viernes, 14 de octubre de 2016

LA SANTA INQUISICIÓN ©

A José Luis Meza
Por: Mauricio Rincón Andrade

1672, año del Señor. Hereje, el perro de don Francisco Preys, camina por las calles de la hermosa ciudad de Cartagena de Indias, buscando qué llevarse al hocico. Han sido tiempos difíciles, pero a pesar de la situación, no se desanima, sino que se deja guiar por su gran olfato y se contenta con cualquier bocado. Eso es lo de menos. Lo importante para él, es dirigirse a una de las cárceles de la ciudad, la más nauseabunda de todas, a acompañar a su amigo. Ese ha sido su “hogar”, desde que apresaron a don Francisco. Él, no deja de admirarse de la fidelidad de su canino y la silueta de su querido perro, que logra ver por los barrotes de su celda, que da a la calle, es uno de los alicientes que tiene en los difíciles momentos por los que está pasando. Varias veces los guardias han tratado de echar a Hereje del frente de la cárcel, pero ha sido inútil, el animal siempre termina regresando y acomodándose en la calle, como si estuviera cumpliendo un compromiso sagrado. Todavía recorre en su memoria, don Francisco, todo lo que pasó hasta llegar al lugar donde se encuentra. Y no deja de parecerle inconcebible que por cuestiones de fe se tenga que juzgar y hasta torturar a un ser humano, obligándolo a que crea en algo que no despierta la más mínima devoción en su conciencia. Algún día, piensa don Francisco mientras ve a Hereje estirar sus patas, estas cosas tendrán que cambiar.


La historia de don Francisco Preys empieza en los puertos ingleses, donde se crio. Su padre fue un hombre que se la pasó la mayor parte de su vida en una galera. Recorrió medio mundo y las historias de sus aventuras por todos aquellos lugares, que le contaba a Francisco después de cada viaje, despertaron en el chico el deseo de hacer lo mismo y tener la oportunidad de ver el mundo con sus propios ojos. Por eso, a los quince años, se embarcó en una galera que se dirigía al Nuevo Mundo y que lo llevaría inicialmente a La Española, nunca regresaría a Inglaterra. A pesar de la dificultad del viaje y del asqueroso trabajo que le tocó realizar en la cocina del buque, lo soportó bastante bien, gracias a la contextura física que había heredado de su padre. Después de casi dos meses de estar navegando por el Atlántico llegaron a La Española y se encontró con un lugar llenó de movimiento, con galeras que llegaban y salían constantemente, que traían y sacaban productos, con animales que nunca había visto en su patria, especialmente pájaros, de colores grandiosos, que nunca se callaban, con un vegetación generosa y con tales tonos de verde que a la vez que le suscitaba admiración, casi le lastimaban los ojos, con un clima cálido y en ocasiones sofocante, con cientos de jóvenes provenientes de Holanda, Francia, Inglaterra, España y otros países europeos, como él, dispuestos a la aventura y con deseos de gloria y fortuna, con hermosas mulatas que desde un principio le llamaron la atención, con piratas, nativos y negros. Pero a pesar de la novedad, se topó con las mismas mañas del Viejo Mundo: miseria, esclavitud, corrupción, injusticia y el deseo casi patológico de la Iglesia de inmiscuirse en todos los asuntos de los hombres, entre otras cosas.

Don Francisco, además del deseo de aventura de su padre, había heredado la convicción de que dios no era más que un invento y que la Iglesia Católica, una de las instituciones más peligrosas y contradictorias, jamás fundadas. Por eso, a lo largo de su vida, nunca le había dado cabida a lo religioso y solo lo veía como un síntoma de una sociedad en decadencia. Sin embargo, muchos años después de haber abandonado La Española y de haber recorrido el Nuevo Mundo, desde el antiguo territorio de los Aztecas, hasta las reducciones de los Jesuitas en el Paraguay, y cuando ya vivía en Cartagena de Indias, junto a una hermosa mulata que había comprado en el mercado de esclavos y que luego había hecho su mujer, y de Hereje, su perro, se dio cuenta que sus creencias, o sus no creencias, en su caso, era un delito frente a una abominable institución que se había instalado en la Heroica en 1610 y que también tenía sede en Lima y en México: El Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición. 

El Tribunal de la Inquisición española, como fue conocido, para diferenciarlo de la inquisición medieval, nació alrededor del año 1478, gracias a la gestión de algunos “santos” sacerdotes como Alonso de Hojeda –homónimo de un conquistador-, Pedro González de Mendoza y el primer inquisidor español, la belleza de Tomás de Torquemada, con el auspicio de los Reyes Católicos y la bendición final del papa Sixto IV. Este tribunal que, en un primer momento se limitó a la Corona de Castilla, con el paso de los años se fue extendiendo a otros territorios y, para resumir el cuento y no dármelas de historiador, llegó al Nuevo Mundo en 1570, que por cuestiones que no vienen al caso, terminó llamándose América, cuando en realidad se debió llamar Colombia, pues fue Cristóbal Colón el que lo descubrió –aunque él murió sin saber que había descubierto un nuevo continente - y no el señor Américo Vespucio. Pero dejemos a un lado estas disquisiciones históricas y volvamos a la celda de don Francisco Preys.

Después de haber deambulado por tantos territorios y de ver tantas cosas, muchas de ellas atroces e inhumanas, don Francisco decidió que era hora de establecerse en algún lugar por un tiempo y por qué no, buscar la manera de que fuera permanente; y la ciudad elegida fue Cartagena de Indias, que tenía un importante puerto, meta no solo de aventureros o piratas sino además de un gran número de barcos negreros. Con los años, el señor Preys, no sólo había acumulado fatigas y enfermedades, sino una cantidad nada deleznable de dinero que le permitiría vivir de manera holgada en la ciudad que quisiera. Por eso, un día de noviembre, se dirigió a uno de los barrios más ricos de Cartagena, Santo Toribio, y se compró una hermosa casa con un amplio patio interior, con varias habitaciones, con un fastuoso balcón y con una imponente vista. Era el lugar perfecto para poder vivir cómodo y tranquilo por el resto de su vida, libre de preocupaciones  y de estúpidas necesidades. A las pocas semanas de estar en su nueva casa, y por cosas del destino, o de Dios, dependiendo de lo que usted crea, don Francisco se encontró en el puerto con don Esteban Viñas, un viejo amigo, que precisamente lo estaba buscando y que por terceros se había enterado de que él vivía en la Heroica, que por cierto, por esta época aún no era llamada así. Ambos habían hecho parte de varias tripulaciones de galeras que recorrieron el Nuevo Mundo, pero a diferencia de don Francisco, “el holandés”, como llamaban al señor Viñas, había seguido su rumbo, llegando a lugares muy lejanos y recorriendo tierras vírgenes y exóticas en otros mares. Y precisamente por eso estaba buscando a su viejo amigo, porque él sentía que tenía una deuda con él, pues don Francisco le había salvado la vida al “holandés” en un naufragio que sufrieron en el Caribe, y ahora tenía cómo pagársela. Cuando el señor Preys vio lo que su amigo le había traído, quedó profundamente impresionado.

Mientras don Francisco recordaba todos los detalles que le describió “el holandés” de su última expedición y, específicamente, del lugar de donde había sacado el obsequio que le había traído, pensaba en Fantina, su mujer. La había conocido en el lugar menos proclive para el amor en aquellos turbios tiempos: el mercado de esclavos. A lo largo de toda su vida, el señor Preys, había tenido muchas mujeres, sin embargo, ninguna se había convertido en su compañera permanente. Pero eso cambió cuando conoció a la hermosa mulata. Ella había sido arrancada de su tierra, uno de los tantos territorios africanos que durante siglos sirvió como despensa de esclavos para el Nuevo Mundo, junto con miles de negros más, en su mayoría hombres, para ser embarcados en estrechas galeras, prácticamente uno encima de otro, desnudos, en un terrible viaje por aguas del Atlántico que podía durar más de dos meses y en donde los más débiles morían y eran echados al mar como comida para tiburones. Cuando don Francisco la vio por primera vez, estaba con grillos y cadenas junto a cinco negros más, pues se acostumbraba reunirlos en grupos de seis. Durante varios días no pudo sacarla de su mente, no solo porque fuera una mujer hermosa, a pesar de lo enjuta que estaba, sino especialmente por su mirada. Una mirada que mantenía digna y altanera, a pesar de que había pasado a convertirse en un objeto, sin ningún tipo de derecho, si es que tal concepto ya existía en aquella época, al servicio de otros hombres que ni siquiera la consideraban humana, ni con alma, sino un simple animal el cual se podía utilizar y maltratar a su antojo. Un día, don Francisco no soportó más pensar en ella y se encaminó hacia el mercado de esclavos con la esperanza de que nadie la hubiese comprado aún. 

Desde que don Francisco Preys era niño, las aves siempre le llamaron poderosamente la atención. Le gustaba adentrarse en lo profundo de los bosques a observarlas y dibujarlas, aprovechando que tenía talento para ello; pasaba horas y horas admirándose por sus formas y colores y sobre todo, por lo que eran capaces de hacer: volar. ¿Será que algún día los hombres podremos volar como las aves?, se preguntaba mientras las veía impotentes y sublimes por los aires de su natal Inglaterra. Por eso, cuando llegó al Nuevo Mundo, quedó impresionado por la ingente cantidad de especies de aves que se encontró, su muñeca no daba descanso dibujando semejantes animales de colores tan vivos y formas tan extrañas que se topaba en cada nuevo puerto que visitaba. Pero don Francisco no se dedicaba solamente a dibujarlas sino que, cuando su tiempo se lo permitía, describía las costumbres de algunas de ellas, componiendo, sin saberlo, el primer tratado de ornitología del continente. Eran volúmenes y volúmenes de dibujos y descripciones, no solo de las aves, sino de sus huevos y sus nidos. Por eso, cuando el señor Preys, compró la casa en Cartagena, lo primero que dispuso fue dejar una habitación como biblioteca para almacenar en un lugar seguro y seco los más de veinte mamotretos que tenía hasta ese momento.

Don Francisco, sin ser un científico o un investigador, y sin deseos de fama o de gloria, estaba realizando una obra importantísima y pionera para la zoología americana. Su trabajo, no solo permitiría conocer las aves del Nuevo Mundo, sino clasificarlas y hasta adentrarse en sus comportamientos. El señor Preys se estaba adelantando más de cien años a trabajos como el realizado por la Expedición Botánica de José Celestino Mutis o las investigaciones sobre fauna de Jorge Tadeo Lozano; además, sus dibujos no tenían nada que envidiarle a las obras realizadas por Francisco Javier Matiz y Salvador Rizo, dos de los más importantes pintores de la Expedición Botánica. Don Francisco no había querido enseñarle sus libros a nadie, pues consideraba que era un simple hobby de un hombre amante de las aves, sin embargo, un día le enseñó su trabajo a uno de sus amigos y éste quedó tan admirado, que le recomendó que viajara a Santa Fe, aprovechando que en la ciudad se encontraba un importante biólogo, que incluso era profesor en Salamanca, para que le enseñara su trabajo. Francisco, estos libros podrían ser publicados en Europa y tu aporte a la zoología pasaría a la historia. Después de pensarlo por varias semanas, decidió hacerle caso a su amigo, sin embargo, dos días antes de viajar para Santa Fe, le llegó una citación para que se presentara ante el Santo Tribunal de la Inquisición, pues había sido denunciado como hereje.

Mientras el señor Preys buscaba con desespero por el mercado de esclavos aquellos ojos y aquella figura que habían cautivado su corazón, se encontró con un cachorro que estaba buscando, también con desespero, por el mercado de esclavos, pero no a una mulata, sino algo qué llevarse al hocico; don Francisco, como pudimos ver en los párrafos anteriores, siempre le llamaron la atención las aves, pero los caninos no le gustaban mucho, sin embargo, aquel cachorro macilento y pequeño le despertó cierto pesar y decidió recogerlo y llevarlo a su casa. El nombre para el perro fue fácil de encontrar, pues el animal siempre que veía pasar un cura, una monja, un obispo o un inquisidor, les empezaba a ladrar con tal animadversión, que don Francisco concluyó que el mejor nombre para su canino sería: Hereje. No estaba, la esclava, en el mercado, ni en el depósito, alguien ya la había comprado y no sería entraño que incluso en ese preciso momento estuviera viajando rumbo a Santa Fe, pues eran muchos los compradores que viajaban a Cartagena a adquirir esclavos. Entonces, recogió su cachorro y se fue para su casa con cierto dolor en su corazón. Cuando llegaron, le dio algo de comer a Hereje, que lo devoró todo con el ansia del hambriento, luego lo sacó al patio y con unas tablas, empezó a construirle una casita, el animal observaba con sus dos grandes ojazos a don Francisco trabajar, pero lo que más le llamaba la atención eran los patos, las gallinas, los gansos y demás aves, sobre todo, dos, muy extrañas y algo grandes y gordas, que tenía su amo, son bonitas, ¿no te parece?, me las trajo un amigo de una pequeña isla del Océano Índico, todavía no entiendo cómo hizo el “holandés” para que no se le murieran en semejante viaje, según me dijo, la especie se llama Dodo.

Este cuento sí que se está saliendo de cualquier lógica histórica, narrativa y hasta ornitológica, ¿unos dodos en la ciudad de Cartagena de Indias?, ¡por Dios!, pues, sí, queridos lectores, don Francisco Preys tenía en su poder, posiblemente, los últimos individuos de dodos del mundo, ya que por esta misma época, esta ave endémica de las Islas Mauricio, se estaba extinguiendo y los individuos que quedaban se podían contar con los dedos de las manos. Pero si me lo permiten, seguiré con la historia. En la celda de la cárcel del Tribunal de la Inquisición, como nos hemos podido dar cuenta, había varias cosas que le preocupaban a don Francisco: la negra Fantina, su perro Hereje, su casa, los libros sobre las aves del continente y los dodos. Son muchas preocupaciones para un hombre que se encuentra en semejantes líos con semejante tribunal, pero así somos los seres humanos, nos la pasamos la mayor parte del tiempo inquietos, ansiosos e intranquilos. Hablemos un poco más de Fantina.

Después de instalarse en su casa de Santo Toribio, don Francisco había adquirido cierta fama de buen dibujante y precisamente, unas semanas después, de haber recogido a Hereje, fue llamado por uno de los mercaderes de esclavos, un hombre muy rico, que vivía como un sultán y que tenía a su servicio más de veinte negros, la mitad de ellos mujeres. Él quería que el señor Preys le pintara un enorme cuadro de toda su familia. Al principio don Francisco no estuvo muy interesado en el trabajo y se negó incluso a ir a ver al mercader, pero finalmente fue, al menos para darle la cara y no quedar como un grosero engreído. Sin embargo, todo cambio cuando entró a la casa del mercader y se encontró con la mulata que durante tantas noches le había robado el sueño. Estaba amarrada a un árbol y con signos de haber sido golpeada en la espalda, don Francisco Preys, qué gusto tenerlo en mi casa, don Antonio, ¿cómo está usted?, bien, hombre, bien, siga por favor y hablemos de negocios, ha estado muy esquivo, yo pensé que ya no vendría a verme, qué pena con usted, don Antonio, es que he tenido muchas cosas entre manos, me lo imagino, don Francisco, lo importante es que ya se encuentra aquí, así que dígame, por favor, cuando tiempo se tardará en el cuadro y cuándo me valdrá. 

Don Francisco escuchó atentamente lo que deseaba don Antonio y calculó que un cuadro de esas dimensiones tardaría al menos un mes en terminarlo, sacó una libreta y anotó todas las indicaciones del mercader, pero no me ha dicho, don Francisco, cuando me va a cobrar, un esclavo, ¿cómo?, accedo a realizar la pintura, si usted me paga con esa esclava. Don Antonio cambio su rostro bonachón y risueño y se puso algo serio, ¿y por qué esa, don Francisco?, tengo muchas otras esclavas en mejores condiciones que podría darle, don Antonio, lo que usted me pide es un trabajo enorme y de varias semanas, cualquier pintor de Santa Fe le cobraría un ojo de la cara, yo solo le pido esa esclava, es una negra muy resabiada, don Francisco, me he visto en la necesidad de castigarla y amarrarla a ese palo, por eso don Antonio, no solo tendría su pintura, sin gastar una sola moneda, sino que se podría deshacer de un esclavo problemático, es muy hermosa, ¿no lo cree don Francisco?, qué dice, don Antonio. El mercader miró fijamente la esclava, pensó durante unos minutos, fue y se sirvió una copita de oporto, le ofreció una al señor Preys, pero él no quiso y finalmente le estrechó la mano al inglés protagonista de nuestra narración, está bien, acepto. 

Don Francisco Preys, usted ha sido llamado a este santo tribunal porque han llegado acusaciones en su contra, de qué tipo de acusaciones estamos hablando, su excelencia, de herejía, según el informe, usted niega la virginidad de la Santísima Virgen María y hasta se ha mofado de nuestra santa religión. Era verdad, don Francisco, en una de las pocas reuniones que había realizado en su casa, con supuestos amigos, se había pasado de copas y había terminado hablando más de la cuenta, él sabía que se había equivocado, no tanto porque le importara un pito poner en duda los dogmas católicos, sino porque se había puesto a decirlo en público, cuando todo el mundo sabía que la Inquisición estaba presta para procesar a los herejes y cismáticos. Don Francisco habría podido mostrar arrepentimiento y pedir clemencia, diciendo que sus padres nunca le habían brindado una educación cristiana y que él era un ignorante que necesitaba instrucción. Lo habrían mandado unos meses a un convento a que un cura o un monje lo instruyera y ya. Sin embargo, algo emergió dentro de él mientras escuchaba el tribunal, algo que debió dejar bien guardado en lo profundo de su corazón: orgullo y rabia. Encono y orgullo ante aquel tribunal que se metía en las creencias de las personas y las juzgaba sin el más mínimo resquicio de humanidad. No solo no negó las acusaciones, sino que se puso a increpar al tribunal y aumentar las razones para que fuera procesado. Fue enviado entonces a la cárcel.

El señor Preys sabía que se había equivocado, debió haber mantenido su boca cerrada, para qué buscarse problemas cuando estaba viviendo tan tranquilo con su mulata, con Hereje, sus aves y sus libros. Sin embargo, su orgullo y rabia habían podido más. En realidad, aunque don Francisco no lo sabía, hacía tiempo que el tribunal estaba pendiente de aquel extranjero que vivía en uno de los barrios más ricos de la ciudad, acompañado de una esclava, un perro y muchas aves. Según los vecinos que entrevistaron, era un hombre que salía bien temprano acompañado de un canino, que según otras pesquisas, llamaba Hereje, con una maleta que contenía hojas y lápices de colores. Tenía pocas visitas y nunca se le había visto participando en misa en la catedral ni en la Iglesia de Santo Domingo e incluso, y esto era lo peor, algunos lo habían escuchado blasfemando contra la Santísima Virgen y haciéndole el amor a la mulata un viernes santo. Increíble lo que se puede saber de uno por medio de los vecinos, ¿no les parece?, ¿y en qué trabaja?, le preguntó uno de los investigadores del tribunal a una señora de una casa contigua, sé que en ocasiones es llamado para pintar cuadros, pero además de eso, no le conozco otro oficio. La Inquisición había sido creada para juzgar exclusivamente a los bautizados en la Iglesia católica, que por una u otra razón, se hubieran apartado de su seno o blasfemaran contra sus verdades, pero eso no significaba que no tuviera derecho a juzgar a luteranos, calvinistas, mahometanos, incluso ateos. Y ese parecía ser el caso del señor Preys, pues no pertenecía a ningún culto, además, la Inquisición temía que su vida supuestamente disoluta, sin esposa, ni hijos, sin participar en los sacramentos, terminará afectando a algunos católicos tibios. Por eso decidieron echarle mano.

El proceso inquisitorial podía resultar muy lento para aquellos que se mantuvieran tercos o cerrados en sus posiciones. Después de las denuncias e investigaciones del caso, una junta, llamada de calificadores, analizaba los resultados y, si lo ameritaba, se citaba al reo. Si encontraban razones suficientes para continuar con el proceso y de acuerdo con la actitud que encontraran en el procesado, se le recluía en una cárcel, que normalmente era secreta, pero que en el caso de don Francisco, no fue así, porque su perro Hereje, gracias a su gran olfato, siempre supo donde estaba su amo y, como pudimos ver al inicio de nuestra narración, pasaba la mayor parte de su tiempo frente a aquel lugar. Tras ser recluido en la cárcel, normalmente al reo se le concedían tres audiencias. En la primera, se le preguntaba sobre su genealogía, ascendencia familiar, oficio, actividades, instrucción en los dogmas católicos y cosas por el estilo. En la segunda, se encomiaba al reo para que confesara voluntariamente sus prácticas o doctrinas heréticas; y en la tercera, los miembros del tribunal refutaban los errores con citas bíblicas y argumentos teológicos y se tomaba una decisión de acuerdo con la actitud del reo. Lo peor era que durante el proceso, que como dije antes, podía ser largo, los bienes se le confiscaban. Aquel día que llegaron los encargados por el tribunal para hacer el inventario de los bienes del señor Preys, se encontraron con una negra que vestía como una señora, un patio lleno de aves, dos de ellas muy extrañas por cierto, y un montón de libros en una de las habitaciones. Cuando abrieron los libros se encontraron con dibujos de aves y un montón de descripciones extrañas, brujería, dijo uno de los tipos y el otro que lo acompañaba pareció asentir, entonces empezaron a tomar cada uno de los mamotretos para llevárselos, en ese momento, entró Fantina como poseída por mil demonios y atacó a uno de los funcionarios, éste, como pudo, con mucha dificultad por cierto, se deshizo de la mulata y la golpeó muy fuerte, llamaron a unos guardias, se llevaron a la negra Fantina encadenada y los más de veinte libros de don Francisco para estudiarlos, si encontraban algo que delatara herejía o brujería, aquellos libros, serían quemados. 

12 de noviembre de 1679, año del Señor. La gente de Cartagena de Indias asiste a uno de los muchos autos de fe que ha realizado la inquisición en los últimos años. Caminan los reos en fila y encadenados, como si de un espectáculo se tratara, algunos con el sambenito puesto o con hábitos penitenciales de dos aspas; algunos han sido azotados o torturados de distintas maneras que es mejor no describir; otros han pasado varios años en la cárcel, como en el caso de don Francisco; algunos serán reconciliados y otros adjurados. En este auto en concreto ninguno fue entregado a la hoguera, es decir, ninguno fue relajado o condenado, que era lo mismo, pero en otros que se realizaron en años sucesivos, sí que ocurrió. Hereje, el perro del señor Preys, observa desde lejos a su amo caminar muy lentamente con la cabeza baja, en su cuerpo observa las consecuencias del paso inexorable del tiempo y de las malas condiciones en la hedionda cárcel de la inquisición, pues lo ve macilento, con una abundante barba, sin esa luz que reflejaba vida en sus ojos y terriblemente, si me permiten el adjetivo, triste. Durante todos estos años, Hereje, ha logrado sobrevivir en las calles de la ciudad, comiendo cualquier cosa y acompañando a su amo con suma fidelidad frente a la cárcel. Desde que el tribunal confiscó los bienes de don Francisco, el fiel canino no volvió por la casa de Santo Toribio y no había vuelto a ver a Fantina, la mujer que vivía con su amo y que lo había tratado con tanta humanidad.

Mientras don Francisco depositaba a Hereje en un pequeño ataúd que él mismo le había construido y le leía unas palabras de agradecimiento a aquel viejo perro que le había brindado tanta fidelidad y amor, mientras se secaba las lágrimas que se desprendían de sus ojos, recordaba todo lo ocurrido en aquellas audiencias que tuvo que soportar. Después de la primera, se dio cuenta que era absurdo pretender mantener su orgullo frente al tribunal, tenía que mostrarse arrepentido y buscar la manera que la sentencia fuera lo más benévola posible, para regresar, lo más rápido que pudiera, al lado de su negra, su can, sus aves, sus libros y su casa. Por eso, a partir de la segunda audiencia, su actitud cambió por completo. Manifestó que no era bautizado y que nunca había sido instruido en los dogmas católicos, pero que en lo profundo de su corazón deseaba con todas sus fuerzas hacer parte de la Iglesia, que se arrepentía de sus palabras frente al tribunal y lo que había dicho de la Santísima Virgen María, pero que tuvieran en cuenta que cuando lo dijo, estaba borracho, y que seguramente el Diablo lo había tentado a decir semejante herejía. Además, juraba ante la tumba de su padre, que él nunca le había hecho el amor a su esclava un viernes santo. Les pedía que lo ayudaran con la instrucción y que le dieran el honor de bautizarlo para demostrarles que podía llegar a ser un cristiano modelo. Algunos en el tribunal no acababan de convencerse de las palabras de don Francisco, sin embargo, otros empezaron a ver que realmente había cambiado ya que se le notaba más pío y más sumiso en todos los aspectos. 

Llegó finalmente el día en que el tribunal lo citó para dictarle sentencia. En general, todos habían creído en las palabras de don Francisco, y aceptaban su confesión y arrepentimiento. Por eso su sentencia fue: absuelto “ad cautelam” Este tipo de sentencia se dictaba cuando había sospecha o se sabía que el reo no pertenecía a la Iglesia Católica y sobre todo, con presos ingleses, irlandeses y escoceses que no habían tenido la ocasión de conocer y formarse en los dogmas católicos. Por eso, lo primero que se haría sería bautizarlo, luego él tendría que adjurar públicamente de sus errores en un auto de fe en la catedral. Pero, y esto dejó al señor Preys de una sola pieza, no se devolverían sus bienes, sino que pasarían a manos del santo Tribunal como compensación por los gastos en la cárcel, además, estaría un año en el Convento de San Diego recibiendo instrucción religiosa y lo peor de todo era que: “unos libros que hemos confiscado en su casa, señor Preys, serán quemados, pues nuestros especialistas, aunque no han encontrado indicios de brujería en ellos, sí consideran que no son los más apropiados para su nuevo estado, ya que lo pueden distraer de las cosas divinas.” Y mi esclava, qué pasará con ella, su excelencia, ella ya fue confiscada y vendida, con otros esclavos más, a un señor prestante de Santa Fe. 

Hereje cambió su residencia callejera de la cárcel, no tan secreta de la Inquisición, al convento de San Diego. Don Francisco no podía verlo, pero se enteró, por un monje, que lo comentó en el refectorio, que había un perro que hacía varias semanas se la pasaba echado frente a la puerta del convento y que no había querido moverse de ahí, no podía ser otro que su fiel amigo de cuatro patas, pensaba don Francisco. Mientras el señor Preys se instruía, día tras día, en aquel cúmulo de doctrinas que le importaban un pepino y rezaba un sin número de oraciones, muchas de ellas que ni siquiera entendía, porque estaban en latín, fue empezando a elaborar el plan que lo sacaría de aquel convento. De vez en cuando se aparecía por el mismo un guardia enviado por la inquisición para que los monjes le informaran sobre el señor Preys, él, por su parte, había seguido con su actuación pía y devota y hasta los monjes se habían creído el cuento que era un hombre nuevo, que había sido tocado por Dios. Sin embargo, solo era una distracción. Pero además, del guardia que iba esporádicamente, solo contaba con la presencia de los monjes. Así que después de dos meses de estar en el convento de San Diego de Cartagena de Indias, don Francisco llegó a la conclusión que era el momento de escapar, no podía soportar un solo día más en aquel lugar, además, necesitaba averiguar de alguna manera qué había ocurrido con Fantina, con su casa, sacar a Hereje de las calles e intentar corroborar si efectivamente la Inquisición había quemado sus libros.

La madrugada del 4 de enero de 1680, año del Señor, don Francisco Preys escapó del convento de San Diego; se encontró en la puerta con su perro, que se abalanzó hacia él y se dirigieron juntos a un lugar muy profundo de la sierra. Además de dibujar aves, don Francisco había escogido un lugar secreto para ir guardando, en un cofre, como todo un pirata de espíritu que era, dinero y otras cosas de valor que tenía, era consciente que si dejaba todo en su casa, alguna vez lo robarían y podría perder lo que con tanto esfuerzo había conseguido; así que durante varios meses se dedicó a llevar, acompañado de Hereje, aquel botín a lo profundo de la sierra, a un lugar que solo conocían su can y él. Cuando se escapó del convento sabía perfectamente que necesitaría dinero y por eso recurrió a su tesoro. Después de tomarlo se dirigió al barrio de Santo Toribio y, por ser muy de madrugaba, pudo entrar sin problema a su antigua casa, sin ser visto, el lugar aún estaba deshabitado, pero la Inquisición se había llevado todos sus muebles y enceres. Entró con cierto pesar a su biblioteca y la encontró vacía, sin muestras de los libros, las aves tampoco estaban. A la mañana siguiente, se alejó de la ciudad, fue a un pueblo cercano, se cortó la barba y cambió su aspecto lo más que pudo, para poder dirigirse a Cartagena de Indias con una cantidad grande de joyas para ver si podía lograr que don Antonio, el mercader de esclavos, le diera alguna información sobre el paradero de Fantina.

Hereje, muchos años después, a miles de kilómetros de Cartagena, mientras don Francisco le servía su comida, recordaría el terrible viaje que tuvieron que realizar con su amo, hasta la ciudad de Santa Fe, en busca de la mujer que él amaba y que ahora pertenecía a un arzobispo o algo así. De vez en cuando, el señor Preys, se preguntaba qué habría pasado con sus dodos, si habían pasado a ser parte de la comida de algún inquisidor o si de alguna manera habrían podido escapar y ahora eran una pequeña población, pues eran macho y hembra; se preguntaba, si finalmente, sus libros habrían sido quemados y todo aquel trabajo que él había realizado desde que había desembarcado en la Española, muchos años atrás, se había perdido para siempre. Esas preguntas nunca las logró responder, porque después de liberar a Fantina de las manos del obispo, con una fuerte suma de dinero por cierto, no volvió a la Heroica, que como les dije alguna vez, aún no era llamada así. Lo último que supo don Francisco de aquella ciudad, fue por medio de un comerciante, amigo suyo, que se encontró en un viaje que hizo a los antiguos territorios Aztecas, éste le contó, que don Antonio, el mercader de esclavos, había sido asesinado de una puñalada por un esclavo que había logrado escapar y al que nunca lograron capturar, definitivamente, señor Preys, Dios perdona siempre, los hombres algunas veces, pero la vida nunca. Hereje pasó los últimos años de su vida al lado de su amo, junto con Fantina y los hijos de éstos, ya no en Cartagena de Indias, sino en territorio Cherokee, lejos de la Inquisición, de su santo tribunal y de su terrible brazo.
 

lunes, 26 de septiembre de 2016

SECRETARIAT ©



 A Luciana Sofía
Por: Mauricio Rincón Andrade
 

El 9 de junio de 1973, en el Belmont Park, se presenció una de las hazañas deportivas más impresionantes del siglo pasado. El protagonista incluso fue portada de las revistas Time, Newsweek y Sport Illustrated y nombrado deportista del año. Yo, por aquella época, me encontraba en Nueva York escribiendo una serie de informes sobre la presidencia de Richard Nixon, especialmente, sobre el allanamiento de la sede del Partido Demócrata, que se había realizado el 17 de junio de 1972 en el edificio de oficinas Watergate y, que con el paso de los meses, había conducido a rigurosas investigaciones que culpaban a los más altos cargos del gobierno norteamericano. El periódico en donde trabajaba había decidido empezar a realizar una serie de crónicas, con enviados especiales, para que los lectores nos dejaran de ver como un medio de carácter local y hasta provincial, y nos empezaran a reconocer como un periódico más internacional. Me enviaron a mí porque era el que mejor balbuceaba el inglés y además, porque tenía familiares viviendo en los Estados Unidos, esto último representaba para los dueños una forma de ahorro sustancial, ya que mis tíos aceptaron gustosos encargarse de mi estadía y alimentación. 

Así que un día de finales de abril de 1973 tomé mi maleta, los documentos y mis anhelos de convertirme en un gran periodista y me embarqué en el avión que me llevaría a los Estados Unidos, sin saber nada de lo que me esperaba; sin saber que en aquel lugar conocería el amor de mi vida y con ella tendría unos hijos maravillosos, sin saber que no volvería en mucho tiempo al país y que tendría la fortuna de conocer a uno de los deportistas más importantes de toda la historia. Además de los informes sobre Nixon, el editor quería que escribiera una serie de crónicas sobre la guerra de Vietnam, que por aquella época estaba en su coda para los norteamericanos y que tenía muy divididos a los ciudadanos del común. Según me dijo, esperaba que escribiera una especie de reportajes urbanos sobre lo que pensaban distintos estamentos de la sociedad norteamericana sobre la guerra y que entrevistara a algunas familias que habían perdido a sus hijos en el conflicto bélico, un conflicto que terminaría en 1975 y que representaría una de las pocas derrotas gringas en todo el siglo XX.

Cuando aterricé en Nueva York, la noticia del momento, en lo referente al caso Nixon, tenía que ver con que el Senado había creado una comisión de investigación para que se interrogara a una serie de consejeros presidenciales sobre la orden que se había dado de realizar el espionaje telefónico del Partido Demócrata. Toda aquello se veía muy mal para Nixon y, con el paso de los meses, se iría poniendo peor. Sin embargo, a nadie, por aquellos días, se le pasó por la cabeza imaginar que aquel escándalo, denunciado inicialmente por los periodistas del The Washington Post, Carl Bernstein y Bob Woodward, y toda aquella investigación por parte del Senado, desembocarían en la renuncia de Richard Nixon en agosto de 1974, siendo el primer y único presidente norteamericano hasta la fecha en renunciar a su cargo. La presidencia entonces fue asumida por el vicepresidente Gerald Ford quien, en una decisión controversial,  indultó a Nixon de todos los delitos federales que había cometido.

Después de acomodarme en Nueva York, en la casa de mis tíos y de hablar durante horas con ellos sobre la familia y su estadía en los Estados Unidos, me invitaron a un evento, que para ser sincero, nunca había escuchado antes y al que ellos asistirían en los próximos días. En un primer momento no me llamó mucho la atención, pero finalmente decidí acompañarlos. El evento en cuestión era el Derby de Kentucky, conocido en el país como, The Most Exciting Two Minutes in Sport. Por ellos me enteré que aquella carrera de purasangres era seguramente la más famosa de todo el país y que convocaba a los mejores ejemplares de la nación de tres años de edad, para que compitieran, por la gloria, a lo largo de una pista de una milla y cuarto. Mientras nos dirigíamos al hipódromo Churchill Dawns en Lousville, Kentucky, no podía imaginarme que estaba a punto de conocer a uno de los 10 atletas más influyentes del siglo XX, según la Revista Time, un majestuoso purasangre apodado “Big Red” y con un nombre algo extraño para un caballo de carreras: Secretariat. 

Aquella tarde del 5 de mayo de 1973, los 134.476 asistente al Derby presenciamos un acontecimiento histórico. Yo nunca había estado en una carrera de caballos, sin embargo, desde el momento en que llegamos al Churchill Dawms, aquel mundo me empezó a apasionar de una manera incontrolable e irracional y ese mismo día, gracias a la ayuda de mi tío y sus amigos, empecé a conocer más y más del Turf americano. Quién iba a pensar que con el paso de los años terminaría convertido en un periodista hípico y que abandonaría para siempre las crónicas y los reportajes que no tuvieran que ver con caballos. Secretariat, montado por el jockey canadiense Ron Turcotte y entrenado por Lucien Laurin, pertenecía a los establos Meadow de Virginia, que por aquella época, eran manejados por Helen “Penny” Chenery. Helen era la hija menor del empresario y criador de caballos Christopher Chenery, que en 1968, debido a sus problemas de salud, tuvo que ser recluido en el hospital New Rochelle de Nueva York. Allí permaneció hasta su muerte, ocurrida el 3 de enero de 1973. Desde la enfermedad de su padre, Helen, un ama de casa, madre de cuatro hijos, con estudios en artes y negocios, se había hecho cargo de los establos, en una época en que la granja iba a pique y las deudas amenazaban con quebrar el negocio de la familia. En 1972, Helen contrató al entrenador canadiense Lucien Laurin y ese mismo año dicha alianza tuvo sus primeros frutos, porque, Riva Ridge, uno de los caballos del Meadow, ganó el Derby de Kentucky y el Belmont Stakes. Sin embargo, a pesar de los triunfos de Riva Ridge, aquel purasangre fue eclipsado por otro caballo del mismo establo, considerado, por muchos especialistas, como el mejor caballo de carreras de todos los tiempos y que la Revista Time llamó, el súper caballo: Secretariat.

El señor Christopher Chenery tenía un acuerdo con el empresario y criador de caballos Ogden Phipps, uno de los hombres más ricos de los Estados Unidos en aquel tiempo. El señor Phipps era dueño de Bold Ruler, un gran corredor y un excelente semental. El acuerdo consistía en que los establos Meadow podrían a disposición de Bold Ruler, las mejores yeguas que tuvieran. Las primeras crías que se concibieran se echarían a suerte lanzando una moneda. Por aquella época, en que el señor Cheney se encontraba en el hospital, tenía dos de sus yeguas preñadas por Bold Ruler: Hasty Matilda y Somethingroyal. Así que una tarde de finales de verano de 1969, la señora Helen Chenery, asistió al lanzamiento de la moneda, en representación de su padre. Hasty Matilda era una yegua de 8 años y Somethingroyal, tenía 18. Normalmente se piensa que de las yeguas más jóvenes salen mejores corredores, así que, en general, se consideraba que la mejor decisión, para quien ganara el sorteo, sería elegir la cría de Hasty Matilda. Sin embargo, la señora Helen, tenía una corazonada. Sabía que Bold Ruler había sido un purasangre muy rápido, pero que siempre había tenido problemas con las distancias largas y Somethingroyal, descendía de Princequillo, un caballo que siempre compitió muy bien en las carreras de largo aliento. Así que, según su corazonada, era posible que la cría de Somethingroyal, pudiera heredar la velocidad de su padre y la resistencia de su abuelo. Por eso, cuando la señora Helen llegó al sorteo, iba con el firme propósito de poder quedarse con la cría de Somethingroyal.  El señor Phipps ganó en el lanzamiento de la moneda y eligió a la cría de Hasty Matilda, una hermosa yegua, que nacería unos meses después, a la que le colocaron el nombre de The Bride y que nunca se destacó en las carreras. La señora Chenery se quedó con la cría de Somethingroyal, un potro que nació el 30 de marzo de 1970 en sus establos y que después de descartar un montón de nombres fue llamado: Secretariat.

En 1972, Secretariat, fue nombrado caballo del año, pues ganó 7 de las 9 carreras en las que participó, sin embargo, a pesar de ser un buen año para él, lo esperaba 1973, el año que le daría la inmortalidad. Ese año ganó en las dos primeras carreras en que participó, pero perdió en la tercera, el Wood Memorial, terminando en tercer lugar detrás de Angle Light, quien ganó y de Sham, que terminó segundo. Este último caballo sería su competidor más acérrimo en las siguientes competencias. Al finalizar la carrera se descubrió que Secretariat tenía un absceso bajo el labio que seguramente le impidió correr a gusto. Sin embargo, algunos pensaban que “Big Red”, lastimosamente, había heredado las limitaciones de su padre en las pruebas de largo aliento. A pesar de la derrota, llegó como favorito al Derby. Aquel día, en el Churchill Dawns, en Louisville, Kentucky, la cría de Somethingroyal, pulverizó los cronómetros y estampó un increíble 1.59.2/5. Secretariat, no solo había batido el record de la pista que estaba puesto desde 1964, sino que, por primera vez, en toda la historia del Derby, un purasangre bajaba la barrera de los dos minutos. El record de Secretariat aún no ha podido ser batido. La salida de “Big Red” fue lenta, ubicándose 11 entre 13 competidores y registrando un discreto 25.2 segundos para los primeros cuatrocientos metros, sin embargo, a partir de ahí, todo cambio. Los segundos cuatrocientos metros los hizo en 24.0, los terceros en 23.4, los cuartos en 23.2 y los últimos en 23.0, es decir, a lo largo de toda la competencia estuvo acelerando continuamente. Yo no podría creer lo que veía, aquel caballo que estaba prácticamente de último, al inicio de la prueba, había empezado a pasar competidores y se había puesto a la cabeza de la carrera en la recta final, sin que lo pudieran alcanzar, solo Sham, trató de hacerle frente, pero no pudo, fue inútil, finalmente Secretariat lo derrotó con casi dos cuerpos de ventaja. Angle Light, quien lo había derrotado en el Wood, terminó en décima posición. Todos los especialistas en el Churchill Dawns, en medio de la admiración y el asombro por lo que acababan de presenciar, se hacían la misma pregunta: ¿Secretariat, sería capaz de ganar la Triple Corona americana, después de más de dos décadas sin que ningún purasangre lo hubiera podido lograr?

La Triple Corona americana está compuesta por tres carreras hípicas que se disputan en tres Estados diferentes en tan solo cinco semanas: el Derby de Kentucky, que se corre el primer sábado de mayo, el Preakness Stakes en Baltimore, Maryland, el tercer sábado del mismo mes y el Belmont Stakes en Elmont, Nueva York, que se disputa 21 días después del Preakness. Son pruebas exigentes, no solo por el poco tiempo que hay entre ellas, sino porque se corren en hipódromos con pistas muy largas. En toda la historia del Turf americano, solo 11 caballos han logrado ganar las tres carreras. El último purasangre que lo había logrado, para cuando Secretariat luchaba por conseguirlo, había sido Citation, en 1948. En los últimos años siete caballos habían estado muy cerca, pero finalmente no lo habían logrado. En 1971, Cañonero II, un caballo venezolano, casi lo logra, pero fue derrotado en el Belmont. Después de la demostración de Secretariat, en el Derby, muchos especialistas empezaron a creer que era posible que, después de 25 años, estuviéramos frente a un ganador de la Triple Corona. Sin embargo, todavía había una gran mayoría de escépticos que no se acababan de convencer que “Big Red” tuviera lo necesario para lograrlo. Además, aunque había volado en el Churchill Dawns, Secretariat aún tenía frente a él dos carreras muy difíciles y en donde cualquier cosa podía pasar. 

Después del Derby, estuve trabajando juiciosamente en los reportajes y en las crónicas que tenía que enviar al periódico sobre Nixon y la Guerra de Vietnam. Tengo que reconocer que, aunque salieron bastante bien, no le puse el profesionalismo ni la pasión que debía, pues mi mente y mi corazón estaban puestos en la hípica y especialmente, en la próxima carrera de la Triple Corona: el Preakness. Además de escribir para el periódico, aquellas dos semanas las utilicé para reunirme con una serie de especialistas hípicos que mi tío conocía, gracias a ellos, no solo aprendí sobre la historia y el reglamento del Turf, sino que pude acercarme a la vida de los más grandes purasangres que habían pisado una pista de carreras: Man o'War, Phar-Lap, Sea Bird, Seabiscuit, Citation, Ribot, Nijinsky, Brigadier Gerard, Mill Reef, Kelso, Seattle Slew, Affirmed, Spectacular Bid, entre otros. Unos años después de abandonar el periódico escribí un libro dedicado a aquellos increíbles atletas. Pero sin lugar a dudas, mi encuentro más fructífero, en aquellas semanas, fue con William Nack, un gran periodista y escritor norteamericano que en 1975 publicaría la primera biografía de “Big Red” con un título muy llamativo: “Secretariat: The making of a champion”. Con el paso de los años, William Nack se convertiría en uno de los periodistas deportivos más importante de los Estados Unidos y uno de mis mejores amigos. Con él siempre me sentí muy identificado, pues William decidió abandonar los reportajes políticos para cubrir y escribir sobre eventos deportivos, especialmente hípicos y de boxeo.

El 19 de mayo de 1973, arribamos con mis tíos al Pimlico Race Course, en Baltimore, para la segunda carrera de la Triple Corona, que se disputa en una pista de 1.3/16 millas, algo así como 1.91 kilómetros. Después de lo hecho en el Derby, todos los ojos estaban puestos en Secretariat. Mientras entrábamos al bellísimo hipódromo, mi tío me presentó con otro de sus amigos, un gringo bonachón, calvo, con barba exigua, pero bien arreglada, con una personalidad muy agradable, casi latina, y un gran conocer del Turf americano. Incluso había escrito dos libros sobre el tema que muy amablemente me regaló ese mismo día. Pero lo más increíble era que ese señor, tan buena persona, pero tan poco agraciado, tenía una hija muy bella. Una hermosa neoyorquina llamada Sophie, que no solo se convirtió en el amor de mi vida, sino que, dos años después de conocerla, se casaría conmigo en una hermosa ceremonia en Kentucky, un día antes del Derby de 1975, que por cierto, fue ganado por Foolish Pleasure. En medio de aquel maravilloso encuentro y de aquel clima festivo, empezó la carrera. Así como había ocurrido en el Derby, Secretariat salió en último lugar, sin embargo, aquel majestuoso atleta empezó a acelerar de una manera impresionante. Llegando casi a la mitad de la carrera, Secretariat había alcanzado a Ecole Etage, que tenía la punta desde el inicio de la prueba, éste, trató de mantenerse al frente, pero fue inútil, el paso de “Big Red” era demoledor. Mientras todos veíamos como Secretariat se iba alejando de los otros competidores, otra imponente figura surgió del grupo, Sham, que mostrando una gallardía y una velocidad increíbles, salió tras “Big Red”, “lo va a alcanzar”, recuerdo que pensé, pues entrando en la curva final, desde la posición en que me encontraba, se veían muy juntos, sin embargo, como lo había hecho en el Derby, Secretariat no disminuyó su velocidad, sino que siguió acelerando, algo que solo pueden hacer los grandes caballos de carreras y, finalmente, le ganó a Sham por casi tres cuerpos de distancia. Muchos asistentes no lo podían creer: Secretariat acababa de ganar la segunda carrera de la Triple Corona americana con otra demostración de autoridad, velocidad y resistencia.

Mientras yo saltaba de emoción como si mi selección nacional hubiese ganado el mundial de fútbol, volteé a mirar a mi tío y a un sin número de especialistas hípicos que estaban con él, a diferencia mía, no estaban tan emocionados, sino algo extrañados, no dejaban de mirar sus cronómetros y de hablar entre ellos. Me acerqué a preguntarle a mi tío lo que pasaba y él me lo explicó todo. Según el cronómetro oficial del Pimlico Race Course, Secretariat había ganado con un tiempo de 1.55.00, es decir, no había batido el record de la carrera que estaba en poder de Cañonero II, con un registro de 1.54.00. Pero en los cronómetros de los especialistas se registraba un tiempo de 1.53.2/5. Para ellos, solo existía una explicación: el cronómetro del hipódromo había tenido algún tipo de fallo. Aquella controversia generó un gran número de investigaciones de toda índole, en donde se trató de demostrar que, efectivamente, el tiempo registrado, no correspondía con la realidad. Sin embargo, en el registro oficial del Preakness Stakes, quedó para siempre aquel tiempo tomado por el cronómetro del hipódromo. Pero independientemente de la cuestión del tiempo o del record, lo fundamental era que, Secretariat, había ganado el Preakness y estaba a una carrera de lograr la Triple Corona, después de 25 años sin que un purasangre lo hubiera podido lograr. Sin embargo, frente a él, tenía la prueba más difícil y más larga de las tres, una pista eterna, que era llamada por los especialistas hípicos “el cementerio de los caballos rápidos”: Belmont Park.

En 1973 los norteamericanos se retiraron de la Guerra de Vietnam después de los acuerdos firmados en París a mediados de enero. Sin embargo, a pesar de eso, la guerra no terminó hasta 1975 con la victoria norvietnamita. En la opinión pública quedaba una sensación de derrota, que fue llamada por algunos medios como: “Síndrome de Vietnam”. Aquella nación de las oportunidades y con un gran poderío militar y tecnológico salía derrotada por Vietnam del Norte en una guerra larga y costosa, no solo en términos económicos, sino fundamentalmente, de vidas. Algunos colegas, con los cuales tuve la oportunidad de hablar sobre el tema, se atrevían incluso a decir que la Guerra de Vietnam había sido el conflicto más sanguinario de la historia de la humanidad después de la Segunda Guerra Mundial. Pero además de Vietnam, los norteamericanos seguían con atención el desarrollo del escándalo Watergate que, poco a poco y sin el más mínimo cargo de conciencia, enredaba la presidencia de Nixon y lo comprometía con el espionaje telefónico al Partido Demócrata. A finales de ese mismo año, estalló la crisis del petróleo, como para ponerle la cereza al pastel. Sin embargo, en medio de aquel enredado clima político, hubo un acontecimiento que sacó a muchos ciudadanos de la realidad cotidiana: Secretariat. Aquel purasangre no solo representó un bálsamo en medio de aquellas malas noticias, sino que muchos vieron en “Big Red”, un verdadero héroe nacional que se imponía a las adversidades y hacía historia con sus triunfos. “Una inspiración”, me dijo alguna vez William Nack, “eso significó Secretariat para muchos norteamericanos, un acicate para continuar luchando a pesar de las derrotas o las dificultades por las que estábamos pasando.” Los medios se volcaron hacia aquel caballo de tres años y se convirtió en tema, no solo de especialistas hípicos, sino de gente del común. Junto con “Big Red”, su dueña, la señora Helen Chenery, salió en varias cadenas televisivas y su historia también conmovió: un ama de casa, madre de cuatro hijos, que se hacía cargo del establo de la familia que estaba a punto de quebrar y lo sacaba adelante en un medio dominado por hombres. Sin embargo, para algunos críticos, aquel interés mediático en Secretariat y en la señora Helen, era exagerado, si el purasangre no gana el Belmont, decían, no pasará de ser un caballo más que estuvo a punto de tocar la gloria.

El Belmont Stake es la prueba más difícil de las tres carreras que componen la Triple Corona americana, se corre en una pista de 1 milla y media, es decir, 2400 metros. Los escépticos consideraban que Secretariat había heredado la velocidad de Bold Ruler, pero también sus limitaciones en las pruebas de largo aliento y por eso no lo creían capaz de vencer en aquella carrera tan larga. En medio de aquel ambiente deportivo y mientras cumplía con mis obligaciones para el periódico, William, unos días antes de la prueba, me pidió que lo acompañara al hipódromo para una serie de entrevistas que tenía que realizar. Cuando estábamos cerca me comunicó que, la primera persona con la cual se reuniría, sería con la señora Helen Chenery, prepara unas dos preguntas y se las haces, me dijo con desparpajo, como si yo fuera un especialista como él, ¿y yo que le podría preguntar?, no sé, algo se te ocurrirá. Mientras caminábamos hacia donde nos esperaba la señora Helen, trataba de articular las preguntas, buscando que no delataran mi poco conocimiento del Turf. El clima de la entrevista fue muy agradable, en realidad pareció más una charla entre amigos. Finalmente no terminé realizando los dos interrogantes que había preparado, sino otra serie de preguntas que salieron bastante bien y no delataron mi ignorancia, sentía que había cometido una especie de “sacrilegio periodístico hípico”, pero los comentarios de William fueron muy generosos. Al finalizar el diálogo me atreví a pedirle a la señora Chenery que me permitiera “saludar” personalmente a Secretariat, ella sonrió, me miró fijamente y muy amablemente me dijo: voy a hacer una exención con usted, muchacho, porque se nota que es un gran admirador de nuestro querido caballo. Casi se me sale el corazón de la emoción. Ella, entonces, llamó a Eddie Sweat para que me llevara. Eddie era el mozo o cuidador de “Big Red”, como siempre lo llamó, un mulato muy cordial, gran conocedor del mundo hípico y con una gran sensibilidad hacia los purasangres, fue seguramente el ser humano que más cerca estuvo de Secretariat. William escribió varios artículos sobre Eddie e incluso, Lawrence Scanlan, un escritor canadiense, en el año 2006, publicó un libro sobre él, titulado: The Horse God Built: Secretariat, His Groom, Their Legacy. 

Aquel majestuoso purasangre era enorme, quedé impresionado con solo verlo. En la pista no parecía que fuera tan alto, seguramente porque los otros competidores también eran grandes, pero al tenerlo frente a frente, quedé admirado. En realidad, al recordar aquel día, me hacen falta los adjetivos para describirlo, no solo por su belleza y perfección o por su hermoso color rojo y sus manchas blancas en tres de sus patas y en su frente, sino por lo que aquel caballo despertaba en mí. Sentía que estaba conociendo a uno de los atletas más importantes de la historia y a su vez, al “culpable” de que mi vida laboral y personal diera un vuelco radical. Si ese año no hubiera viajado a los Estados Unidos y conocido a Secretariat, seguramente hubiera seguido trabajando en algo que no me acababa de apasionar del todo y no hubiera tenido la fortuna de conocer a mi amada Rose. William me había dado una cámara, pero entre la emoción y la admiración, lo había olvidado. Eddie estaba preparando a “Big Red” para sacarlo a otro de sus entrenamientos, yo le agradecí por su tiempo y mientras me alejaba me acordé de la cámara, oye, Eddie, le grité todo confianzudo, me permites una foto, él accedió, se paró frente a su amigo y ambos miraron hacia mí. Iba a pedirle que me tomara una al lado de Secretariat, pero en ese momento apareció el entrenador Lucien Laurin, enojado porque Eddie tardaba en sacar al caballo. Con cierta tristeza los vi alejar. Después de eso tuve la oportunidad de fotografiarme varias veces con Secretariat, pero, por cosas del destino, eso nunca ocurrió. Sin embargo, todavía recuerdo las palabras que me dijo Eddie alguna vez: no se preocupe por eso, que usted le cayó muy bien a mi amigo “Big Red”.

Mientras se acercaba el día de la carrera, pocos nos imaginábamos que la edición 105 del Belmont Stakes, celebrada el 9 de junio de 1973, se convertiría en uno de los eventos deportivos más espectaculares de todos los tiempos y en una de las mayores exhibiciones de velocidad y resistencia jamás hechas por atleta alguno en toda la historia. 

El 4 de octubre de 1989, me encontraba en el estudio de mi casa terminando de escribir un artículo para Sport Illustrated cuando sonó el teléfono. Era mi amigo William Nack, quien, con un tono de voz muy triste, me dijo lacónicamente: ¡Secretariat, ha muerto! Al colgar el teléfono, sentí una especie de escalofrío que recorrió mi cuerpo y me quedé ensimismado en la silla sin poder reaccionar. Después de unos diez minutos, me logré levantar y me dirigí al archivo, busqué entre las carpetas que contenían revistas viejas y encontré lo que estaba buscando. Era una edición de la Revista Time de junio de 1973, que traía, en su portada, al gran “Big Red”. El título sintetizaba lo que había significado aquel majestuoso purasangre para la historia del deporte:




 Leí todo el artículo del Time y luego me puse a observar los distintos cuadros que tenía en mi estudio. En realidad hasta ese día me di cuenta que en la mayoría de ellos aparecía Secretariat. En ese momento, casi con efecto retardado, empecé a llorar. No fue un llanto desesperado o disonante, sino muy pausado y silencioso. Sentía, que con su muerte, se iba un amigo, un ser que me había ayudado a darle un giro a mi vida, para lograrla llevar por lo que verdaderamente me apasionaba; un ser, que me había colaborado a encontrar lo que movía mis fibras más profundas; pensaba, que no moría un caballo más, sino uno de los más grandes atletas de la historia, uno, que con mansedumbre y sencillez y sin la fantochería de los deportistas humanos, nos había dado a todos una lección de profesionalismo y grandeza. En ese momento, entró mi amada Sophie, que se había enterado de la noticia por la televisión, al verme compungido me abrazó y me manifestó que ella también sentía la muerte de Secretariat. Nos sentamos en el sofá del estudio y nos quedamos observando la famosa fotografía, que Bob Coglianese, le había tomado a “Big Red” en la recta final del Belmont de 1973 y que mostraba gráficamente la magnitud de la victoria de aquel grandioso purasangre:

  


 Secretariat llegó como favorito al Belmont Stakes por lo que había hecho en el Derby y en el Preakness, sin embargo, en el ambiente una pregunta se paseaba entre especialistas y gente del común: ¿”Big Red”, tendría lo suficiente para ganar en una pista tan larga y difícil? Los días previos a la carrera, los entrenamientos de todos los competidores fueron arduos y muchos pronosticaban un cerrado duelo entre Secretariat y Sham, que había quedado segundo en las anteriores pruebas de la Triple Corona y que incluso había colocado el segundo mejor tiempo de toda la historia del Derby de Kentucky. Para los entrenadores no resultaba fácil planear una carrera como el Belmont. Si el caballo salía muy lento, nadie garantizaba que tuviera la velocidad para alcanzar a los líderes y si salía muy rápido, muchos dudaban que un purasangre, por más bueno que fuera, pudiera tener la suficiente resistencia para soportar una aceleración constante en una pista tan larga. Después de que Citation ganara la Triple Corona americana en 1948, siete caballos habían llegado al Belmont con la intención de lograrlo, sin embargo, habían fracasado, aquel “cementerio de los caballos rápidos” les había pasado factura y les había impedido alcanzar la gloria.

Aquel 9 de junio de 1973, el Belmont Park estaba a reventar y millones de personas seguían por televisión todo lo referente a la transmisión de la carrera. Tan pronto sonó la campana, el país se paralizó. Ese es uno de los aspectos que más me llaman la atención de los eventos deportivos: despiertan pasiones y unen extraños. A diferencia de lo que había ocurrido en el Derby y en el Preakness, Secretariat salió a toda velocidad colocándose rápidamente en la punta. Iba con todo, su equipo había decidió luchar por la carrera desde el inicio de la prueba. Era un riesgo y ellos lo sabían. Inmediatamente, Sham se puso a su lado, no estaba dispuesto a perder de nuevo. Por algunos largos segundos aquellos dos majestuosos purasangres se pusieron cabeza a cabeza en una increíble batalla atlética. Los otros competidores se empezaron a rezagar, era imposible soportar aquel ritmo endemoniado que habían impuesto aquellos dos caballos. Sin embargo, algo ocurrió.

La mañana anterior a la prueba, el gran preparador de purasangres y que incluso hace parte del Salón de la Fama Hípica, Hollie Hughes, se había acercado a donde estaba Ron Turcotte, el Jockey de Secretariat, para cruzar unas palabras con él. La opinión del señor Hughes era muy estimada y respetada por todos, porque él, no solo había entrenado excelentes caballos, sino que incluso había visto correr a grandes glorias de este deporte como: Man o'War, Colin, Citation, Kelso, Seabiscuit, War Admiral, entre otros. Ron me contó que él le dijo: “Hijo, no hay manera que Secretariat pierda, solo asegúrate de no caerte del caballo. Créeme, que este potro que estás conduciendo es el mejor caballo de carreras que ha existido y te lo aseguro yo,  que he visto correr a los mejores a lo largo de toda mi vida.” 

Para los primeros tres cuartos de milla, Secretariat y Sham, estaban registrando un tiempo increíble, pero promediando la mitad de la carrera, como les había dicho antes, algo ocurrió: Sham, se empezó a quedar. Ni Sham ni otro caballo, por más bueno que fuera, hubiera podido soportar el paso que llevaba “Big Red”, en palabras del locutor Chuck Anderson: “¡Secretariat está disparado en la punta y sigue ampliando su ventaja!, ¡se mueve como una increíble máquina de correr! Nadie lo hubiera podido describir mejor. Sham pagó cara su osadía, no solo llegó de último en aquella prueba, sino que, lastimosamente, arribó lesionado, no volvería a correr. Él también fue un gran caballo, pero tuvo la mala fortuna de cruzarse en la misma época con el mejor caballo de carreras de todos los tiempos. 

Mientras tanto, el hijo de Bold Ruler y Somethingroyal, continuaba incrementando su ventaja sobre sus inmediatos competidores. William, que estaba al lado mío, recuerdo que me dijo: “Va a colapsar totalmente en la recta final, ¡es imposible que siga corriendo así!" Sin embargo, el paso de Secretariat seguía aumentando, como si estuviera luchando cuerpo a cuerpo contra otro caballo. Al entrar, en la recta final, tenía una ventaja de 18 cuerpos y seguía corriendo más y más rápido, 20, 21, 22, 23, 24 cuerpos y “Big Red” parecía no querer parar. Al llegar a la meta, finalmente ganó por 31 cuerpos de ventaja sobre el segundo, con un tiempo monumental de 2.24.00, aniquilando el record que tenía Gallant Man desde 1957 de 2.26:3. Aquella increíble máquina de correr, en palabras de Anderson, no solo había corrido la milla ¼ más rápida de toda la historia, sino que había roto, por más de dos segundos, el record para la milla ½ del Belmont, con la ventaja más larga de todos los tiempos: 31 cuerpos. Aquel registro, casi cuarenta años después, ningún otro purasangre lo ha podido batir, y lo más cerca que han estado, es un lejano: 2.26.00. Ken Hollingsworth, editor en aquella época de la prestigiosa revista The BloodHorse, quien era un crítico muy escéptico de “Big Red”, recuerdo que escribió: “¡2 minutos y 24 segundos clavados!, ¡es increíble!, no lo puedo creer. Pero es real. Yo lo vi. ¡No puede ser verdad!, ganó por más de 100 metros de ventaja.” 

Todos solemos recordar el lugar exacto en que nos encontrábamos cuando ocurrió algún acontecimiento histórico, y yo, tengo que decir con orgullo, que aquel 9 de junio de 1973, mientras Secretariat hacía historia, me encontraba en el mismísimo Belmont Park, viendo con mis propios ojos, no solo cómo ganaba la carrera, sino cómo conseguía ganar la Triple Corona, después de 25 años sin que un purasangre lo hubiera podido lograr, con una demostración de resistencia y velocidad increíbles. Aquel día se escribió una de las páginas más memorables en la historia del deporte. Incluso, el gran Jack Nicklaus, considerado por muchos como el más grande golfista de todos los tiempos, manifestó, en una entrevista, que lloró al finalizar la carrera, después de presenciar semejante actuación. Aquel día, “Big Red”, se ganó un puesto merecido como uno de los más grandes atletas de la historia y al finalizar 1973, se retiró definitivamente de la competición. Ya había ganado, prácticamente en menos de dos años, lo que muchos deportistas no logran conseguir ni en dos décadas: la inmortalidad. Su figura también se inmortalizó en distintas esculturas que se hicieron en su honor, que se colocaron en varios de los hipódromos en donde compitió y yo, pude contarles a mis nietos, que tuve la fortuna de ver correr al más grande caballo de carreras de todos los tiempos, un majestuoso y noble purasangre, llamado: Secretariat.