Por: Mauricio Rincón Andrade
A: Luciana Sofía
La
cita era a las cinco de la tarde. La habíamos pactado hacía más de veinte años
cuando apenas éramos unos remedos de hombres dispuestos a comernos el mundo.
Teníamos adelante un boleto, una única oportunidad, una vida que en realidad
era una tabula rasa, una hoja en
blanco que estaba esperando ser escrita con cientos de experiencias, imágenes,
emociones, colores, formas, sensaciones, triunfos y fracasos. En esa época, lo
recuerdo bien, no sentíamos miedo hacia el futuro, los días eran monótonos y en
ocasiones interesantes, seguíamos la sucesión inmisericorde de las clases que
nos iban conduciendo al último año que en realidad era el primero de otra cosa.
Nuestros problemas, si se podían llamar así, tenían que ver exclusivamente con
las notas de las distintas asignaturas o las desventuras amorosas que tocaban
de vez en cuando a nuestras puertas, sin embargo, aquellos prolegómenos
afectivos sólo ocasionaban un leve prurito y se olvidaban con mucha
facilidad. Aquel don, lastimosamente,
con el paso de los años se fue perdiendo y el amor se fue convirtiendo, para
muchos de nosotros, en un camino sinuoso, tortuoso y en donde era más lo que se
sufría que lo que se gozaba. Luis inclusive se colocó un tiro en la mitad de
las cejas por eso. Fue hasta el último año que empezamos a preocuparnos por el
boleto, la tabula rasa, la hoja en
blanco que se nos había regalado sin ni siquiera pedirla. Pero todavía faltaban
bastantes años para eso. Cuando nos conocimos, en aquel frío y rucio salón de
clases de aquella escuela pública, no gastábamos nuestro cerebro, recién
estrenado, en problemas a largo plazo. Éramos unos niños que sus madres
vestían, bañaban y regañaban todo el día, con la maña de comerse los mocos y
darle puntapiés a cualquier cosa que pareciera un balón. Niños que nunca se
habían preguntado por el génesis (algunos, sin aceptarlo públicamente, le
dábamos cierta credibilidad epistemológica al cuento de la cigüeña), ni por el
futuro, el futuro en realidad tenía que ver con lo inmediato, lo que haríamos
en los próximos treinta minutos o siendo unos exagerados lo que haríamos en la
próxima hora. Allí quiso la vida, a Dios nunca quise darle ese crédito, que nos
encontráramos e iniciáramos una amistad que con el paso del tiempo dejó de ser
un simple juego de niños. Y hoy, después de más de tres décadas, siendo ya unos
hombres maduros, nos volveremos a encontrar con la seguridad de saber de dónde
vienen los niños y qué hemos hecho con el maldito boleto que se nos regaló sin
ni siquiera pedirlo.
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