jueves, 6 de diciembre de 2018

TENTH

A Luciana Sofía
Por: Mauricio Rincón Andrade


El teólogo se despertó aquella mañana con una incertidumbre que le carcomía las entrañas: la posibilidad de que no existiera vida después de la muerte. Se levantó presuroso y se dirigió a su biblioteca, que tenía una muy buena colección de libros de teología y poesía. Buscó por un breve espacio de tiempo y tomó un mamotreto empastado en azul oscuro, como todos sus libros de teología, los de poesía estaban empastados en rojo. Era un viejo tratado de novísimos, leyó con la respiración entrecortada y haciendo un gran esfuerzo para tomar aire. Aquellas enredadas descripciones y complicadas explicaciones teológicas se le asemejaban más a la famosa novela de Lewis Carroll que a un libro académico. No hay vida después de la muerte, le gritaba su corazón y su cerebro estaba empezando a asentir.

Se dirigió a la facultad de Teología de la Universidad Pontificia de la ciudad, donde dictaba clases desde hacía más de diez años por dos. Caminó por los pasillos largos y lúgubres, entró al salón 409, saludó a sus estudiantes, una veintena de pichones de cura, vírgenes y asolapados; sacó el mamotreto, el viejo tratado de novísimos, lo tiró en el cesto de la basura con los ojos atónitos de sus estudiantes, le prendió fuego y les dijo lacónicamente:

- ¡No existe vida después de la muerte!

Salió del salón, entró en el despacho del decano sin anunciarse y le entregó su carta de renuncia. Salió de la oficina y caminó lentamente hacia el parqueadero con la cabeza erguida y las manos dentro de los bolsillos de su pantalón. Encendió su auto y lo dirigió por una concurrida avenida, se detuvo en un pequeño establecimiento, sucio, con mesas de madera y troncos como sillas, pidió un trago de aguardiente y se lo tomó como si se tratara de agua, fondo blanco. Otro, por favor, éste lo degustó un poco más, al tercero, se atrevió a hablarle al tendero, nunca había tomado aguardiente, le dijo, sabe horrible, pero me hace sentir varón, el tendero lo miró como si se tratara de un loco. Después del quinto trago, se levantó, meó en un orinal amarillento y demasiado bajo para su estatura, pagó, dio una buena propina y se subió de nuevo a su auto.

Ya entrada la noche, llegó a un viejo pueblo. Tocó a la puerta. Era una casa antigua, con un hermoso jardín en el portal, ventanales inmensos y una bellísima puerta de madera de estilo rococó, parecía un lugar estacionado en el pasado. Le abrió una mujer de color, vieja y sin arrugas, -definitivamente los negros no envejecen- pensó. Preguntó por la señora, la conserje lo dejó entrar, ya lo conocía, lo observó de reojo y le pareció percibir cierto tufo a aguardiente, ya lo anunció. A los pocos minutos, bajó la señora, una mujer bien conservada, hermosa, viuda y con mucho dinero, no tenía hijos y el teólogo era uno de sus mejores amigos. Lo saludó con un beso en la mejilla, también percibió el tufo y lo hizo pasar al estudio. El teólogo se quedó observándola con concupiscencia y le dijo sin pensarlo dos veces:

- ¡Hace diez años que la deseo!

Todo había empezado hacía diez días en el teatro municipal de la capital. El escenario estaba a reventar. Presentaban la famosa cantata profana de Carl Orff, Carmina Burana. Una obra impactante, en ocasiones festiva y, en otras, lúgubre. Es increíble que con unos poemas de monjes disolutos que alababan el alcohol y los placeres del sexo, se pueda componer una verdadera obra de arte, pensaba el teólogo mientras escuchaba, ¡oh Fortuna!, el primer número de la cantata. Esa noche no pudo dormir, no lograba sacar de la cabeza a Margaret, su mejor amiga desde hacía diez años. Lo peor era que se la imaginaba desnuda. El teólogo sentía que la estaba irrespetando. Pero su corazón era más fuerte, deseaba abandonar aquella oscura habitación, confesarle su amor y amarla para siempre. La razón se lo impedía. Margaret era viuda y, como ella misma se lo había dicho un día, no quiero volver a pasar por la maldita tortura de reconocer que todo es mortal, hasta el amor.

No tuvo el denuedo. Se quedó en su habitación esperando que la vida le mostrara el momento indicado. A los diez días, se dio cuenta que la vida no muestra un carajo y que somos nosotros los que tenemos que buscar los momentos. Las siguientes noches, trozos de la cantata de Orff empezaron a tomar vida propia en el mundo onírico del teólogo. Aquellas letras lascivas se mezclaban con imágenes perfectas de Margaret desnuda y dispuesta para el acto carnal. Su rostro gimiendo, sus piernas abiertas, sus senos erectos, ¡no!, despertaba el teólogo como si regresara de una horrible pesadilla. Era una lucha absurda. Margaret era una mujer viuda, sin ningún compromiso, además de atractiva; el teólogo era un hombre soltero, que se había retirado hacía más de diez años por tres del seminario y que había decidido seguir con los estudios eclesiásticos por el simple placer que le suscitaban. Por eso, había terminado en la Facultad de Teología, enseñando como un laico, pero viviendo como un cura.

Nunca había logrado despegarse de aquellos largos años en el seminario. Se vestía como un cura, rezaba más que un monje, se confesaba dos veces al año, asistía a misa todos los días, no bebía ni fumaba y no iba a los prostíbulos porque era pecado, a pesar de que muchas veces lo deseó. Nunca había logrado entablar una relación seria con ninguna mujer, su timidez se lo impedía; sin embargo, desde la aparición de Margaret en su vida, las cosas habían cambiado un poco. La había conocido en una exposición de pintura, desde que la vio, le llamó la atención, era una mujer hermosa, estaba concentrada observando un cuadro, el teólogo venció su timidez y entabló una conversación por primera vez en su vida con una mujer que no conocía.

Al siguiente día, fue a su casa. Se sentía como un adolescente en su primera cita. La casa de Margaret quedaba en un pueblo cercano a la capital, era un viejo caserón, rodeado de naturaleza y con muy buen gusto en el interior. La debilidad de Margaret era el barroco, la música, la pintura, la escultura y hasta los muebles de esta época le gustaban mucho. Su misma forma de vestir tenía mucho de ese estilo, bastante cargado y con muchos accesorios, -debe ser grandioso desnudar a esta mujer- pensaba el teólogo mientras la escuchaba con atención. Todo iba bien, tal como lo había imaginado el teólogo, hasta que Margaret le contó que estaba casada hacía diez años y que su esposo era un importante hombre de negocios que pasaba la mayor parte del año viajando.

Esa misma noche, el teólogo sufrió por primera vez por amor. Era absurdo, pensaba, hacía prácticamente un día que la conocía, uno no se puede enamorar tan rápido. Sentía rabia y culpa, deseaba la mujer del prójimo y eso era pecado. Trató de alejarse, pero su corazón se lo impidió, las visitas aumentaron y, en poco tiempo, entablaron una sólida relación de amistad. La amistad es una tortura cuando hay amor de por medio. Pero lo resistió estoicamente. A los diez meses de haberse conocido, ocurrió un “milagro”: el esposo de Margaret murió en un terrible accidente aéreo. Esa noche el teólogo se flageló como en sus viejos tiempos en el seminario. No podía alegrarse tanto por la muerte de un hombre, la culpa lo invadió de nuevo y por un tiempo no se atrevió a ver a Margaret a los ojos, no puede darse cuenta lo feliz que me siento. Se refugió en sus clases y en la esperanza de que su amiga lo viera alguna vez como un amante no como un amigo.

El teólogo entró al seminario siendo aún un niño. Sus padres lo llevaron de la mano a aquel viejo edificio de cien habitaciones, rodeado de jardines, con una hermosa iglesia al lado derecho y un campo de fútbol al izquierdo. Allí estuvo por más de diez años. Se adaptó fácilmente por su personalidad introvertida y su temperamento dócil y moldeable. Obedecía al pie de la letra, hablaba poco, estudiaba y rezaba mucho, y disfrutaba de las tardes de deporte. Durante sus primeros años de formación, no tuvo prácticamente ningún contacto con las mujeres, las únicas que veían eran a su madre y a su hermana, que iban una vez al mes a llevarle ropa y golosinas que escondían muy bien para comérselas solo en la noche. En vacaciones, se encerraba en la iglesia de su pueblo y leía gran cantidad de libros.

La cocinera del seminario era una vieja malgeniada, que olía a mil demonios, que no cruzaba palabra con los jóvenes pichones de cura y que además era atea, pero esto último nunca lo afirmó abiertamente. El teólogo acababa de cumplir quince años cuando aquella imagen se apoderó de su alma. La lavada de los platos se distribuía en grupos de a cuatro, ese día al teólogo le tocó solo. Sus compañeros de oficio le habían cambiado libros por trabajo, él había terminado aceptando, no sólo porque estuviera interesado en los libros, sino porque no se sentía cómodo con sus compañeros que sólo hablaban de mujeres. Ese día la cocinera había llevado a su sobrina, una alegre y hermosa jovencita que hacía diez días había tenido su primera regla. Todo ocurrió en un segundo. La cocinera se fue a buscar tomates en el huerto y la sobrina se quedó escondida en la habitación de su tía, pues tenía prohibido llevar jovencitas al seminario. La chica salió y se dirigió a la cocina, el teólogo estaba absorto en su labor y no se percató de la presencia de la joven mujer. Mientras él lavaba los trastos, la sobrina de la cocinera empezó a desnudarse, cuando estuvo completamente desnuda se empezó a masturbar, éste volteó a mirar y dejó caer el plato que tenía en la mano. Esa imagen no lo dejó dormir esa noche. No lo comentó con nadie, ni siquiera con su confesor, no lograba concentrase en la oración y se distraía fácilmente en las clases. A los diez años de aquella visión, el teólogo se retiró del seminario.

No lograba entender la razón por la que Dios exigía ese sacrificio, el hombre está hecho para la mujer y la mujer para el hombre. A su alrededor observaba algunos hombres, viejos, cansados, resabiados y vírgenes, que huían de las mujeres y que se flagelaban cuando deseaban a una, muchas veces los escuchó mientras él pensaba en aquella imagen. No volvió a ver a la jovencita y la cocinera murió a los diez meses del incidente, víctima de una serpiente venenosa que se entró a la cocina del seminario, nadie supo por dónde.

El mundo real del teólogo era triste, solitario y hasta lúgubre, pero su mundo de onírico era increíblemente rico. Fue allí donde acarició unos senos por primera vez, donde venció la timidez y habló con muchas mujeres hermosas e inteligentes; donde le gritó al rector del seminario que odiaba sus clases y que sabía lo suyo con la sacristana; donde se convirtió en astronauta, millonario y jugador profesional de fútbol. Al despertar, era el mismo ser introvertido, tímido y con una relación con las mujeres reducida a una imagen de una jovencita masturbándose en la cocina de un seminario. Fue gracias a un sueño que decidió dejar definitivamente aquel monumento a un Dios que no entendía del todo. El teólogo se levantó aquella mañana con una incertidumbre que le carcomía las entrañas. La posibilidad de que hubiera tomado el camino equivocado. Se levantó, habló con el rector y le comunicó su decisión, empacó y se fue para la capital. Se alojó en una pensión barata pero limpia e inició una nueva vida que sustancialmente no difería mucho de la que llevaba en el seminario. Se matriculó en la Universidad Pontifica de la ciudad para seguir con los estudios eclesiásticos y consiguió un trabajo de medio tiempo. Cuando se graduó, pasó a trabajar en la misma universidad.

Después de su salida del seminario, algo permaneció intacto: su mundo onírico siguió siendo rico y su mundo real solitario y aburrido. Gozó en su interior de una libertad que sentía que no poseía antes, pero siguió viviendo como un religioso más. Su timidez sólo la vencía en los salones de clases y su contacto con las mujeres se reducía a aquella imagen del pasado. Sólo un ser logró sacarlo de aquel letargo de vida, Margaret. Después de la muerte de su esposo, Margaret vivió un luto riguroso durante diez meses, pasado ese tiempo, volvió a los colores abigarrados y al sin número de accesorios. Las visitas del teólogo aumentaron. Salía disparado de sus clases en la universidad para el pueblo donde vivía su amiga, muchas veces se quedaba, en la alcoba de huéspedes, por supuesto. Otras veces, salía bien entrada la noche y se refugiaba en su mundo onírico para tener a Margaret el resto de la velada. Dialogaban de muchos temas; en ocasiones, ella le tomaba la mano distraída en la conversación y él se sentía el hombre más feliz del mundo. Sólo una vez se dejaron de ver.

Margaret viajó a Polonia, allí estuvo por más de diez meses. El teólogo casi se muere. En ese país, vivía la hermana menor de Margaret, estaba casada con un polaco y tenían tres hijos. El teólogo le escribía todos los días y su única distracción era el cine, al que asistía solo, y a las películas que no le recordaran el vacío que sentía su corazón. Ella le escribió diez cartas, una por mes, siempre las llevaba consigo y hasta se las aprendió de memoria. A los diez meses, Margaret regresó, más hermosa que nunca y con la noticia de que se casaba. Esa misma noche, el teólogo sufrió por segunda vez por amor. Lloró como un niño, maldijo su timidez, su estúpida personalidad anclada en un seminario y el dolor que produce el amor. A los diez días, el teólogo se flageló por segunda vez desde su salida del seminario. El futuro esposo de Margaret murió en un terrible accidente aéreo cuando se dirigía a casarse con su amada. El teólogo saltó de alegría, rio como un niño y se flageló con más fuerza que la primera vez, -no puede darse cuenta lo feliz que me siento-decía.

Pasados unos días, corrió hacia la casa de Margaret a confesarle su amor, sin embargo, no tuvo el valor, ella lo recibió llorando, maldiciendo su suerte y el error que había cometido, olvidar que todo es mortal, hasta el amor. El teólogo calló de nuevo, la acompañó toda la noche y durmió en la habitación de huéspedes. Esa noche acarició unos senos por segunda vez, los de Margaret, pero en su rico mundo onírico. Pasaron diez meses. El teólogo compró dos entradas para una de sus obras favoritas, la famosa cantata de Carl Orff. Margaret lo acompañó. Esa noche no quiso quedarse en su casa, la dejó y regresó a su apartamento con una gran biblioteca y una cama demasiado estrecha para su estatura. A los diez días de la audición de la cantata, se levantó con una incertidumbre que le carcomía las entrañas: la posibilidad de que no existiera vida después de la muerte. Después de quemar un viejo tratado de teología frente a sus estudiantes, de renunciar a su cátedra, de tomar aguardiente por primera vez y de mear en un orinal demasiado bajo para él, se dirigió a donde su amiga y le dijo sin pensarlo dos veces:

- ¡Hace diez años que la deseo!

Margaret le chantó una cachetada, por estúpido, no por atrevido. Esa noche el teólogo perdió su virginidad, a los cincuenta años, y acarició unos senos por tercera vez en su vida, pero esta vez no en su rico mundo onírico sino en su nuevo mundo real.

miércoles, 5 de septiembre de 2018

URDIMBRE

A Luciana Sofía
Por: Mauricio Rincón Andrade



Verdiana se levantó temprano para ir a su trabajo mientras Mateo hacía lo mismo, igual que Nazaret, Andrea, Sebastián, Andrés, Santiago, Julia, Carolina, Amy y Thomas. Mateo ama a Andrea, quien aconseja a Nazaret, su mejor amiga, que se case con Sebastián, pero ella se dio cuenta que no lo ama, sino que está empezando a sentir algo muy fuerte por Andrés, con quien finalmente se casará. Mateo no se atreverá a confesarle su amor a Andrea, hasta que ella le comunique que viajará a París a estudiar arte. En el preciso momento en que Mateo trata de articular un “te amo” y todo lo demás con lo que solemos adornar la expresión, Santiago, el mejor amigo de Mateo, le escribe versos de amor desesperados a Julia, quien, en ese preciso momento también, le está haciendo el amor a Carolina, su novia, que nunca ha querido presentar como tal a sus amigos y a quien conoció en el metro mientras leía a Tolstoi, un autor que le fascina y del cual Santiago no ha leído ni una página, porque en realidad no le gusta leer, sino pintar y recoger perros callejeros para curarlos y buscarles un hogar, junto con Amy, su amiga de toda la vida. Amy está enamorada de Santiago, pero no se ha atrevido a decírselo, pensando que él, tarde o temprano, se dará cuenta, sin embargo, después de casi dos años está perdiendo la fe que tal cosa suceda y ha llegado a pensar, que no ha sucedido, porque ella no es tan bella como Julia. Se equivoca, Amy, porque en realidad no tiene nada que envidiarle a Julia ni a las otras amigas de Santiago, incluso Carolina, el día que la conoció, quedó tan prendada de ella, que esa noche, mientras le practicaba sexo oral a su novia, se imaginaba que en realidad estaba en la vagina de Amy. Thomas acaba de terminar las Laudes y se dirige al refectorio del seminario a desayunar, luego, tendrá que salir muy rápido hacia la universidad donde estudia Teología; Thomas no lo sabe, pero en pocos días conocerá a Verdiana, alguien que le cambiará la vida. Es un buen tipo, Thomas, y nada feo en realidad, pero desde hace un tiempo su existencia le está empezando a hartar y aquella semilla de vacuidad, junto con el profundo impacto que tendrá la figura de Verdiana en su vida, le hará abandonar, de forma definitiva, lo que hasta ahora creía de verdad. Andrea, quedó conmovida por la confesión de Mateo, pero a pesar de eso, le dijo, de forma sucinta y clara, que nada le haría cambiar su decisión de viajar a París. Mientras Mateo piensa que definitivamente ha perdido a Andrea, Santiago se dirige al apartamento de Julia a hacer lo mismo que su amigo, es decir, desnudar su corazón, mejor que no llegó, porque hubiera interrumpido un buen sexo y además, se habría enterado que Julia es lesbiana; no llegó, Santiago, porque, mientras conducía, se topó con un perro callejero que recién habían atropellado y quien luchaba por aferrarse a la vida. Verdiana llega temprano a su trabajo, mientras toma un café saluda a Felipe y a Juan, dos de sus compañeros y con los cuales, suele almorzar. Felipe está casado con Almudena, tiene dos hijos, Luciana Sofía y Esteban, y no hay nada que disfrute más que pasar el mayor tiempo posible con ellos; a diferencia de él, Juan, es soltero, pero tiene una hermosa novia que se llama Ana María, que se lleva muy bien con Verdiana. Ana María es una gran deportista, e incluso, a invitado varias veces a Verdiana para que se una a su equipo de fútbol, pero a ella, en realidad, nunca le ha llamado la atención correr en pantaloneta tras un balón, finalmente lo hará y esto cambiará su vida para siempre. Felipe suele invitar a Juan, Ana María y Verdiana a su casa, Almudena es una gran cocinera. Después de la comida y del postre, que normalmente lo lleva Verdiana, se reúnen todos a jugar, monopolio casi siempre, Felipe siempre termina quebrado y Almudena adinerada. Finalizada la velada, Juan lleva a Verdiana a su casa y luego se va a su apartamento con su novia a una noche de sexo apasionado, Verdiana se pone a tejer, algo que le enseñó a hacer su abuela y que no sabe por qué razón la relaja tanto. En el instante en que Verdiana empieza una cadeneta, Thomas, encerrado en su habitación del seminario, empieza a leer un libro de escatología, lee unos cuantos párrafos, pero cierra el texto sin comprender nada, se mete en las cobijas, se masturba y se duerme sin saber que al día siguiente su vida cambiará, gracias a un encuentro que tendrá. Ana María se levanta temprano para su entrenamiento de fútbol, lleva dos años en el equipo y lo disfruta mucho, no solo porque ha mejorado con las prácticas, sino, porque, además, ha hecho buenas amigas. Luisa Fernanda es con la que mejor se lleva. Ambas ingresaron al mismo tiempo al equipo, pero Ana María ha evolucionado más, sin embargo, Luisa Fernanda es la que más ganas le pone a los partidos y no protesta cuando la cambian, normalmente la acompaña su novio, que tiene un nombre distinto cada mes: Antonio, Raúl, Eduardo, Román y otra lista interminable que Juliana, la más joven de equipo, sabe recitar. Pero, sin lugar a dudas, el novio que más recuerdan todas es a Marcial, porque varias de ellas lo vieron haciéndole el amor a Luisa Fernanda en la silla trasera del auto de su novia. Ese día, Ana María, se excitó tanto, que tuvo que llamar a Juan para que la fuera recoger y la llevará lo más rápido que pudiera a un motel. Mientras todas esperan al entrenador, Juliana les cuenta que hace unas semanas tiene novio y el próximo entrenamiento se los presentará; Ana María les comunica que una de las compañeras de trabajo de Juan ingresará al equipo, mientras están hablando llega el entrenador; hola, niñas, ¿cómo están?, Luisa Fernanda, como siempre, se abalanza hacia él, lo saluda con un sonoro beso en la mejilla, le pasa la mano por el trasero y le pregunta al oído, ¿cuándo diablos vas a abandonar ese horrible seminario en que vives y vas a conocer mujer?, ¡si tú quieres, yo me puedo ofrecer!, Thomas sonríe y las manda a que troten por lo menos veinte minutos, en ese momento, llega Verdiana y la vida de Thomas no volverá a ser igual.


lunes, 23 de julio de 2018

MI TÍO ORLANDO ©

A Luciana Sofía
Por: Mauricio Rincón Andrade


Mi tío Orlando envidiaba los animales, llevan una vida del putas, solía decir, comer, dormir y cagar y no hacer nada más, que otra cosa se puede pedir, eso es el paraíso, el paraíso y nada más. Se levantaba al medio día, desayunaba y almorzaba al mismo tiempo, sí, mi tío Orlando era gordísimo. Después de su desayuno-almuerzo se iba a su trabajo en una zapatería, no abría temprano, nos decía, porque no se debe forzar el cuerpo, a las tres de la tarde es una hora muy buena para empezar a atender a la clientela. Era muy bueno con los zapatos, pero tenía pocos clientes, casi nadie soportaba su hedor que se respiraba a cuadras, mi tío Orlando se bañaba cada quince días. Por ecológico, decía él, hay que ahorrar agua, limpiando tanto culo diariamente es imposible que no se agote. Nunca entendí del todo su conciencia ecológica. Además, no entregaba un trabajo a tiempo, para qué afanarse, decía él, la vida es muy corta. A las seis de la tarde cerraba su zapatería y regresaba a la casa, los burros son los que trabajan ocho horas, yo soy un ser humano. Se sentaba frente a su televisor de catorce pulgadas y mientras engullía un emparedado de treinta y cinco centímetros, veía seis telenovelas de corrido. Come como un cerdo, decía el tío Sandro. Y tenía razón, pues el tío Orlando comía con su gran boca abierta y haciendo una serie de ruidos extraños.

Mi tío Orlando amaba los elefantes y odiaba todo lo que tuviera que ver con cultura. “Cultura y aburrición son la misma situación”, era la estúpida frase que siempre esgrimía cada vez que se le invitaba a una conferencia, a un museo o a una exposición de pintura. El tío Sandro, su hermano, era un distinguido profesor que trabajaba en la universidad más prestigiosa de la ciudad. Es increíble que dos seres tan antagónicos hayan salido del mismo útero, solían comentar los vecinos. El tío Sandro era toda educación, cultura, pulcritud, un maricón bien vestido, en palabras de Mariano. El día de la ceremonia de graduación como abogado de Sandro, al tío Orlando no lo dejaron entrar. Iba vestido con su traje azul desteñido, unos zapatos rojos y una corbata amarilla con caritas felices. Los encargados de controlar la entrada llamaron al tío Sandro para preguntarle si era verdad lo que decía ese hombre, no, les dijo él, ese payaso no es mi hermano. El tío Orlando nunca se lo perdonó. No tanto por el desprecio de su hermano sino porque no pudo participar de una deliciosa comida que ofreció la universidad a sus mejores estudiantes y a sus familias.

Los abuelos eran dos seres sencillos que habían logrado sacar adelante a sus hijos gracias a una panadería. Por esa razón, el tío Orlando se engordó desde muy niño, comía más pan que todo el vecindario junto. Amaron y respetaron a sus hijos hasta el final de sus días, especialmente al tío Orlando, y siempre lo defendieron de las risas y críticas de toda la familia. Sí, duerme más que un oso en invierno; sí, no come, sino que traga; sí, huele a mil demonios; sí, no lleva mucho dinero para los gastos de la casa; sí, es más feo que un carro por debajo; sí, ronca como por diez cerdos; sí, tiene pésimo gusto para vestirse; pero es un buen hombre, no le gusta el licor, ni el cigarrillo, ni otros de esos horribles vicios, es muy amoroso, y además nuestro querido Orlando es el único que nos hace reír a carcajadas con todas sus ocurrencias, decían los abuelos.

En casa, además de los abuelos, vivía el tío Orlando, el tío Sandro, la tía Julia, quien era la menor y yo. Mi madre había muerto siendo aún muy joven, a mi padre nunca lo conocí, se marchó del barrio después de haber deshonrado a la familia. La tía Julia estudiaba antropología en la universidad, amaba los animales con un amor casi patológico y era muy hermosa, era la mujer con más enamorados de todo el vecindario. Trabajaba en una revista científica y era la única que soportaba ver telenovelas en la habitación del tío Orlando. Fue seguramente una de las mujeres que más amó y respetó al gordo deforme ese, como lo llamaba Sandro. El día del matrimonio de la tía Julia con Agustín, el tío Orlando lloró como un niño, Julia lo tranquilizó diciéndole que siempre sería bien recibido en su casa.

El tío Sandro, sí, parecía un maricón bien vestido. Sus trajes eran impecables, su peinado de galán de los años sesenta, reloj de leontina, zapatos brillantes, chaleco, gabán y más organizado que cura viejo. En su enorme habitación ni una aguja estaba fuera de lugar. Las medias y las camisas estaban organizadas por colores, los zapatos en cajas individuales, sus libros por tamaños y su cama tendida como la de los hoteles importantes. No soportaba por más de diez minutos al tío Orlando, incluso había días en que no le dirigía la palabra. El tío Sandro era un hombre serio, de pocas palabras, con un genio de mil demonios, pero un excelente catedrático. Vivió en casa de los abuelos hasta una edad muy madura a pesar de recibir un buen sueldo. Se terminó casando con la secretaria del rector de la universidad en donde trabajaba. Una mujer con una personalidad de general, más ciega que un topo, y más fea que yo, como dijo mi obeso tío. Nunca invitó a su hermano a su apartamento y hasta un día de navidad se atrevió a cerrarle la puerta en las narices. El tío Orlando no se enojó tanto por la grosería de su hermano, sino porque se perdía otra deliciosa comida.

Don Giuseppe era un italiano que hacía muchos años vivía en el barrio. Él les había comprado la panadería a los abuelos y era el banco privado del tío Orlando, siempre le prestaba dinero. Dialogaban mucho de fútbol, de comida y de viejas, como verdaderos hombres, según decían. Don Giuseppe también era un hombre gordo y muy amable con todas las personas. Sólo una vez fue a cenar a la casa, con gran disgusto del tío Sandro que esa noche decidió comer fuera, pero con gran alegría del tío Orlando. Se comieron hasta las sobras. Ese día casi me reviento de la risa, eran dos seres con un sentido del humor único. Ellos me enseñaron que la risa prolonga la vida y que debía desconfiar de aquellos que no se rieran porque seguramente no serían buenas personas. Tuve la fortuna de salvarle la vida a don Giuseppe en una cirugía de corazón abierto que le practiqué. Todos los doctores íbamos a la habitación del viejo italiano para reímos a carcajadas.

Mariano era otro de los grandes amigos del tío, era el dueño de una pollería. Allí iba frecuentemente el tío Orlando a comerse dos pollos, ¡él solo! Se los “bajaba”, como él mismo decía, con un litro de gaseosa. Mariano lo apreciaba mucho, no sólo porque era uno de sus mejores clientes, sino porque el tío Orlando siempre lo había acompañado en los momentos más difíciles, como lo deben hacer los verdaderos amigos. Mariano había quedado viudo muy joven y nunca se había vuelto a casar. Su esposa había muerto en el parto de su primer hijo, una hermosa niña que bautizó Bernarda. El tío Orlando fue el padrino de bautizo de Bernarda Escorcia, una mujer, que se educó en medio de hombres. Bernarda pasaba la mayor parte del tiempo en la pollería ayudando a su padre. Le gustaba el fútbol, las carreras de autos y las ocurrencias del tío Orlando. Mariano la sacó adelante gracias a la ayuda del tío, pues, como él mismo dijo, no hay nada más difícil que aprender a leer el difícil “manual de instrucciones” que trae una mujer cuando nace. Bernarda, con el paso de los años, se convirtió en una hermosa mujer que competía en belleza con la tía julia, que manejaba con gran ingenio la pollería de su padre y que tenía gran debilidad hacia los hombres mayores. Era toda una Lolita de Nabokov. El mismo tío Sandro perdió la cabeza por ella y por su causa terminó separándose del general del ejército que tenía como esposa. Lastimosamente, Bernarda se encaprichó por otro viejo y terminó dejando al tío. A los dos meses de su partida, el tío Sandro se quitó la vida en un rito de los “absurdista”, una tenebrosa secta que por aquel tiempo invadió el planeta.

Agustín era otro de los mejores amigos del tío. Era un joven estudiante de zoología, que gustaba del rock, del futbol, de la compañía del tío Orlando y que amaba con verdadera dilección a la tía Julia. Solían salir los tres a cine, siempre con la condición de que, te bañes, por Dios, Orlando, bueno, Julia, está bien, me voy a bañar, pero sólo lo hago porque me encantan las películas de Disney. Agustín se convertiría en el esposo de la tía Julia, aunque ese sí, no fue nada fácil de conseguir, pues se le atravesó una competencia muy difícil, un atractivo actor de la pantalla chica. Sin embargo, la tía Julia terminó aceptando a Agustín, ese estúpido actorcito le dio un puntapié a un perro, te lo puedes imaginar Orlando.

Elena siempre fue el amor del tío. Era una mujer de unos treinta años que trabajaba como bibliotecaria en el centro de la ciudad. Era más delgada que un fideo, soltera, con un rostro hermoso y además era virgen. Salió algunas veces con el tío, y recibió con verdadero gusto los regalos que el tío Orlando le enviaba con Agustín. El día del entierro del tío Orlando pude observar unas lágrimas que bajaban por su hermoso rostro, era un gran hombre, recuerdo que me dijo. Nunca fueron novios, sin embargo, se convirtieron en dos excelentes amigos. En uno de los cumpleaños del tío Orlando, Elena le llevó un regalo, un libro, Evangelio según Jesucristo, seguro que te gustará Orlando, prométeme que te lo leerás completo, te lo prometo mi hociquito lindo, pero está como muy gordo, ¿no crees? Se lo leyó todo y hasta con gusto, gracias a ese libro el tío Orlando se aficionó a la lectura y amó con verdadera devoción la obra de José Saramago. Al final de su vida estoy seguro que leyó más que su hermano.

Sandra fue la única mujer que amó verdaderamente el tío Sandro. Hasta esa época yo pensaba que Sandro era alexitímico, no parecía humano. Nunca se le veía desarreglado o trasnochado, no expresaba ningún tipo de sentimiento hacia nadie, fuera de las sátiras que le disparaba al tío Orlando, hablaba poco, no lloraba y no se reía. Se dedicaba a sus clases de la universidad y nada más. Después de que apareció Sandra su vida afectiva se volvió a convertir en un verdadero caos, como cuando era más joven, ya que nunca logró manejar sus sentimientos tan bien como lo hacía con sus clases.

El pastor Borda, como se hacía llamar, era un hombre de unos cincuenta años, bien vestido, sin cabello, sin barba y sin bigote, parece una bola de billar, decía el tío Orlando, que había fundado una secta que llamaba La Verdadera Iglesia de Cristo. “Los verdaderos”, como eran conocidos en el barrio, eran el dolor de cabeza del padre Amador. Habían empezado siendo unos pocos que se reunían en el garaje de la casa del viejo Borda, haciendo más ruido que un grupo de viejas histéricas. Sin embargo, con el paso de los años, el pequeño grupo se fue convirtiendo en una multitud, el garaje en una construcción enorme y majestuosa y el viejo Borda en un hombre rico. Proclamaban que el mismo Cristo le había hablado en sueños a Borda y lo había mandado a fundar su verdadera iglesia, ya que las otras sólo eran cunas de corrupción y pecado. Como todas las sectas de garaje los “verdaderos” terminaron convirtiéndose en lo mismo que tanto criticaron.

Borda era un viejo mal hablado, que trabajaba como celador antes de convertirse en profeta, pero que movía masas con su discurso y sus ideas absurdas de Dios. “Los verdaderos” no fumaban, no tomaban licor, se vestían todos iguales, sus cultos eran largos y escandalosos y no comían carne, son unos idiotas, decía el tío Orlando, no comer churrasco, ¡por Dios! Sus relaciones afectivas estaban restringidas a los miembros de su grupo y con la autorización del viejo Borda. La Verdadera Iglesia de Cristo era un negocio bien montado, con fachada de religión, que pedía diezmos escandalosos y que obligaba a sus miembros a dejar parte de sus bienes al “verdadero profeta de Dios”. Él vivía como un rey, tenía dos esposas y una hija. Todo este cuento estuvo encaminado a un nombre, pues la única hija del viejo Borda se llamaba Sandra. El tío Sandro perdió la cabeza por ella.

El tío Sandro perdió la cabeza por ella y hasta asistió por un tiempo a la secta de “los verdaderos” sólo para estar más cerca de Sandra. El viejo Borda no hubiese permitido esta relación, pues el tío nunca quiso pagar los diezmos y además siempre le corregía en público sus errores al hablar. Por eso, lo terminó expulsando de la secta y prohibiéndole que se le acercara a su hija. Sin embargo, no le hicieron caso, siguieron viéndose y terminaron enamorándose perdidamente. Gracias a Sandra, el tío Sandro cambió de actitud por un tiempo. Se le veía feliz, compartía con la familia, vestía más juvenil y hasta un día ocurrió un milagro: buenos días, Orlando, le traje para su desayuno estos buñuelos que tanto le gustan. El tío Orlando casi se muere de la emoción, le encantaban aquellos buñuelos.

El viejo Borda lo terminó descubriendo todo, castigó severamente a su hija y la encerró en su casa. Ella se reveló y renegó de las ideas de su padre. Una mañana de domingo, tocó a nuestra casa, tenía una maleta y los ojos rojos de tanto llorar. Los abuelos terminaron aceptando que viviera con nosotros, pero con la condición que durmiera en la habitación de la tía Julia. Sandra era una buena mujer, inteligente, hermosa y “con un gusto de quinta”, como decía el tío Orlando, si yo estoy más bueno que Sandro. Se volvieron en poco tiempo buenas amigas con la tía Julia y fue gracias a ella que mi tía terminó aceptando la propuesta de matrimonio de Agustín.

Lastimosamente, el tío Sandro volvió a ser el de antes. Empezó a descuidar a Sandra y a preocuparse más por sus clases. La trataba mal y hasta llegó a gritarle una vez enfrente de toda la familia. Una mañana de marzo, Sandra se fue de la casa, cansada de soportar a Sandro. La noticia no pareció afectarle en nada a mi tío. No seas idiota, hermano, es una gran mujer, le dijo el tío Orlando, no se meta en lo que no lo han llamado, le contestó él. A la mañana siguiente, salió como un loco a buscarla. Incluso fue a hablar con el viejo Borda que por aquella época estaba en la cárcel acusado por estafa. No sé nada, hace años que no la veo, le dijo el encarcelado profeta. Puso anuncios en periódicos y su fotografía salió en las cajas de la leche. Sandra desapareció. El tío Sandro nunca se lo perdonó, lloró encerrado en su habitación y terminó casándose por despecho con una vieja horrible que no amaba y que tenía una personalidad de general.

Sandro, desde niño, se caracterizó por ser un excelente estudiante. Sus trabajos eran impecables, lo mismo que su forma de vestir, su ortografía en la primaria era mejor que la de muchos de sus profesores y las matemáticas nunca le ocasionaron problemas. Al finalizar la secundaria, ya dominaba dos idiomas y su prueba de estado fue el mejor puntaje del país durante muchos años. Sin embargo, él siempre mostró una gran inestabilidad afectiva. Cualquier nimiedad lo dejaba sumido en una profunda depresión. Pero, sin lugar a dudas, su talón de Aquiles siempre fueron sus relaciones con las mujeres. Se enamoraba con la misma facilidad con que el tío Orlando se negaba repetir desayuno, almuerzo o comida; por lo general, eran mujeres mucho menores que él. Después de cada ruptura amorosa, pasaba semanas encerrado en su habitación, bebiendo y maldiciendo a todas las mujeres.

El tío Orlando era un mundo, como pudieron darse cuenta, completamente distinto. Una bestia, como decía el tío Sandro, en todo lo que tuviera que ver con estudio. La ortografía siempre le pareció una pérdida de tiempo, ¡y cómo joden por esas malditas tildes!, solía decir. Aprendió a leer, gracias a la paciencia y el gran esfuerzo de la tía Julia, que, a pesar de ser dos años menor que él, se convirtió en su profesora privada. Las matemáticas siempre fueron su mayor dolor de cabeza y nunca, en palabras de su hermano, logró resolver su gran dilema matemático, ¿cuánto es dos más dos? La tía Julia prácticamente repitió dos veces cada año de escuela. Si no hubiera sido por ella, el tío Orlando se hubiera quedado toda la vida en párvulos.

Sin embargo, siempre demostró gran madurez en el aspecto afectivo. No se dejaba deprimir por los mordaces comentarios de sus compañeros de clase, aceptó con gran serenidad todos los ¡no quiero ser su novia, Orlando! de todas las chicas a las cuales se les declaró y nunca se sintió menos a pesar de que, en el colegio, siempre lo comparaban con su brillante hermano. Con el paso de los años, el tío Sandro siguió caracterizándose por su gran lucidez mental y su gran fragilidad afectiva y el tío Orlando, por su poca cultura y una paz interior que la envidiarían hasta los monjes tibetanos.

Nunca perdió la cabeza, ni siquiera cuando se ganó el premio mayor de la lotería nacional. Era un sábado, lo recuerdo bien, el tío Orlando seguía durmiendo, los sábados y los domingos no abría la zapatería, soy un ser humano, necesito descansar, decía. La familia estaba pasando por una grave crisis, hacía una semana habíamos enterrado al tío Sandro, que se había terminado quitando la vida en un rito de una secta abominable. Gracias a Dios que aquel africano logró contrarrestar y vencer definitivamente aquel grupo de hombres adoradores del suicidio. Esa fue la única vez que vi al tío Orlando deprimido. Aquel día, en el cementerio, antes de depositar a su hermano en una bóveda de soledad y silencio, dijo unas hermosas palabras que hizo llorar a todos los que estábamos presentes. Yo nunca llegué a sospecharlo, pero aquellos dos hermanos se amaban a su manera. El tío Sandro le dejó todo al tío Orlando, él se lo entregó a los abuelos y, gracias a eso, pudimos cambiarnos a una casa más amplia y yo pude ingresar a estudiar medicina en la universidad más prestigiosa del país.

A las dos de la tarde, se levantó, desayunó y almorzó al mismo tiempo, como acostumbraba y después se arregló con su traje azul desteñido, Franz, ¿me puede acompañar al cementerio?, quiero visitar a Sandro, por supuesto, tío. De regreso, pasamos por donde Mariano, que nos estaba esperando con desespero, ¡Orlando, te ganaste el gordo de la lotería! Saltó como un niño, abrazó y besó a los perros que la tía Julia recogía de la calle, alzó los abuelos y gritó por todo el barrio: ¡soy millonario! No, no hizo nada de eso. Tomó el periódico que Mariano traía en la mano, sacó su enorme cartera y buscó el billete de lotería, lo comparó y lo corroboró. Le devolvió el periódico a Mariano y nos marchamos para la casa. En esta familia, estamos de luto, no vale la pena perder la cabeza por plata, nos dijo a todos.

Siguió viviendo en su hedionda habitación, sólo se compró un televisor más grande. La mayor parte del dinero la repartió en la familia y entre sus amigos. Siguió trabajando por algunos años más en su zapatería y lo más extravagante que hizo con su fortuna fue viajar a un zoológico en México a ver unos bebés elefantes, realmente amaba aquellos enormes animales. Me pidió que lo acompañara. Nos divertimos como dos niños, recuerdo que se tomó como cien fotos al lado de los hermosos gigantes. Al mes de nuestro regreso, un fulminante ataque cardiaco se lo llevó. Su entierro fue multitudinario. Los abuelos ya habían muerto, la tía Julia y Agustín pasaban la mayor parte de su tiempo trabajando en una fundación por la defensa de los animales que el tío había financiado y en una clínica veterinaria que tenían, eran padres de dos hermosos niños, al mayor de ellos lo llamaron Orlando; Mariano seguía con su pollería, de Bernarda Escorcia se hablaba por aquella época por todo el país, el presidente de la República había dejado a su mujer por ella; Elena seguía siendo flaca como un fideo, soltera, con su hermoso rostro, pero ya no era virgen, siguió trabajando de bibliotecaria durante muchos años, pero no por necesidad, pues el tío Orlando le dejó una muy buena cantidad de dinero. Don Giuseppe, después de una cirugía de corazón abierto que le practiqué, abrió un excelente restaurante italiano en el centro de la ciudad.

Después de que terminé mi especialización en cardiología, conocí a una joven e inteligente ingeniera que me recordaba mucho a una mujer de mi pasado, me casé con ella y me hizo un hombre muy feliz. Cómo es de pequeño el mundo, Sofía, mi adorada esposa, resultó ser hija de Sandra, la única mujer que el tío Sandro amó, como escribió en la nota que nos dejó antes de quitarse la vida. Una mañana de lluvia, fuimos los tres a visitar la tumba del tío Sandro, la señora Sandra lloró como una adolescente. Ese día también aproveché para visitar al tío Orlando, su tumba era fácil de identificar porque estaba al lado de una hermosa escultura de un bebé elefante.

Han pasado muchos años de la muerte de mi tío Orlando pero aún lo extraño mucho. Fue un gran hombre. Él me enseñó que no debía complicarme la vida por pendejadas ni estupideces materiales, que la risa prolonga la existencia y que la familia es lo primero. Mi tío Orlando envidiaba los animales, llevan una vida del putas, solía decir, comer, dormir y cagar y no hacer nada más, que otra cosa se puede pedir, eso es el paraíso, el paraíso y nada más.

miércoles, 23 de mayo de 2018

¿NACER ES SOLAMENTE COMENZAR A MORIR?


A Luciana Sofía
Por: Mauricio Rincón Andrade


Cuando salí del consultorio del doctor Schmidt, me sentía extrañamente tranquilo. Le agradecí su claridad, le di la mano y me despedí. Le entregué a su secretaria una serie de hojas con autorizaciones para otra cantidad ingente de exámenes. Mientras ella revisaba en su computador, me miraba de reojo con cierto pesar, señor Ramírez, en estos momentos tenemos la agenda copada, pero yo me estaré comunicando con usted, por tardar el día lunes, para informarle las fechas de los otros exámenes que le ordenó el doctor, bueno, gracias. Mientras el ascensor me conducía al sótano del edificio, en donde se encontraban los parqueaderos, busqué mi teléfono móvil y me comuniqué con Cristina, mi esposa. Hola, mi vida, ya saliste del médico, sí, ¿cómo te fue?, bien amor, yo te dije que no teníamos nada de qué preocuparnos, me alegra escuchar eso, ¿y los niños?, están ansiosos esperándome para que juegues play station con ellos, diles que en una media hora llegó, bueno amor, entonces te espero y no te imaginas cómo me alegra que los exámenes hayan salido bien, te amo Cris, un beso.

Le había mentido a mi esposa, en realidad no quería repetir por teléfono todo lo que el doctor me había dicho, solo quería escuchar su voz, aquella voz que durante tantos años de matrimonio me había brindado su amor y su apoyo irrestrictos; aquella voz que convertía una barahúnda jornada laboral en un espacio de tranquilidad y sosiego. Cristina me había acompañado por más de quince años y con ella había descubierto que las buenas relaciones solo mejoran con los años. A diferencia de los tópicos que se reían del matrimonio y de las esposas, para mí había significado la mejor decisión de mi vida y Cristina, el ser más maravilloso que pude haber escogido. Al lado de ella y de los niños, que llegaron después de intentarlo por varios años, había formado una familia, una hermosa y unida familia que disfrutaba de las cosas sencillas. Cuando se dormían nuestros hijos, a Cris y a mí nos gustaba quedarnos en el comedor, en torno a un trozo de pastel, para hablar del futuro. Soñábamos con envejecer juntos y disfrutar de la compañía de los nietos.

Me subí en el auto y me quedé unos minutos viendo el logotipo del timón. Aquella tranquilidad, con la que había salido del consultorio del doctor Schmidt, se fue esfumando y de un momento a otro empecé a sentir en lo más profundo de mí, un dolor y desasosiego tales, que unas lágrimas empezaron a surgir. Recordé que la última vez que había llorado había sido viendo una película, basada en una historia real, de un perro japonés llamado Hachiko, que durante años esperó a su amo frente a la estación del tren, como lo acostumbraba hacer todos los días; el amo, que era un profesor universitario, nunca regresó, porque un día, mientras dictaba clases, sufrió una hemorragia cerebral y murió, sin embargo, Hachiko no dejó de ir un solo día a esperarlo, ¡por diez años!

Saqué de mi billetera la fotografía que siempre llevaba conmigo, aquella que nos habíamos tomado en la última navidad con Cris y los niños, estábamos frente al gigante árbol que habían puesto en la plaza central, todos sonreíamos, incluso, Nazaret, mi hermosa nena, llevaba consigo a Buba, su elefantito de peluche, del cual no se desprendía ni para ir al baño. Recuerdo que un día tuve que salir a buscarlo a las dos de la mañana, porque olvidamos a Buba en casa de mis padres; cuando Nazaret se durmió y la subimos al auto, no nos percatamos de llevarnos el peluche. La niña se despertó y empezó a llorar al no encontrar su elefantito a su lado. Por un momento me reí y hasta dije en voz alta: Buba me cae bien. Encendí el auto, pero lo apagué inmediatamente, porque el llanto se presentó con más fuerza y a mi memoria volvieron las palabras del galeno, cuando me dijo lacónicamente: lo siento mucho, señor Ramírez, los exámenes salieron mal, usted tiene un cáncer de hígado muy avanzado.

Muchos seres humanos tenemos la costumbre de organizar nuestras vidas como si la muerte no existiera; como si fuera algo lejano que se guarda en el cuarto de san Alejo de la memoria para más adelante; como si ella no truncara para siempre todos nuestros sueños y proyectos: nos vemos mañana, el próximo lunes hablamos, dejemos el paseo para diciembre, vamos a cine el sábado, la próxima semana jugamos tenis…, todas esas cosas que cuadramos en nuestras apretadísimas agendas, en realidad nadie nos puede asegurar que las cumpliremos. ¿Quién nos garantiza que esta tarde no moriremos o mañana mismo no nos arrebataran la existencia? Es verdad que no podemos vivir presos del temor a la muerte, pero si podríamos guardarle más respeto. Vivimos al lado de ella constantemente, está ahí, imperceptible, recordándonos que somos mortales y que en cualquier momento nos tocará pasar por ella; tal vez hoy, tal vez mañana; en unas horas, en unos días, semanas o meses moriremos y seremos un simple recuerdo más que se irá borrando paulatinamente de la mente de los hombres. Pensándolo bien, como decía un filósofo: nacer es solamente comenzar a morir.

Mientras conducía a casa, pensaba en todas aquellas cosas que nunca se me habían cruzado por mi cerebro, como si el impacto por la noticia que me había dado el doctor Schmidt, hubiera cambiado mi forma de ver la vida. Y no podía ser de otra manera, pues lo que me había comunicado el galeno, no era otra cosa que un memorando algo crudo en donde se me recordaba que era un simple mortal y que en cualquier momento moriría. No sabía cómo se lo comunicaría a Cris. Ella era una mujer muy sensible que lloraba por cualquier cosa, incluso podíamos ver la misma película triste diez veces y todas las veces lloraba, así ya conociera el argumento. Me preocupaba dejar sola a mi familia, me preocupaba pensar que tenía poco tiempo para seguir compartiendo con ellos, me preocupaba no poder ver crecer a mis hijos ni envejecer al lado de mi esposa, me preocupaban tantas cosas, que por un momento tuve que parquear el auto y tomar aire para no irme a estrellar. Me enfrentaba al reto más difícil que la existencia me había planteado: la lucha por mi vida.

Según me comentó el doctor, teníamos que pasar por varios procedimientos complicados y con molestos efectos secundarios, para tratar de hacer retroceder el cáncer que amenazaba mi vida. Pero había un grave problema: había esperado mucho tiempo. ¡Qué ironía! Había dedicado mi existencia a luchar por una profesión, por una familia, por unos sueños y proyectos, en ese camino había pasado por mil preocupaciones, triunfos y derrotas, pero me había olvidado de mi salud. No les había prestado atención a los síntomas que mi cuerpo durante tanto tiempo me había brindado. No había escuchado su voz que me gritaba por una mínima atención. Pensaba que era demasiado joven para enfermar y más joven aún para morir. Y ahora que estaba ad portas de la muerte me daba cuenta que me había equivocado.

Conduje lentamente por el barrio, tratando de retrasar mi llegada, no sabía cómo iba a reaccionar cuando viera a Cris y a los niños; no estaba seguro si podía conservar la calma o estallaría en llanto. Saludé a don Martín, el portero del edificio, él me abrió la puerta del garaje y me entregó la correspondencia; me tomé mi tiempo para parquear. Caminé con suma parsimonia hacia el ascensor y de camino me encontré con una vecina, la saludé rápidamente, sin darle oportunidad de iniciar una conversación, pues no estaba de ánimo para escuchar sus quejas por los perros de los residentes del séptimo piso. Mientras subía a mi apartamento, decidí que tenía que hablar a solas con Cris y tratar de que los niños no se dieran cuenta de nada, me empecé a preocupar porque una lágrima hizo su aparición. Al llegar al décimo piso, donde estaba mi apartamento y mientras la puerta del ascensor se abría, pude divisar a Cristina y a los niños que me estaban esperando a la entrada con un pastel de chocolate, don Martín les había avisado que yo ya había llegado, ¿y eso?, pregunté, haciendo un gran esfuerzo por mantenerme tranquilo, pues que los niños y yo queremos celebrar que tus exámenes salieron bien.

Las cosas en la familia cambiaron radicalmente. El único objetivo era luchar, todos juntos, contra aquella enfermedad que amenazaba seriamente nuestro núcleo familiar. El doctor Schmidt nos explicó detalladamente lo que teníamos que hacer y nos sometimos, uno a uno, a los distintos procedimientos que se nos indicó; sin embargo, aquella maldita enfermedad, entre más la atacábamos, más se resistía en marcharse. Como una visita que nos incomoda y no somos capaces de echarla, el cáncer no se inmutaba ante lo que hacíamos contra él, sino que permanecía impertérrito, muy cómodo, en su sillón. En medio de aquellas circunstancias, tratábamos de mantener cierta normalidad en casa, sobre todo para que los niños no se fueran a alarmar, pero fue inútil, pues con el paso de las semanas, se dieron cuenta que lo que ocurría era muy serio. Por esa época, mis padres se fueron a vivir a nuestra casa, para ayudarnos con los niños y para que nosotros solo nos preocupáramos en seguir al pie de la letra el tratamiento.

En esos momentos de dolor o enfermedad, es cuando realmente nos damos cuenta lo fundamental que es contar con una familia, con otro ser humano que nos ame y nos dé su mano, mientras sentimos que la vida se nos escapa por los poros. Nos habíamos unido en matrimonio hacía muchos años y desde un principio, tratamos de cumplir aquello que nos habíamos jurado ante el altar, voluntariamente, de amarnos, respetarnos, sernos fieles y apoyarnos en las buenas y en las malas, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte nos separará. No había sido fácil, la convivencia en pareja no lo es, pero a pesar de las inevitables dificultades y conflictos que trae consigo el matrimonio, ambos estábamos orgullosos de nuestro hogar y del amor que los años solo habían logrado fortalecer. Sin embargo, todo aquello parecía que día tras día se iba esfumando, porque la enfermedad no se animaba a darnos un respiro.

Un resquicio de esperanza se abrió un día, cuando el doctor Schmidt nos citó a su consultorio, para decirlos que los últimos exámenes practicados mostraban cierta mejoría. No quería darnos falsas esperanzas, y hasta nos comentó, que muchas veces, esas cosas ocurrían antes de desatarse una fase de la enfermedad más agresiva, pero podría caber la posibilidad que estuviéramos ante una pequeña victoria frente al cáncer. Lo fundamental, nos dijo, es que no se desanimen, que no dejen de luchar, que sigan así de unidos y esperanzados, a pesar del terrible panorama que significa tener una enfermedad de ese tipo. Fue como un bálsamo escuchar esas palabras del doctor y después de tantas malas noticias, escuchar al menos una buena. Ese día fue uno de los mejores de aquella época. Salimos con mi esposa esperanzados y hasta me animé a jugar con los niños play station, después de tanto tiempo sin hacerlo, luego me senté con ellos en la sala, les expliqué, lo mejor que pude, lo que me ocurría y le aclaré a Almudena la razón por la cual estaba completamente calvo. Ellos me abrazaron y hasta la niña me dijo que de ahora en adelante yo podría dormir con Buba, para que no me sintiera triste. Luego, todos salimos a nuestro restaurante favorito y en la comida, sin importarnos si ganábamos, sin importarnos si perdíamos, nuestra lucha contra la enfermedad, hablamos sobre algo que en los últimos meses ni siquiera habíamos nombrado: el futuro.

miércoles, 14 de febrero de 2018

EL FIN DEL MUNDO


A Luciana Sofía
Por: Mauricio Rincón Andrade


Aquella tarde, después de una horrible jornada de trabajo en el banco, me estaba tratando de comer un perro caliente, luchando, con mucha dificultad, por cierto, para que las papitas, las salsas, los huevos de codorniz y todo lo demás, que ahora le echan encima a los hot dogs, no se me cayera al piso, cuando escuché la noticia. El vendedor de perros tenía un pequeño radio encendido y el locutor anunciaba, con cierto tono entre ampuloso y cómico, que el 21 de diciembre de 2012, se acabaría el mundo. Según explicaba el periodista, un especialista no sé de qué pendejada, de una de las tantas universidades gringas que gastan millones de dólares en investigaciones estúpidas, dinero que alcanzaría para alimentar por varios meses a un país africano, había estudiado las profecías mayas y había llegado a dicha conclusión. La noticia fue tan trivial, que todos los que estábamos luchando contra nuestros perros calientes, no le prestamos la más mínima atención, sino que, seguimos comiendo, como si nada. Sin embargo, después de terminar mi hot dog y de tomarme una Big Cola, que es como una Coca-Cola mal clonada, que era la única bebida que tenía el señor del carrito de perros, me fui pensando en la noticia. A lo largo de la historia, reflexionaba, habían sido muchos los supuestos profetas que había anunciado el fin del mundo e incluso, algunos se habían atrevido a dar un año exacto, como cuando Charles Taze Russell, fundador de los Testigos de Jehová, había predicho que en 1874 se acabaría el mundo. Mi abuela, que era una señora muy religiosa, me solía contar que en la Biblia había un libro en donde se narraba dicho acontecimiento escatológico: el Apocalipsis. Tan pronto aprendí a leer, recuerdo que lo primero que hice fue ir corriendo a buscar la Biblia que teníamos en casa para conocer todos los detalles del final de los tiempos. Me encontré con un texto un poco largo, aburrido, algo enredado y que parecía más un tratado de mitología griega, que un libro religioso y en donde, para mi decepción, no había ninguna fecha del fin del mundo.   

Con algunos amigos, que me encontré aquella noche, comenté la noticia y todos fueron muy escépticos y no le dieron validez alguna a dicha información. Incluso, John, que era como el filósofo del grupo y algo misántropo, nos dijo que en realidad el fin del mundo ya lo estábamos perpetrando los hombres, pero a plazos. Pues nosotros, manifestó, los humanos, somos como el cáncer del planeta, acabamos con todo lo que se nos pasa por el frente: océanos, atmósfera, capa de ozono, ríos, humedales, bosques, selvas, quebradas, lagos, aves, delfines, tiburones, ballenas, ositos pandas…, además, concluía, nos reproducimos como ratas, y a este paso, el pobre planeta, que tuvo la desgracia que nosotros evolucionáramos, no soportará más nuestra contaminación y nuestra basura. Todos nos reíamos un poco con la intervención del John, pero no le faltaba algo de verdad en todo lo que nos dijo. En los siguientes días, fueron varios los medios de comunicación que desarrollaron la noticia y se decía incluso que Hollywood ya tenía lista una película sobre ese tema: 2012. Con lo de las profecías mayas, tampoco faltaron fundamentalistas religiosos que empezaron a hacer eco del supuesto fin de los tiempos y a llamar a la conversión y a que les dejáramos todas nuestras posesiones a sus movimientos. Por aquel tiempo, yo llevaba varios años trabajando en el banco como cajero. En realidad, ya estaba muy aburrido, pues mi jefe, no sé por qué razón, me odiaba y resultaba frustrante manejar tanto dinero todos los días y recibir al final de mes un sueldo risible. Y lo más injusto era que nuestro sistema bancario, facturaba, todos los años, miles de millones de dólares en ganancias, gracias, en parte, a los pobres trabajadores que teníamos nuestras cuentas bancarias y a que se nos cobraba hasta por estornudar en los cajeros electrónicos.

Un día, en la hora del almuerzo, mientras trataba de equilibrar mi pequeño sueldo con mis grandes deudas, me llamó mi jefe. Por aquella época había una vacante en el área administrativa del banco y yo tenía la esperanza que, al ser el único cajero con estudios universitarios en economía, me tuvieran en cuenta. Así que pasé la solicitud. Mi jefe me informó, sin mirarme a los ojos, que había tomado una decisión, nombraré a Karen, ¿cómo?, pero, usted me perdonara, señor, pero Karen solo lleva dos meses trabajando en el banco y además, creo que solo tiene estudios en bachillerato, ¿y eso qué importa?, ahora usted me va a venir a enseñar cómo debo manejar este banco, claro que no, señor, ni mucho menos, pero por qué no me tiene en cuenta a mí, mire que llevo varios años trabajando sin descanso y considero que me merezco un ascenso, no voy a discutir nada más sobre este asunto con usted, se puede retirar, ¡ah!, otra cosa, Cáceres, he pedido a los directivos de la central que lo trasladen a la sede del sur, ¿cómo?, ¿por qué?, necesitamos ubicar un nuevo personal que ha llegado, ¿y por qué no los envía a ellos a esa sede?, ¡otra vez, discutiendo mis decisiones!, no, no es eso, señor, lo que ocurre es que la sede del sur me queda muy lejos de mi casa, y eso qué, pues madrugue más, y ya salga que tengo cosas importantes que hacer. Salí como poseído por una legión de demonios y me encerré en el baño, ya estaba harto, realmente harto que pasaran sobre mí y no valoraran mi trabajo; harto que ascendieran púberes recién salidas del colegio solo porque le coqueteaban y hasta se acostaban con el gerente; harto de manejar millones de pesos diariamente y no tener en el bolsillo ni para un almuerzo decente; harto de esta repugnante, nauseabunda y espuria sociedad, en palabras de mi amigo John. Así que tomé una decisión, una decisión radical, iba a hacerle caso a aquella supuesta profecía maya, viviría, de ahora en adelante, como si realmente el mundo se fuera a acabar el 21 de diciembre de 2012, sin importarme las consecuencias.

¿Qué?, que me voy a robar el banco, usted está bromeando, ¿cierto Cáceres?, -con mis mejores amigos nos llamábamos por el apellido porque todos habíamos estudiado en un colegio militar- claro que no, Ramírez, además, si me llegan a coger, solo estaré unos meses en la cárcel, no ve que el 21 de diciembre se acaba el mundo, ¡otra vez con esa pendejada!, no es ninguna pendejada, los mayas lo predijeron, los mayas no predijeron nada, solo debe ser una mala interpretación de algún seudocientífico con grandes deseos mediáticos y nada más, eso es lo de menos, yo estoy convencido que a finales del año se acaba el mundo y lo demás no me importa, usted sabe que necesito dinero, Ramírez, con mis exiguos ahorros no me alcanza para nada, además, no puedo vender el apartamento, ya que le pertenece al banco, no ve que no logré pagar todas las cuotas del préstamo y me lo van a quitar, pues los malditos intereses subían sin control alguno, y al final, terminé debiendo cuatro veces más de lo que me habían hecho el “favorcito” de prestar. Cáceres, sé que está aburrido y si me perdona, hasta frustrado, pero no puede mandarlo todo al carajo por una discusión con su jefe, ni mucho menos, ponerse a hacer estupideces como esa que supuestamente planea hacer, ¿por qué no pide vacaciones?, si no tiene dinero yo le puedo prestar algo, Ramírez, le agradezco la oferta y hasta la sinceridad, usted es un buen amigo, pero no, no voy a pedir vacaciones, además, en las próximas semanas renunciaré al banco, en realidad, después de que lo robe, no se preocupe por mí, más bien analice usted qué va a hacer en los meses que nos queda, no malgaste su vida en un escritorio enriqueciendo a un tipo que ya no sabe ni qué hacer con tanta plata, bueno, Ramírez, nos vemos, pues necesito ir a conseguir un cerdo, ¿un qué?

A pesar de mi juventud, sentía que los mejores años de mi vida se me estaban yendo de las manos. Solo me había dedicado a trabajar sin descanso en algo que no me gustaba y a pagar los intereses de todo lo que había adquirido a crédito. Y casi, sin darme cuenta, mi existencia se había convertido en un maldito círculo vicioso que necesitaba romper con aquello que me apasionara y moviera mis fibras más íntimas. Los seres humanos tenemos la mala costumbre de aplazar las cosas y cuando nos damos cuenta, ya es demasiado tarde, porque somos unos viejos macilentos, frustrados y enfermos. Así que, si solo quedaban unos cuantos meses para el fin del mundo, iba a dedicarme a hacer lo que me gustara y para eso necesitaba, lastimosamente, dinero. Tanto tiempo trabajando en el banco me había ayudado a detectar ciertos problemas con la seguridad que podría aprovechar para robarlo, no pretendía llevarme una cantidad exagerada o desocupar la bóveda ni mucho menos, sino una pequeña suma, que juntaría con lo que consiguiera con lo del secuestro.

Para esos “trabajos”, hablé con unos viejos amigos que estaban más locos que yo y que aceptaron gustosos colaborarme. Aunque me recomendaron que no secuestráramos a mi jefe, sino que mejor lo extorsionáramos, eso del secuestro trae muchas complicaciones, me dijo uno de ellos. Me pareció buena la sugerencia, además, yo sabía algo que podría ser de utilidad. Unos días después de mi jefe me confirmara que seguiría de cajero, mientras trabajara en el banco, y en la sucursal más alejada y concurrida de la ciudad, por casualidad lo vi entrando a un motel del centro, acompañado de Karen. Con algunos compañeros que lo comenté me dijeron que eso era muy normal en él, y que todas las jovencitas, que ahora ocupaban cargos administrativos, habían pasado por sus manos. Así que uno de mis amigos se dedicó a seguirlo y conseguimos un material suficientemente bueno para extorsionarlo con publicarlo en Internet y enviárselo a su esposa. Esa fue una de las cosas que nunca entendí, cómo, un tipo casado con semejante mujer tan bella e inteligente, se terminaba metiendo con jovencitas a las que hacía muy pocos años les había empezado a llegar la regla. Pero así somos los hombres, pensamos más con el pene que con el cerebro. En fin, el día que llegó el sobre con las fotografías y las pequeñas exigencias, en realidad no le pedimos mucho, yo estaba ahí, se puso blanco, pidió a su secretaria que nadie lo molestara y se fue a esconder a su oficina como un perro medroso.

“Los cerdos son animales muy inteligentes, incluso más que los perros; son leales, amigables y cariñosos, además de muy sociables, juguetones y protectores que crean lazos unos con otros; se cree que tienen imaginación y hasta tienen la capacidad de resolver ciertos problemas cotidianos.” Esto lo leí alguna vez en una edición de la revista National Geographic, y me llamó poderosamente la atención. El problema es que los seres humanos, aquella plaga sin entrañas, en palabras de mi amigo John, los condenamos a vivir en granjas industriales y los convertimos en simple materia prima para hacer salchichas, jamón, tocinetas y otras cosas. Por eso, después de hablar con Ramírez, me fui a una de esas granjas con el firme propósito de comprarme un cerdito, lo quería como animal de compañía. Además, trataría de que llevara una buena calidad de vida y que pudiera disfrutar conmigo los meses que le quedaban al planeta. Cuando llegué a la granja, me miraron como si fuera un lunático, y mucho más, después de ofrecer mi iphone 4s, que era el único objeto de valor que tenía, por el cerdo; el que me atendió no lo pensó ni un segundo y hasta llegó con dos cerditos para que yo escogiera, en realidad, me dio lástima escoger uno y desechar el otro, así que le pregunté al tipo que, si aceptaba el teléfono por los dos animalitos, por supuesto, me dijo, con cierta cara de alegría extrema. Así que salí de la granja con Apocalipsis y Armagedón, los nombres que les puse a los cerditos, dispuesto a ultimar los detalles del robo, esperar el pago de la extorción a mi jefe y empezar a hacer las cosas que quería realizar antes del fin del mundo.

Unos meses antes del 21 de diciembre, empezaron a ocurrir una serie de coincidencias, en palabras de Ramírez, o de pruebas irrefutables de que las profecías que contenía el libro del Apocalipsis se iban a cumplir, en palabras de mi abuela, en el planeta. El clima en Europa empezó a descender de manera nunca antes vista en otoño, registrando temperaturas que no se presentaban ni en los peores inviernos; las nevadas eran cosa cotidiana, varias ciudades empezaron a quedar incomunicadas y cientos de sus habitantes a morir de frío, especialmente adultos mayores y mendigos; en Oriente, los terremotos no solo aumentaron su regularidad, sino sus grados en la escala de Richter, y todos observamos por la televisión la destrucción de ciudades y la desaparición de pueblos costeros a causa de los tsunamis. En África, los científicos descubrieron en algunos pacientes la aparición de un nuevo virus que en pocas semanas se convirtió en una pandemia y se empezó a extender por los Estados Unidos y Europa; en otras partes del planeta, terribles olas de calor, no solo produjeron numerosas muertes, sino incendios que tardaron varios días en ser controlados; en gran parte de Sur América una fuerte temporada de lluvias trajo consigo no solo muerte y destrucción, sino la proliferación de una serie de enfermedades que nos mostraron que en realidad no éramos la cumbre de la evolución o de la creación, según seas evolucionista o creacionista, sino un simple animal más, que moría con una facilidad pasmosa ante seres microscópicos que convertían nuestro organismo en un campo de batalla en donde generalmente perdíamos. En realidad, a pesar de que era verdad que el clima del planeta estaba medio loco, en gran parte gracias a la acción humana, y que se estaban produciendo frecuentemente pandemias, cada vez más difíciles de controlar, no me parecía que fuera algo de lo normal en la hedionda historia humana, en palabras de mi amigo John. A lo largo de todo nuestro paso por el planeta, no solo habíamos pasado por esas cosas, sino por cosas peores, y ciertos acontecimientos catastróficos no significaban, necesariamente, que fueran signos inequívocos del fin del mundo. Pero independientemente de mis raciocinios, yo seguía con mi fe intacta, de que el 21 de diciembre de 2012, se acabaría todo. En medio de aquellas circunstancias, mi plan iba por buen camino. Mi jefe pagó puntualmente el dinero que le pedimos y decidimos no seguir molestándolo. Pero increíblemente nos dimos cuenta que no aprendió la lección, pues a las pocas semanas de pagar, siguió buscando púberes y engañando a su esposa. Un día, fui hasta la oficina de la hermosa mujer y se lo conté todo. Observó con tranquilidad las fotografías y luego me miró fijamente con aquellos preciosos ojos verdes que tenía.

El robo, el robo fue una obra maestra de unos malditos genios, los mismos que me habían ayudado con lo de la extorción: Zapata y Guacaneme. Yo había elaborado un plan como en las películas de Hollywood, en donde entraríamos disfrazados y con armas, amordazaríamos a los vigilantes y luego les pasaríamos unas maletas grandes a los cajeros para que echaran el efectivo. Zapata se río un buen rato después de escuchar todos los detalles del plan que yo había trazado. Ellos eran dos brillantes ingenieros de sistemas, medio locos, que viajaron unos días después del robo a Europa a terminar sus doctorados y a seguir trabajando en una de las empresas europeas más importantes del ramo. Aquella mañana nos encontramos muy temprano, desayunamos bien y nos dispusimos a efectuar el robo. Tengo que reconocer que estaba algo nervioso y extrañado, porque me habían dicho que ellos se encargarían de traer todo lo que necesario para el “trabajo”, sin embargo, cuando nos encontramos, estaban vestidos como siempre, con jeans, camisetas y tenis y sin ningún tipo de elementos sofisticados, ni armas, para realizar el asalto. Luego del desayuno nos dirigimos a un café internet.

Todavía recuerdo aquella profunda experiencia interna que tuve, aquel día que fui a gastar parte del dinero que habíamos robado, y que cambió mi perspectiva por completo. Me dirigía en bus con Apocalipsis, porque Armagedón no nos quiso acompañar y porque ningún taxi nos quiso llevar, al centro de la ciudad, a comprar todas las cosas que siempre había querido tener: un carro último modelo, ropa de diseñador, relojes costosos, electrodomésticos de última tecnología y otra serie de objetos por el estilo. Dejé al cerdito Apocalipsis a la entrada del centro comercial, con un mendigo al que le pagué muy bien para que me lo cuidara y al que le prometí más dinero cuando saliera; al entrar, me topé con una prestigiosa relojería. Escogí un Rolex precioso que hacía ver mi muñeca como una cosa burda y fea, y que valía lo que yo ganaba en un año de trabajo, me disponía a pagar cuando ocurrió la epifanía. ¿Qué diablos estaba haciendo?, ¿esto era realmente lo que quería hacer? Las preguntas pueden parecer estúpidas a los ojos de muchos lectores, porque si el mundo se va a acabar en poco tiempo, lo que hay que hacer es aprovechar al máximo todo lo que nos ofrece esta sociedad de consumo y sobre todo, teniendo el dinero para hacerlo. Sin embargo, por alguna extraña razón irracional, no era lo que quería hacer. Al contrario, sentía que deseaba, con todas mis fuerzas, alejarme de aquel mundo artificial, injusto y regido por el maldito dinero; quería coger mis dos cerdos y largarme de la ciudad, lejos de sus objetos lujosos y de todo lo que me ofrecía. ¿Qué hice entonces?

Vamos por partes y con esto termino mi relato. Zapata y Guacaneme se encargaron de hacer el robo desde un obsoleto computador en un horrible café internet del centro de la ciudad. De un momento a otro, dejé de tener mi cuenta en números rojos y empezó a crecer gracias a cientos de pequeños traslados de las cuentas más grandes. Lo que algunos pocos seres humanos tardan años o décadas en conseguir, ellos lo hicieron conmigo en un par de minutos, me volvieron rico. Ese mismo día, fui a varias sucursales del banco y realicé grandes retiros. Mis amigos no aceptaron ni un centavo y viajaron a Europa alegres y dispuestos a putear todo lo que pudieran antes del fin del mundo. Yo, por mi parte, después de echarme para atrás con la compra del Rolex, me fui de la ciudad. Compré una pequeña y hermosa casa en el campo con tierras para cultivar y me dispuse a esperar el fin del mundo con Apocalipsis, Armagedón y otros animales que compré, viviendo de lo que la tierra me daba y pasando largas horas del día arreglando un viejo Nissan que adquirí y que estaba completamente destartalado. Pero lo mejor de todo fue que además de mis amigos porcinos, empecé a compartir mi vida con Julieta, la hermosa e inteligente ex-esposa de mi jefe, que dejó finalmente a aquel imbécil que nunca la valoró y que siguió acostándose con púberes a las que hacía muy pocos años les había empezado a llegar la regla, sin importarme un carajo si el mundo finalmente se acabaría el 21 de diciembre o al fin terminaríamos destruyéndolo nosotros, los seres humanos, la peor y mal cruel especie que jamás pobló el planeta, en palabras de mi amigo John.