sábado, 24 de agosto de 2019

YESHUA

Por: Mauricio Rincón Andrade
A: Luciana Sofía



El niño entró presuroso a la casa y se dirigió a la cama de la mujer. Ella abrió los ojos y vio la esperanza dibujada en el rostro de su nieto. ¡Es un maestro, abuela! Eran ya muchos años de sufrimiento. Después de ser una mujer activa, de mano fuerte, con una voluntad a prueba de todo y con un carácter que haría sonrojar a cualquier levita, se había convertido, gracias a su enfermedad, en un vestigio de ser humano, cada vez más flaca, cada vez más amarilla, con un rostro que daba miedo y un dolor abdominal que no la dejaba dormir y que la hacía llorar y desesperar. Su hijo había gastado una suma importante de dinero en un médico de Jerusalén, pero él, después de verla por unos minutos, solo musito, sin piedad alguna: no hay nada que hacer. Desde ese día las cosas empeoraron. Ella se sentía una carga y en las últimas semanas ni siquiera podía controlar los esfínteres. Era una tortura sentir que la mierda se le salía del cuerpo sin apenas poder controlarlo. Un día que había quedado sola en casa, mientras toda la familia acudía a la sinagoga, logró alcanzar un cuchillo e intentó quitarse la vida, pero no tuvo el denuedo, cayó al piso y lloró de impotencia y de rabia. Ese día que su nieto entró presuroso, había tomado la decisión que lo volvería a intentar y que nada ni nadie, le impediría que se rasgara las venas. ¡Es un maestro!, le repitió el chico. Ella lo amaba, en realidad, en aquella ocasión que no tuvo el valor de matarse, el culpable había sido su nieto, la imagen de aquel niño que la amaba y que la trataba con tanto amor y respeto. Es un hombre justo y de corazón puro, pensaba la anciana. ¿A dónde me llevas, Felipe? a donde el maestro, ¿cómo sabes que es un maestro?, porque todo el mundo está hablando de él, ¿y por qué estás tan seguro de que me puede ayudar?, porque curó a un endemoniado, yo mismo lo vi con mis propios ojos, muchos los vimos. Estábamos en el oficio sabático en la sinagoga, el endemoniado empezó a increparlo y él lo calló y le ordenó que saliera de él, e increíblemente el hombre quedó liberado; además, uno de los hijos de Simón, me dijo que después del milagro en la sinagoga, el nazareno, ¿cuál nazareno?, pues el maestro abuela, él es de Nazaret, de Nazaret no puede salir nada bueno, yo creo que sí, porque él es bueno, pero como te estaba contando, mi amigo me contó que después de eso, su padre invitó al maestro a su casa y su abuela también estaba enferma, creo que tenía fiebres, y el maestro la curó. ¡Abuela, él te puede ayudar! La mujer quedó conmovida por la fe de aquel niño de corazón puro, está bien amor, vamos, no perdemos nada. Con la ayuda del niño, se levantó de la cama, el dolor se hizo más fuerte, se sentó en el borde y colocó los pies en el suelo, pero al intentar levantarse no pudo, no puedo, ¡claro que puedes, abuela!, no tengo fuerzas, amor, solo tenemos que ir a casa de Simón, abuela, cuando estaba sana, la casa de Simón era un trayecto insignificante, hoy es como intentar caminar hasta Jerusalén, vamos, abuela, él me dijo que estaría ahí, ¿quién?, el maestro, ¿hablaste con él?, sí, abuela, fue muy amable, no puedo, por favor, inténtalo, mira que hay muchos enfermos haciendo fila para poderlo ver, amor, soy una vieja inservible que lo mejor es que muera rápido para que no siga siendo un estorbo, ¡no, abuela!, no eres eso, eres un gran hombre, Felipe, estoy segura que tu gran corazón te llevará lejos, serás un escriba que hará sentir orgulloso a tus padres y a mí, abuela, por favor, inténtalo, no puedo Felipe, mi mente lo desea, pero mi cuerpo no quiere colaborar, está cansado y solo desea descansar. Felipe empezó a llorar y su abuela también, la conmovía el amor que su nieto sentía hacia ella, trató de sacar fuerzas de donde no creía tener y logró ponerse de pie, el niño, se limpió las lágrimas y fue a ayudarle, ella logró dar un paso, pero no pudo mantener el equilibrio y fue a caer al piso junto con el niño, en ese momento, sintió que unas manos fuertes y con cayos la levantaban, el niño también se incorporó y casi gritando dijo: ¡maestro!

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