jueves, 6 de diciembre de 2018

TENTH

A Luciana Sofía
Por: Mauricio Rincón Andrade


El teólogo se despertó aquella mañana con una incertidumbre que le carcomía las entrañas: la posibilidad de que no existiera vida después de la muerte. Se levantó presuroso y se dirigió a su biblioteca, que tenía una muy buena colección de libros de teología y poesía. Buscó por un breve espacio de tiempo y tomó un mamotreto empastado en azul oscuro, como todos sus libros de teología, los de poesía estaban empastados en rojo. Era un viejo tratado de novísimos, leyó con la respiración entrecortada y haciendo un gran esfuerzo para tomar aire. Aquellas enredadas descripciones y complicadas explicaciones teológicas se le asemejaban más a la famosa novela de Lewis Carroll que a un libro académico. No hay vida después de la muerte, le gritaba su corazón y su cerebro estaba empezando a asentir.

Se dirigió a la facultad de Teología de la Universidad Pontificia de la ciudad, donde dictaba clases desde hacía más de diez años por dos. Caminó por los pasillos largos y lúgubres, entró al salón 409, saludó a sus estudiantes, una veintena de pichones de cura, vírgenes y asolapados; sacó el mamotreto, el viejo tratado de novísimos, lo tiró en el cesto de la basura con los ojos atónitos de sus estudiantes, le prendió fuego y les dijo lacónicamente:

- ¡No existe vida después de la muerte!

Salió del salón, entró en el despacho del decano sin anunciarse y le entregó su carta de renuncia. Salió de la oficina y caminó lentamente hacia el parqueadero con la cabeza erguida y las manos dentro de los bolsillos de su pantalón. Encendió su auto y lo dirigió por una concurrida avenida, se detuvo en un pequeño establecimiento, sucio, con mesas de madera y troncos como sillas, pidió un trago de aguardiente y se lo tomó como si se tratara de agua, fondo blanco. Otro, por favor, éste lo degustó un poco más, al tercero, se atrevió a hablarle al tendero, nunca había tomado aguardiente, le dijo, sabe horrible, pero me hace sentir varón, el tendero lo miró como si se tratara de un loco. Después del quinto trago, se levantó, meó en un orinal amarillento y demasiado bajo para su estatura, pagó, dio una buena propina y se subió de nuevo a su auto.

Ya entrada la noche, llegó a un viejo pueblo. Tocó a la puerta. Era una casa antigua, con un hermoso jardín en el portal, ventanales inmensos y una bellísima puerta de madera de estilo rococó, parecía un lugar estacionado en el pasado. Le abrió una mujer de color, vieja y sin arrugas, -definitivamente los negros no envejecen- pensó. Preguntó por la señora, la conserje lo dejó entrar, ya lo conocía, lo observó de reojo y le pareció percibir cierto tufo a aguardiente, ya lo anunció. A los pocos minutos, bajó la señora, una mujer bien conservada, hermosa, viuda y con mucho dinero, no tenía hijos y el teólogo era uno de sus mejores amigos. Lo saludó con un beso en la mejilla, también percibió el tufo y lo hizo pasar al estudio. El teólogo se quedó observándola con concupiscencia y le dijo sin pensarlo dos veces:

- ¡Hace diez años que la deseo!

Todo había empezado hacía diez días en el teatro municipal de la capital. El escenario estaba a reventar. Presentaban la famosa cantata profana de Carl Orff, Carmina Burana. Una obra impactante, en ocasiones festiva y, en otras, lúgubre. Es increíble que con unos poemas de monjes disolutos que alababan el alcohol y los placeres del sexo, se pueda componer una verdadera obra de arte, pensaba el teólogo mientras escuchaba, ¡oh Fortuna!, el primer número de la cantata. Esa noche no pudo dormir, no lograba sacar de la cabeza a Margaret, su mejor amiga desde hacía diez años. Lo peor era que se la imaginaba desnuda. El teólogo sentía que la estaba irrespetando. Pero su corazón era más fuerte, deseaba abandonar aquella oscura habitación, confesarle su amor y amarla para siempre. La razón se lo impedía. Margaret era viuda y, como ella misma se lo había dicho un día, no quiero volver a pasar por la maldita tortura de reconocer que todo es mortal, hasta el amor.

No tuvo el denuedo. Se quedó en su habitación esperando que la vida le mostrara el momento indicado. A los diez días, se dio cuenta que la vida no muestra un carajo y que somos nosotros los que tenemos que buscar los momentos. Las siguientes noches, trozos de la cantata de Orff empezaron a tomar vida propia en el mundo onírico del teólogo. Aquellas letras lascivas se mezclaban con imágenes perfectas de Margaret desnuda y dispuesta para el acto carnal. Su rostro gimiendo, sus piernas abiertas, sus senos erectos, ¡no!, despertaba el teólogo como si regresara de una horrible pesadilla. Era una lucha absurda. Margaret era una mujer viuda, sin ningún compromiso, además de atractiva; el teólogo era un hombre soltero, que se había retirado hacía más de diez años por tres del seminario y que había decidido seguir con los estudios eclesiásticos por el simple placer que le suscitaban. Por eso, había terminado en la Facultad de Teología, enseñando como un laico, pero viviendo como un cura.

Nunca había logrado despegarse de aquellos largos años en el seminario. Se vestía como un cura, rezaba más que un monje, se confesaba dos veces al año, asistía a misa todos los días, no bebía ni fumaba y no iba a los prostíbulos porque era pecado, a pesar de que muchas veces lo deseó. Nunca había logrado entablar una relación seria con ninguna mujer, su timidez se lo impedía; sin embargo, desde la aparición de Margaret en su vida, las cosas habían cambiado un poco. La había conocido en una exposición de pintura, desde que la vio, le llamó la atención, era una mujer hermosa, estaba concentrada observando un cuadro, el teólogo venció su timidez y entabló una conversación por primera vez en su vida con una mujer que no conocía.

Al siguiente día, fue a su casa. Se sentía como un adolescente en su primera cita. La casa de Margaret quedaba en un pueblo cercano a la capital, era un viejo caserón, rodeado de naturaleza y con muy buen gusto en el interior. La debilidad de Margaret era el barroco, la música, la pintura, la escultura y hasta los muebles de esta época le gustaban mucho. Su misma forma de vestir tenía mucho de ese estilo, bastante cargado y con muchos accesorios, -debe ser grandioso desnudar a esta mujer- pensaba el teólogo mientras la escuchaba con atención. Todo iba bien, tal como lo había imaginado el teólogo, hasta que Margaret le contó que estaba casada hacía diez años y que su esposo era un importante hombre de negocios que pasaba la mayor parte del año viajando.

Esa misma noche, el teólogo sufrió por primera vez por amor. Era absurdo, pensaba, hacía prácticamente un día que la conocía, uno no se puede enamorar tan rápido. Sentía rabia y culpa, deseaba la mujer del prójimo y eso era pecado. Trató de alejarse, pero su corazón se lo impidió, las visitas aumentaron y, en poco tiempo, entablaron una sólida relación de amistad. La amistad es una tortura cuando hay amor de por medio. Pero lo resistió estoicamente. A los diez meses de haberse conocido, ocurrió un “milagro”: el esposo de Margaret murió en un terrible accidente aéreo. Esa noche el teólogo se flageló como en sus viejos tiempos en el seminario. No podía alegrarse tanto por la muerte de un hombre, la culpa lo invadió de nuevo y por un tiempo no se atrevió a ver a Margaret a los ojos, no puede darse cuenta lo feliz que me siento. Se refugió en sus clases y en la esperanza de que su amiga lo viera alguna vez como un amante no como un amigo.

El teólogo entró al seminario siendo aún un niño. Sus padres lo llevaron de la mano a aquel viejo edificio de cien habitaciones, rodeado de jardines, con una hermosa iglesia al lado derecho y un campo de fútbol al izquierdo. Allí estuvo por más de diez años. Se adaptó fácilmente por su personalidad introvertida y su temperamento dócil y moldeable. Obedecía al pie de la letra, hablaba poco, estudiaba y rezaba mucho, y disfrutaba de las tardes de deporte. Durante sus primeros años de formación, no tuvo prácticamente ningún contacto con las mujeres, las únicas que veían eran a su madre y a su hermana, que iban una vez al mes a llevarle ropa y golosinas que escondían muy bien para comérselas solo en la noche. En vacaciones, se encerraba en la iglesia de su pueblo y leía gran cantidad de libros.

La cocinera del seminario era una vieja malgeniada, que olía a mil demonios, que no cruzaba palabra con los jóvenes pichones de cura y que además era atea, pero esto último nunca lo afirmó abiertamente. El teólogo acababa de cumplir quince años cuando aquella imagen se apoderó de su alma. La lavada de los platos se distribuía en grupos de a cuatro, ese día al teólogo le tocó solo. Sus compañeros de oficio le habían cambiado libros por trabajo, él había terminado aceptando, no sólo porque estuviera interesado en los libros, sino porque no se sentía cómodo con sus compañeros que sólo hablaban de mujeres. Ese día la cocinera había llevado a su sobrina, una alegre y hermosa jovencita que hacía diez días había tenido su primera regla. Todo ocurrió en un segundo. La cocinera se fue a buscar tomates en el huerto y la sobrina se quedó escondida en la habitación de su tía, pues tenía prohibido llevar jovencitas al seminario. La chica salió y se dirigió a la cocina, el teólogo estaba absorto en su labor y no se percató de la presencia de la joven mujer. Mientras él lavaba los trastos, la sobrina de la cocinera empezó a desnudarse, cuando estuvo completamente desnuda se empezó a masturbar, éste volteó a mirar y dejó caer el plato que tenía en la mano. Esa imagen no lo dejó dormir esa noche. No lo comentó con nadie, ni siquiera con su confesor, no lograba concentrase en la oración y se distraía fácilmente en las clases. A los diez años de aquella visión, el teólogo se retiró del seminario.

No lograba entender la razón por la que Dios exigía ese sacrificio, el hombre está hecho para la mujer y la mujer para el hombre. A su alrededor observaba algunos hombres, viejos, cansados, resabiados y vírgenes, que huían de las mujeres y que se flagelaban cuando deseaban a una, muchas veces los escuchó mientras él pensaba en aquella imagen. No volvió a ver a la jovencita y la cocinera murió a los diez meses del incidente, víctima de una serpiente venenosa que se entró a la cocina del seminario, nadie supo por dónde.

El mundo real del teólogo era triste, solitario y hasta lúgubre, pero su mundo de onírico era increíblemente rico. Fue allí donde acarició unos senos por primera vez, donde venció la timidez y habló con muchas mujeres hermosas e inteligentes; donde le gritó al rector del seminario que odiaba sus clases y que sabía lo suyo con la sacristana; donde se convirtió en astronauta, millonario y jugador profesional de fútbol. Al despertar, era el mismo ser introvertido, tímido y con una relación con las mujeres reducida a una imagen de una jovencita masturbándose en la cocina de un seminario. Fue gracias a un sueño que decidió dejar definitivamente aquel monumento a un Dios que no entendía del todo. El teólogo se levantó aquella mañana con una incertidumbre que le carcomía las entrañas. La posibilidad de que hubiera tomado el camino equivocado. Se levantó, habló con el rector y le comunicó su decisión, empacó y se fue para la capital. Se alojó en una pensión barata pero limpia e inició una nueva vida que sustancialmente no difería mucho de la que llevaba en el seminario. Se matriculó en la Universidad Pontifica de la ciudad para seguir con los estudios eclesiásticos y consiguió un trabajo de medio tiempo. Cuando se graduó, pasó a trabajar en la misma universidad.

Después de su salida del seminario, algo permaneció intacto: su mundo onírico siguió siendo rico y su mundo real solitario y aburrido. Gozó en su interior de una libertad que sentía que no poseía antes, pero siguió viviendo como un religioso más. Su timidez sólo la vencía en los salones de clases y su contacto con las mujeres se reducía a aquella imagen del pasado. Sólo un ser logró sacarlo de aquel letargo de vida, Margaret. Después de la muerte de su esposo, Margaret vivió un luto riguroso durante diez meses, pasado ese tiempo, volvió a los colores abigarrados y al sin número de accesorios. Las visitas del teólogo aumentaron. Salía disparado de sus clases en la universidad para el pueblo donde vivía su amiga, muchas veces se quedaba, en la alcoba de huéspedes, por supuesto. Otras veces, salía bien entrada la noche y se refugiaba en su mundo onírico para tener a Margaret el resto de la velada. Dialogaban de muchos temas; en ocasiones, ella le tomaba la mano distraída en la conversación y él se sentía el hombre más feliz del mundo. Sólo una vez se dejaron de ver.

Margaret viajó a Polonia, allí estuvo por más de diez meses. El teólogo casi se muere. En ese país, vivía la hermana menor de Margaret, estaba casada con un polaco y tenían tres hijos. El teólogo le escribía todos los días y su única distracción era el cine, al que asistía solo, y a las películas que no le recordaran el vacío que sentía su corazón. Ella le escribió diez cartas, una por mes, siempre las llevaba consigo y hasta se las aprendió de memoria. A los diez meses, Margaret regresó, más hermosa que nunca y con la noticia de que se casaba. Esa misma noche, el teólogo sufrió por segunda vez por amor. Lloró como un niño, maldijo su timidez, su estúpida personalidad anclada en un seminario y el dolor que produce el amor. A los diez días, el teólogo se flageló por segunda vez desde su salida del seminario. El futuro esposo de Margaret murió en un terrible accidente aéreo cuando se dirigía a casarse con su amada. El teólogo saltó de alegría, rio como un niño y se flageló con más fuerza que la primera vez, -no puede darse cuenta lo feliz que me siento-decía.

Pasados unos días, corrió hacia la casa de Margaret a confesarle su amor, sin embargo, no tuvo el valor, ella lo recibió llorando, maldiciendo su suerte y el error que había cometido, olvidar que todo es mortal, hasta el amor. El teólogo calló de nuevo, la acompañó toda la noche y durmió en la habitación de huéspedes. Esa noche acarició unos senos por segunda vez, los de Margaret, pero en su rico mundo onírico. Pasaron diez meses. El teólogo compró dos entradas para una de sus obras favoritas, la famosa cantata de Carl Orff. Margaret lo acompañó. Esa noche no quiso quedarse en su casa, la dejó y regresó a su apartamento con una gran biblioteca y una cama demasiado estrecha para su estatura. A los diez días de la audición de la cantata, se levantó con una incertidumbre que le carcomía las entrañas: la posibilidad de que no existiera vida después de la muerte. Después de quemar un viejo tratado de teología frente a sus estudiantes, de renunciar a su cátedra, de tomar aguardiente por primera vez y de mear en un orinal demasiado bajo para él, se dirigió a donde su amiga y le dijo sin pensarlo dos veces:

- ¡Hace diez años que la deseo!

Margaret le chantó una cachetada, por estúpido, no por atrevido. Esa noche el teólogo perdió su virginidad, a los cincuenta años, y acarició unos senos por tercera vez en su vida, pero esta vez no en su rico mundo onírico sino en su nuevo mundo real.

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