace años que no la veo, le dijo el encarcelado
profeta. Puso anuncios en periódicos y su fotografía salió en las cajas de la
leche. Sandra desapareció. El tío Sandro nunca se lo perdonó, lloró encerrado
en su habitación y terminó casándose por despecho con una vieja horrible que no
amaba y que tenía una personalidad de general.
Sandro, desde niño, se caracterizó por ser
un excelente estudiante. Sus trabajos eran impecables, lo mismo que su forma de
vestir, su ortografía en la primaria era mejor que la de muchos de sus
profesores y las matemáticas nunca le ocasionaron problemas. Al finalizar la
secundaria, ya dominaba dos idiomas y su prueba de estado fue el mejor puntaje
del país durante muchos años. Sin embargo, él siempre mostró una gran
inestabilidad afectiva. Cualquier nimiedad lo dejaba sumido en una profunda
depresión. Pero, sin lugar a dudas, su talón de Aquiles siempre fueron sus
relaciones con las mujeres. Se enamoraba con la misma facilidad con que el tío
Orlando se negaba repetir desayuno, almuerzo o comida; por lo general, eran
mujeres mucho menores que él. Después de cada ruptura amorosa, pasaba semanas
encerrado en su habitación, bebiendo y maldiciendo a todas las mujeres.
El tío Orlando era un mundo, como pudieron
darse cuenta, completamente distinto. Una bestia, como decía el tío Sandro, en
todo lo que tuviera que ver con estudio. La ortografía siempre le pareció una
pérdida de tiempo, ¡y cómo joden por esas malditas tildes!, solía decir.
Aprendió a leer, gracias a la paciencia y el gran esfuerzo de la tía Julia,
que, a pesar de ser dos años menor que él, se convirtió en su profesora
privada. Las matemáticas siempre fueron su mayor dolor de cabeza y nunca, en
palabras de su hermano, logró resolver su gran dilema matemático, ¿cuánto es
dos más dos? La tía Julia prácticamente repitió dos veces cada año de escuela.
Si no hubiera sido por ella, el tío Orlando se hubiera quedado toda la vida en
párvulos.
Sin embargo, siempre demostró gran madurez
en el aspecto afectivo. No se dejaba deprimir por los mordaces comentarios de
sus compañeros de clase, aceptó con gran serenidad todos los ¡no quiero ser su
novia, Orlando! de todas las chicas a las cuales se les declaró y nunca se
sintió menos a pesar de que, en el colegio, siempre lo comparaban con su
brillante hermano. Con el paso de los años, el tío Sandro siguió
caracterizándose por su gran lucidez mental y su gran fragilidad afectiva y el
tío Orlando, por su poca cultura y una paz interior que la envidiarían hasta
los monjes tibetanos.
Nunca perdió la cabeza, ni siquiera cuando
se ganó el premio mayor de la lotería nacional. Era un sábado, lo recuerdo
bien, el tío Orlando seguía durmiendo, los sábados y los domingos no abría la
zapatería, soy un ser humano, necesito descansar, decía. La familia estaba
pasando por una grave crisis, hacía una semana habíamos enterrado al tío
Sandro, que se había terminado quitando la vida en un rito de una secta abominable.
Gracias a Dios que aquel africano logró contrarrestar y vencer definitivamente
aquel grupo de hombres adoradores del suicidio. Esa fue la única vez que vi al
tío Orlando deprimido. Aquel día, en el cementerio, antes de depositar a su
hermano en una bóveda de soledad y silencio, dijo unas hermosas palabras que
hizo llorar a todos los que estábamos presentes. Yo nunca llegué a sospecharlo,
pero aquellos dos hermanos se amaban a su manera. El tío Sandro le dejó todo al
tío Orlando, él se lo entregó a los abuelos y, gracias a eso, pudimos
cambiarnos a una casa más amplia y yo pude ingresar a estudiar medicina en la
universidad más prestigiosa del país.
A las dos de la tarde, se levantó, desayunó
y almorzó al mismo tiempo, como acostumbraba y después se arregló con su traje
azul desteñido, Franz, ¿me puede acompañar al cementerio?, quiero visitar a
Sandro, por supuesto, tío. De regreso, pasamos por donde Mariano, que nos
estaba esperando con desespero, ¡Orlando, te ganaste el gordo de la lotería!
Saltó como un niño, abrazó y besó a los perros que la tía Julia recogía de la
calle, alzó los abuelos y gritó por todo el barrio: ¡soy millonario! No, no
hizo nada de eso. Tomó el periódico que Mariano traía en la mano, sacó su
enorme cartera y buscó el billete de lotería, lo comparó y lo corroboró. Le
devolvió el periódico a Mariano y nos marchamos para la casa. En esta familia,
estamos de luto, no vale la pena perder la cabeza por plata, nos dijo a todos.
Siguió viviendo en su hedionda habitación,
sólo se compró un televisor más grande. La mayor parte del dinero la repartió
en la familia y entre sus amigos. Siguió trabajando por algunos años más en su
zapatería y lo más extravagante que hizo con su fortuna fue viajar a un
zoológico en México a ver unos bebés elefantes, realmente amaba aquellos
enormes animales. Me pidió que lo acompañara. Nos divertimos como dos niños,
recuerdo que se tomó como cien fotos al lado de los hermosos gigantes. Al mes
de nuestro regreso, un fulminante ataque cardiaco se lo llevó. Su entierro fue
multitudinario. Los abuelos ya habían muerto, la tía Julia y Agustín pasaban la
mayor parte de su tiempo trabajando en una fundación por la defensa de los
animales que el tío había financiado y en una clínica veterinaria que tenían,
eran padres de dos hermosos niños, al mayor de ellos lo llamaron Orlando;
Mariano seguía con su pollería, de Bernarda Escorcia se hablaba por aquella
época por todo el país, el presidente de la República había dejado a su mujer
por ella; Elena seguía siendo flaca como un fideo, soltera, con su hermoso
rostro, pero ya no era virgen, siguió trabajando de bibliotecaria durante
muchos años, pero no por necesidad, pues el tío Orlando le dejó una muy buena
cantidad de dinero. Don Giuseppe, después de una cirugía de corazón abierto que
le practiqué, abrió un excelente restaurante italiano en el centro de la
ciudad.
Después de que terminé mi especialización
en cardiología, conocí a una joven e inteligente ingeniera que me recordaba
mucho a una mujer de mi pasado, me casé con ella y me hizo un hombre muy feliz.
Cómo es de pequeño el mundo, Sofía, mi adorada esposa, resultó ser hija de
Sandra, la única mujer que el tío Sandro amó, como escribió en la nota que nos
dejó antes de quitarse la vida. Una mañana de lluvia, fuimos los tres a visitar
la tumba del tío Sandro, la señora Sandra lloró como una adolescente. Ese día
también aproveché para visitar al tío Orlando, su tumba era fácil de
identificar porque estaba al lado de una hermosa escultura de un bebé elefante.
Han pasado muchos años de la muerte de mi
tío Orlando pero aún lo extraño mucho. Fue un gran hombre. Él me enseñó que no
debía complicarme la vida por pendejadas ni estupideces materiales, que la risa
prolonga la existencia y que la familia es lo primero. Mi tío Orlando envidiaba
los animales, llevan una vida del putas, solía decir, comer, dormir y cagar y
no hacer nada más, que otra cosa se puede pedir, eso es el paraíso, el paraíso
y nada más.