viernes, 15 de enero de 2021

LA CRISIS DEL PETRÓLEO

 Por: Mauricio Rincón Andrade

A Luciana Sofía


“Hoy, el mundo consume aproximadamente 86 millones de barriles de petróleo al día, solo Estados Unidos consume 20 millones diarios, no olvidemos que un barril equivale a 159 litros. Esta cantidad de consumo de petróleo hace que diariamente contaminemos la atmósfera con dióxido de carbono. La proporción por millón de este gas a principios del siglo XX era de 280, hoy estamos alrededor de 380, es decir, que en los últimos cien años hemos contaminado más el planeta que en todos los siglos anteriores de la historia de la humanidad. Pero no solo es el dióxido de carbono, sino que la industria y otros sectores de nuestra moderna economía, diariamente inundan la atmósfera con dióxido de azufre, monóxido de nitrógeno, monóxido de carbono, por solo mencionar algunos, sin incluir la cantidad de metano que aporta el sector ganadero a este desesperanzador panorama. Todos estos contaminantes deterioran el ambiente y se va a producir, a corto plazo, si seguimos a este ritmo, un recalentamiento global, un aumento del nivel de las aguas de los océanos y unos cambios climáticos que transformaran radicalmente las condiciones de vida del planeta como lo conocemos.”

Mientras dictaba mi conferencia en aquel congreso sobre cambio climático, no podía dejar de ver el rostro de algunos jóvenes aburridos e indiferentes que me veían como un profeta de catástrofes que hablaba de cosas que nunca pasarían, o como si estuviera hablando de Venus o de Marte, o como si ellos o sus hijos no se fueran a ver afectados por lo que le estábamos haciendo al planeta. No faltaba gente interesada en el tema, pero en general, era la minoría. No podía evitar sentirme frustrado al comprobar que la vida moderna nos había creado tal cantidad de falsas necesidades y compromisos de todo tipo, que no nos dejaba un solo minuto para pensar que los recursos, que utilizábamos diaria y discriminadamente, eran finitos y que se podían empezar a acabar en cualquier momento. Solo pensamos en ello, al menos por un tiempo, con la crisis del petróleo que se produjo en nuestro país. Voy a contar el cuento.

Empezó siendo un día normal es nuestra gigante y ajetreada ciudad. En las primeras horas de la mañana el tráfico se convertía en un infierno chiquito y los autos invadían la capital como hormigas a su colmena; las cifras de ventas de vehículos alegraban a las compañías del sector y a los ministros de comercio y hacienda de turno, porque significaba más gastos y más impuestos para los ingenuos compradores. Pero para los que compraban un auto era una maldición, una maldita decisión tomada más con el corazón que con la razón. Sencillamente, y eso lo comprobamos tarde, en nuestra ciudad, por más enorme que fuera, no cabía un auto más y resultaba frustrante tener un vehículo con 2000 cm3, 4 cilindros en línea y 16 válvulas y transitar a 20 km por hora tras una fila enorme, muy enorme, de autos de todas las marcas y colores. Y eso no era lo peor, sino que nuestros vehículos diariamente estaban enviando a la atmósfera grandes emisiones de dióxido de carbono, colaborando con ello a que el aire que respirábamos fuera un veneno invisible que llenaba nuestros pulmones y el de nuestros hijos.

Al ser un país importador, dependíamos del petróleo que nos enviaban los árabes, que dejaron de ser, hace poco más de cien años, un montón de pueblos dispersos por el desierto sin más capital que millones de toneladas de arena, a ser los más ricos del mundo, gracias a los inmensos yacimientos de crudo que tenían debajo de sus pies. Al depender de ellos, cualquier conato de conflicto que se produjera en aquella parte del planeta, se convertía para nosotros en una verdadera calamidad. Ya habíamos tenido ciertas crisis de desabastecimiento de petróleo, pero aquella última nos puso a pensar en lo dependientes que éramos del oro líquido y de lo que pasaría cuando sencillamente nos cerraran el grifo y nos dijeran lacónicamente: ¡se acabó! Una pequeña revuelta en un país árabe, que terminó convertida en una verdadera revolución, produjo la crisis. La población en masa invadió las instalaciones petroleras, destruyó los oleoductos y paralizó la producción. Es increíble cómo hoy en día una cosa así, en un lugar tal pequeño y alejado de nosotros, puede afectar al mundo de esa manera. Es como pensar que una célula maligna, que ni siquiera podemos ver con nuestros ojos, puede contaminar a otras y formar, con el paso del tiempo, un tumor que termina convertido en un cáncer que atenta seriamente contra nuestra vida. Y eso fue precisamente lo que ocurrió con lo que empezó siendo una pequeña revuelta en un país árabe.

Aquel día, los millones de barriles de petróleo que necesitábamos para movernos, mover la industria y contaminar el planeta, dejaron de llegar. Al día siguiente, todo fue caos y confusión y los seres humanos, al menos en nuestra ciudad y por un momento, nos dimos cuenta lo débil que era la cuerda que sostenía el equilibrio de nuestra economía y lo poco que se necesitaba para entrar en una anarquía total. Lógicamente, los problemas y los conflictos, que lastimosamente hacen parte de nuestra naturaleza humana, empezaron a surgir muy rápidamente y los hombres mostramos que de civilizados teníamos más bien poco, y que en realidad, éramos una especie violenta y sin entrañas que vivía en una sociedad en donde primaba la ley del más fuerte o del más rico, que, para el caso, era lo mismo. ¿Qué ocurrió?  

Cuando se presentó aquella crisis del petróleo, el gobierno hizo ingentes esfuerzos por importarlo de otros lugares, y a pesar de que logró adquirir una buena cantidad, eso sí, con unos precios terriblemente especulativos y altos, apenas alcanzó para que la industria no se paralizará del todo y para mover los vehículos oficiales de gordos senadores que no estaban dispuestos a compartir sus automóviles con otros parlamentarios. Eso significó que, inicialmente, los que más sintieron la escasez del oro líquido, fueron los ciudadanos que no tenían aquellos vínculos con el Estado. Lo primero que llamó la atención por aquellos días, fueron las larguísimas filas en las gasolineras que todavía disponían de combustible. Era extraño ver en nuestra ciudad, filas enormes de kilómetros y kilómetros de autos, esperando pacientemente a que los proveyeran de gasolina, con un precio ominoso y hasta abusivo y como cereza del pastel, con la noticia, cuando llegaban al surtidor, que las gasolineras solo estaban autorizadas por el gobierno a proveer de un máximo de cinco galones por auto, ¡cómo, eso no me alcanza ni para regresar a casa!, lo siento, señor, pero esa es la orden que tenemos, a mí me importa un rábano la orden que tenga, yo no me muevo de aquí hasta que no me llene el tanque, no lo puedo hacer, señor, muchacho estúpido, claro que puede…, y así comenzaron los problemas. Pues lo que empezó siendo malas palabras y groserías, terminó convertido en golpes y vandalismo. El Estado se vio en la obligación de militarizar las gasolineras para que no se siguieran presentando altercados entre los ciudadanos.

Pero porque todo lo que está mal, por una alguna extraña razón, tiende a ponerse peor, la paciencia de los propietarios de vehículos se perdió, cuando en la última y más grande gasolinera de la ciudad, se les informó que el combustible destinado a sus autos, se había acabado, ¡cómo que se terminó, pero si acabo de ver al ministro de minas, en su auto, con cuatro escoltas motorizados!, ese no es nuestro problema, señor, sólo sé que no tenemos más gasolina y no sabemos hasta cuándo nos provean de más, entonces, para qué diablos tenemos al gobierno, sino es para solucionar los problemas de los ciudadanos. No valieron los militares en sus camiones y motos con combustible, pues como un incendio, las protestas se fueron propagando en varias partes de la ciudad y no faltaron los inadaptados que empezaron a canalizar su encono contra los negocios y los autos de los demás. En pocas horas se armó una verdadera pelea campal, entre la fuerza pública, los enojados ciudadanos y todo aquel que aprovechó la situación para protestar contra el gobierno de turno y desocupar las tiendas de electrodomésticos o de ropa.

Pero en realidad los problemas en la calle, era lo más insignificante en aquella situación, pues el Estado estaba tratando de solucionar otras dificultades que amenazaban con paralizar nuestro pequeño país y dejarnos aislados del resto del mundo. En primer lugar: el transporte público. No había combustible para mover los buses, eso hacía que muchas empresas se vieran en la necesidad de cerrar porque sus trabajadores no podían llegar a sus puestos de trabajo y todos no estaban dispuestos a desempolvar sus bicicletas y pedalear durante horas. En segundo lugar, la aviación, pues muchos de los vuelos programados para salir en esos días se cancelaron y la mayoría de aerolíneas decidieron no cumplir con los vuelos a nuestro país ante la imposibilidad de abastecer de combustibles sus aeronaves cuando aterrizaran. En tercer lugar, en pocas semanas la comida empezó a escasear en la capital y en ciudades intermedias, porque no había forma de transportar los alimentos que necesitábamos, en pocos días, el inventario que tenían las grandes superficies se agotó, pues la gente al darse cuenta de la situación corrió despavorida hacia los supermercados a comprar lo que pudiera. El gobierno utilizó los camiones militares para transportar la comida, pero no fue suficiente para la cantidad de personas que éramos. Además, todos sabemos que la agricultura moderna necesita del petróleo para funcionar y producir provisiones, al estar tan tecnificada, y gran parte de ella también se paralizó. En cuarto lugar, con el paso de los días se fue presentando un gran problema de salubridad pública, pues los camiones encargados de recoger las basuras no pudieron salir más, y los seres humanos somos unos grandes productores de basura, campeones, si me permiten la palabra, a nivel universal, además, en general tenemos la mala costumbre de no reciclar. Se pueden imaginar las imágenes de pilas y pilas de basura en cada esquina, produciendo litros y litros de lixiviados, malos olores e insectos de todo tipo. En quinto lugar, y esto era lo que más preocupaba al gobierno, fue que se empezó a paralizar la industria, pues no olvidemos que el petróleo no solo lo utilizamos para quemarlo y mandarlo a la atmósfera como dióxido de carbono, sino que es la materia prima de muchos productos que utilizamos diariamente tales como: detergentes, plásticos, calzado, asfalto, fertilizantes, lubricantes, cauchos, pinturas, fibras sintéticas, etc. Así que todas estas industrias vieron reducida dramáticamente su producción y en pocas semanas muchas de ellas tuvieron que cerrar.

Al conflicto en Arabia no se le veía una pronta solución y esto había ocasionado que el barril de petróleo subiera a un precio nunca antes visto en la historia. Los países productores estaban haciendo su agosto, mientras que los países consumidores sufríamos terriblemente por la situación. En medio de esa crisis, sin embargo, hubo algo que muy pocos notaron, el aire que respirábamos estaba menos contaminado  y la atmósfera se veían menos gris. En medio de semejantes problemas, el aire o la atmósfera, como decía uno de los señores en la gasolinera, importa un rábano, pero no debería ser así. Porque, lo queramos o no, la producción petrolera, con el paso de los años, irá bajando y cada vez será más difícil encontrar hidrocarburos y los que se encuentren estarán en lugares cada vez más inaccesibles, en menor cantidad e implicará mayor costos extraerlos y cuando esto ocurra, la humanidad se enfrentará a un desafío sin parangón en su historia, un desafío que tarde o temprano tendremos que asumir. Y eso pensé que había ocurrido terminada la crisis, pues después de que regresaron los barriles de los árabes y las cosas empezaron a volver a la normalidad, el presidente de turno llamó a un sin número de especialista del tema energético, yo estuve invitado entre ellos, y nos dijo: necesitamos energías alternativas en nuestro país que nos ayuden a no depender tanto del petróleo, ¿qué proponen? Entonces, empezamos un trabajo muy serio que llevó varios años y que finalmente nos condujo a ningún lado, pues cuando estábamos avanzando en propuestas claras y concretas, se produjo el asesinato de Erick.

Uno de los elementos fundamentales para que funcione la civilización actual es indudablemente la energía. Necesitamos producirla de alguna manera, para que podamos seguir moviendo todos los engranajes que hacen posible nuestras modernas sociedades y así seguir disfrutando una existencia bastante antropocéntrica, en donde importa un pito el planeta o el resto de especies que comparten la Tierra con nosotros. Durante muchos siglos quemamos madera para producirla, luego carbón y ahora estamos en la era del petróleo, era, como decía algunos párrafos anteriores, que estamos no muy lejos de terminar. Y por eso surge la pregunta: ¿y después qué?, ¿de dónde vamos a sacar la energía que necesitamos para seguir manteniendo nuestras ciudades y nuestro estilo de vida? Esa fue precisamente la pregunta que nos hizo el presidente cuando nos convocó, en uno de los salones de conferencias de la casa de gobierno, aquella mañana. Para mí resultó agradable encontrarme de nuevo con colegas que hacía mucho tiempo no veía, pero que sin embargo, de los cuales conocía sus trabajos e investigaciones. Todos los que estábamos reunidos aquel día, teníamos algo en común, y era que nuestros campos de investigación transitaban por las llamadas: “energías limpias”. Había expertos en: energía solar, eólica, hidroeléctrica, geotérmica, mareomotriz, undimotriz, biomasa, biocombustibles y otros temas anejos, no solo muy interesantes e innovadores, sino terriblemente actuales e importantes para el futuro de nuestra especie.

La primera semana la utilizamos para hacer un diagnóstico del desarrollo y utilización de este tipo de energías en nuestro país. La conclusión no pudo ser peor: no teníamos prácticamente nada referente al tema, a excepción, de una empresa del norte que estaba funcionando con energía eólica y había construido una gran cantidad de aerogeneradores. Lo demás no existía. Así que dependíamos exclusivamente de combustibles fósiles, y la reciente crisis del petróleo, por la que habíamos pasado, nos había mostrado lo que pasaría en el futuro si seguíamos por eso camino. Erick Mills, era un orgullo nacional, así no lo conociera casi nadie en nuestro país. Siempre me resultó paradójico que fueran más importantes, para nuestros ciudadanos, las hazañas de un tipo que se ganaba la vida dándole patadas a un balón, en un club europeo, o las giras de nuestras cantantes de rock, que se la pasaban moviendo las caderas como prostitutas holandesas y cantando estupideces sin sentido, que el trabajo de un hombre como Erick. Él había dedicado todo su vida a desarrollar biocombustibles y energías alternativas, incluso había sido el pionero en el tema en el continente. En nuestros noticieros, que en realidad eran una especie de programas de chismes con algo de información y deportes, ni siquiera se había mencionado el auto de nitrógeno que había desarrollado Erick y que se estaba empezando a comercializar en Japón, Canadá, Francia y otra cantidad impresionante de países. Él, incluso, tuvo que emigrar a Japón, porque en nuestra obtusa nación, no se apoyó su trabajo. Por eso, verlo aquella mañana, me llenó de alegría; Erick, a pesar de todo, no guardaba rencor de ningún tipo, sino que estaba feliz de poder colaborar con su país.

Y ese campo de Erick fue el primero que abordamos en aquellas reuniones de expertos, que eran más unas deliciosas veladas de viejos amigos hablando de temas interesantes. La crisis por la que habíamos pasado nos había mostrado la necesidad de tener vehículos que no utilizaran gasolina, sino otro tipo de combustibles. Así que Erick era el indicado para que empezáramos a introducir en nuestro país: autos eléctricos, hídricos, que utilizaran nitrógeno o bioetanol, u otros sustitutos del petróleo. El primer problema que debíamos sortear, además de los estrictamente técnicos, eran los impuestos. Hasta ahora no se habían introducido carros de este tipo, por la cantidad impresionante de aranceles que tenían que pagar. Y lógicamente, la gente por más conciencia ecológica que tuviera, no estaba dispuesta a adquirir un auto que valía dos veces más que uno tradicional. Nos reunimos con el ministro de hacienda y el de comercio y después de varios días de discusiones, se comprometieron con nosotros a tramitar en el congreso un proyecto de ley que levantara los aranceles a esos vehículos. Esto, aunque parecía poco, era un paso muy importante, porque en una encuesta que se hizo por esos días, se mostró que una cantidad nada deleznable de ciudadanos, estaba dispuesta a adquirir esos vehículos si llegaban a un precio razonable.

Toda la mesa de trabajo estaba muy contenta con este primer logro y mientras esperábamos la respuesta de nuestros honorables legisladores, seguimos avanzando en otros proyectos que permitiera, no solo a los automotores, sino a la industria en general, funcionar sin un apego tan excesivo al oro líquido; sin embargo, todos no estaban tan felices como nosotros. Los primeros en quejarse fueron las grandes compañías importadoras de autos. Ellos manifestaron que no era justo que se le quitaran los impuestos a ese tipo de automóviles, mientras ellos sí tenían que pagarlos, y esgrimieron otra serie de razones, algunas muy válidas, pero la mayoría bastante ilógicas, en contra del proyecto. El gobierno no les hizo mucho caso, e incluso los invitó para que hicieran parte del negocio de autos de ese tipo, pero ninguno quiso responder a la invitación. Todo iba bien con el proyecto de ley, sin embargo, de un momento a otro, se empezó a estancar. Algunos periodistas lograron investigar que las compañías automotrices y algunas petroleras, habían sobornado a varios legisladores con grandes sumas de dinero, y por eso, algo que iba tan bien, sencillamente se fue archivando y convirtiendo en uno de los tantos proyectos que anualmente echan a la papelera de reciclaje nuestros legisladores.

Erick no se desanimó, sino que empezó la fabricación de este tipo de vehículos. Los contactos que tenía en el exterior eran enormes e influyentes y además, se dio cuenta que casi todas las partes que necesitaba para construir, inicialmente, autos eléctricos, las podía conseguir en el país. Recuerdo cuando nos dijo: si los fabricamos aquí, no tenemos necesidad de importarlos y nos ahorramos los impuestos. Y así empezó nuestra ofensiva, pero no tuvimos ningún apoyo estatal, porque el gobierno, que inicialmente había empezado muy entusiasmado con nuestro trabajo, nos fue abandonando paulatinamente, y finalmente todo el apoyo se fue por el grifo. La mayoría de mis colegas, lastimosamente, tuvieron que marcharse, porque el gobierno no siguió financiando el proyecto y ellos, por más comprometidos que estuvieran con el país, necesitaban vivir de algo. Pero lo que hizo que todo se fuera para el garete, sin lugar a dudas, fue el asesinato de Erick. Nunca se investigó los móviles, ni hubo capturas y solo se habló de él muy de pasada en uno de los noticieros de la noche, porque la noticia de aquel día fue que a una de nuestras actrices, que llevaba varios años en Hollywood, la había elegido la revista People como la poseedora de las tetas más hermosas del planeta.

Después del entierro de Erick, el grupo de trabajo se deshizo, y todos volvieron a sus investigaciones en el extranjero. Yo, inicialmente, me resistí, pues sentía que tenía un deber moral con mi amigo asesinado. Así que retome su proyecto sin importarme nada, pero un día tuve que parar, después de que mi esposa llegó a casa inconsolable, contándome que unos hombres la habían abordado en el parque, mientras paseaba a nuestro perro, para decirle que si no paraba con mi proyecto correríamos la misma suerte que Erick. Los muy miserables asesinaron a nuestro viejo y querido canino, y al ver a Elizabeth, mi esposa, con el cadáver de Titán, toda untada de sangre, comprendí que no podía ponerla en riesgo y que era hora, lastimosamente, de abandonar ese país de mierda.

viernes, 10 de enero de 2020

TABULA RASA

Por: Mauricio Rincón Andrade
A: Luciana Sofía



La cita era a las cinco de la tarde. La habíamos pactado hacía más de veinte años cuando apenas éramos unos remedos de hombres dispuestos a comernos el mundo. Teníamos adelante un boleto, una única oportunidad, una vida que en realidad era una tabula rasa, una hoja en blanco que estaba esperando ser escrita con cientos de experiencias, imágenes, emociones, colores, formas, sensaciones, triunfos y fracasos. En esa época, lo recuerdo bien, no sentíamos miedo hacia el futuro, los días eran monótonos y en ocasiones interesantes, seguíamos la sucesión inmisericorde de las clases que nos iban conduciendo al último año que en realidad era el primero de otra cosa. Nuestros problemas, si se podían llamar así, tenían que ver exclusivamente con las notas de las distintas asignaturas o las desventuras amorosas que tocaban de vez en cuando a nuestras puertas, sin embargo, aquellos prolegómenos afectivos sólo ocasionaban un leve prurito y se olvidaban con mucha facilidad.  Aquel don, lastimosamente, con el paso de los años se fue perdiendo y el amor se fue convirtiendo, para muchos de nosotros, en un camino sinuoso, tortuoso y en donde era más lo que se sufría que lo que se gozaba. Luis inclusive se colocó un tiro en la mitad de las cejas por eso. Fue hasta el último año que empezamos a preocuparnos por el boleto, la tabula rasa, la hoja en blanco que se nos había regalado sin ni siquiera pedirla. Pero todavía faltaban bastantes años para eso. Cuando nos conocimos, en aquel frío y rucio salón de clases de aquella escuela pública, no gastábamos nuestro cerebro, recién estrenado, en problemas a largo plazo. Éramos unos niños que sus madres vestían, bañaban y regañaban todo el día, con la maña de comerse los mocos y darle puntapiés a cualquier cosa que pareciera un balón. Niños que nunca se habían preguntado por el génesis (algunos, sin aceptarlo públicamente, le dábamos cierta credibilidad epistemológica al cuento de la cigüeña), ni por el futuro, el futuro en realidad tenía que ver con lo inmediato, lo que haríamos en los próximos treinta minutos o siendo unos exagerados lo que haríamos en la próxima hora. Allí quiso la vida, a Dios nunca quise darle ese crédito, que nos encontráramos e iniciáramos una amistad que con el paso del tiempo dejó de ser un simple juego de niños. Y hoy, después de más de tres décadas, siendo ya unos hombres maduros, nos volveremos a encontrar con la seguridad de saber de dónde vienen los niños y qué hemos hecho con el maldito boleto que se nos regaló sin ni siquiera pedirlo. 

sábado, 24 de agosto de 2019

YESHUA

Por: Mauricio Rincón Andrade
A: Luciana Sofía



El niño entró presuroso a la casa y se dirigió a la cama de la mujer. Ella abrió los ojos y vio la esperanza dibujada en el rostro de su nieto. ¡Es un maestro, abuela! Eran ya muchos años de sufrimiento. Después de ser una mujer activa, de mano fuerte, con una voluntad a prueba de todo y con un carácter que haría sonrojar a cualquier levita, se había convertido, gracias a su enfermedad, en un vestigio de ser humano, cada vez más flaca, cada vez más amarilla, con un rostro que daba miedo y un dolor abdominal que no la dejaba dormir y que la hacía llorar y desesperar. Su hijo había gastado una suma importante de dinero en un médico de Jerusalén, pero él, después de verla por unos minutos, solo musito, sin piedad alguna: no hay nada que hacer. Desde ese día las cosas empeoraron. Ella se sentía una carga y en las últimas semanas ni siquiera podía controlar los esfínteres. Era una tortura sentir que la mierda se le salía del cuerpo sin apenas poder controlarlo. Un día que había quedado sola en casa, mientras toda la familia acudía a la sinagoga, logró alcanzar un cuchillo e intentó quitarse la vida, pero no tuvo el denuedo, cayó al piso y lloró de impotencia y de rabia. Ese día que su nieto entró presuroso, había tomado la decisión que lo volvería a intentar y que nada ni nadie, le impediría que se rasgara las venas. ¡Es un maestro!, le repitió el chico. Ella lo amaba, en realidad, en aquella ocasión que no tuvo el valor de matarse, el culpable había sido su nieto, la imagen de aquel niño que la amaba y que la trataba con tanto amor y respeto. Es un hombre justo y de corazón puro, pensaba la anciana. ¿A dónde me llevas, Felipe? a donde el maestro, ¿cómo sabes que es un maestro?, porque todo el mundo está hablando de él, ¿y por qué estás tan seguro de que me puede ayudar?, porque curó a un endemoniado, yo mismo lo vi con mis propios ojos, muchos los vimos. Estábamos en el oficio sabático en la sinagoga, el endemoniado empezó a increparlo y él lo calló y le ordenó que saliera de él, e increíblemente el hombre quedó liberado; además, uno de los hijos de Simón, me dijo que después del milagro en la sinagoga, el nazareno, ¿cuál nazareno?, pues el maestro abuela, él es de Nazaret, de Nazaret no puede salir nada bueno, yo creo que sí, porque él es bueno, pero como te estaba contando, mi amigo me contó que después de eso, su padre invitó al maestro a su casa y su abuela también estaba enferma, creo que tenía fiebres, y el maestro la curó. ¡Abuela, él te puede ayudar! La mujer quedó conmovida por la fe de aquel niño de corazón puro, está bien amor, vamos, no perdemos nada. Con la ayuda del niño, se levantó de la cama, el dolor se hizo más fuerte, se sentó en el borde y colocó los pies en el suelo, pero al intentar levantarse no pudo, no puedo, ¡claro que puedes, abuela!, no tengo fuerzas, amor, solo tenemos que ir a casa de Simón, abuela, cuando estaba sana, la casa de Simón era un trayecto insignificante, hoy es como intentar caminar hasta Jerusalén, vamos, abuela, él me dijo que estaría ahí, ¿quién?, el maestro, ¿hablaste con él?, sí, abuela, fue muy amable, no puedo, por favor, inténtalo, mira que hay muchos enfermos haciendo fila para poderlo ver, amor, soy una vieja inservible que lo mejor es que muera rápido para que no siga siendo un estorbo, ¡no, abuela!, no eres eso, eres un gran hombre, Felipe, estoy segura que tu gran corazón te llevará lejos, serás un escriba que hará sentir orgulloso a tus padres y a mí, abuela, por favor, inténtalo, no puedo Felipe, mi mente lo desea, pero mi cuerpo no quiere colaborar, está cansado y solo desea descansar. Felipe empezó a llorar y su abuela también, la conmovía el amor que su nieto sentía hacia ella, trató de sacar fuerzas de donde no creía tener y logró ponerse de pie, el niño, se limpió las lágrimas y fue a ayudarle, ella logró dar un paso, pero no pudo mantener el equilibrio y fue a caer al piso junto con el niño, en ese momento, sintió que unas manos fuertes y con cayos la levantaban, el niño también se incorporó y casi gritando dijo: ¡maestro!

lunes, 15 de abril de 2019

TROTSKY

A Luciana Sofía
Por: Mauricio Rincón Andrade



“6LL3, o mejor conocida como Dolly, una hermosa oveja Finn Dorset fue presentada en sociedad el 27 de febrero de 1997 en la revista científica Nature. Este acontecimiento abrió un camino que ha sabido aprovechar muy bien las productoras de Hollywood, las casas editoriales, algunos movimientos seudo-religiosos y hasta cientos de artistas de todo tipo: la clonación de seres humanos. Un hecho que ya ha dejado de pertenecer a la ciencia ficción y que, tarde o temprano, será una realidad -si es que ya no lo es en algún laboratorio subrepticio de nuestro planeta-. Ian Wilmut, con su “receta”, abrió una puerta que difícilmente será cerrada, una puerta que no sabemos a dónde nos conducirá […]” Este párrafo es un fragmento de uno de los discursos del doctor Wilson Grazer, una eminencia mundial sobre el tema de la clonación y un acérrimo contradictor sobre la posibilidad de la clonación humana. En todas las conferencias que dictaba alrededor del planeta, no perdía la oportunidad de “concienciar al mundo”, como decía él, sobre lo peligroso que podría resultar transitar por ese camino. Cuando fui a entrevistarlo en su casa de Edimburgo, me encontré con un hombre prepotente, de pocas palabras, que me hizo esperarlo por más de una hora y que accedió a hablar conmigo solamente porque mi padre era amigo de uno de sus mecenas. Además, un pastor alemán nos acompañó todo el tiempo y sólo Dios sabe la fobia que les tengo a esos animales. Fue la entrevista más difícil de toda mi carrera. No me dijo gran cosa y sólo me remitió a una serie de artículos por Internet que hablaban sobre él. Fueron los treinta minutos más largos de toda mi vida. El hombre con que me topé no cuadraba con la imagen que daba en sus conferencias de bonachón, de buen humor y con una gran conciencia humana y social. Éste no puede ser el mismo tipo, pensaba mientras su mayordomo me conducía a la puerta. Cuando ya iba a salir, hubo algo que me llamó poderosamente la atención: en una pequeña mesa, a la entrada de la casa, tenía un sin número de fotografías, tomé una fotografía panorámica de todas ellas con gran disgusto del mayordomo y salí. No logré armar un artículo decente pues el doctor Wilson no me dijo nada que no se hubiera publicado ya y además no me quiso hablar de sus últimas investigaciones. Pero no salí con las manos vacías porque la fotografía que tomé adquirió una importancia cardinal cuando, años más tarde, se quitó la máscara que había llevado por tantos años. En todas las fotografías de la mesa se encontraba el mismo tema: el doctor Wilson acompañado de un niño de unos dos años y de un pastor alemán. Inicialmente pensé que se trataba de su sobrino, pues él era soltero y sin hijos, pero después recordé que él era hijo único, entonces, ¿quién era ese niño? Por Internet no encontré nada y los amigos de mi padre no tenían idea de quién pudiera ser el chaval. Llevé la fotografía a un laboratorio especializado en Alemania para observar con más nitidez los rostros y lo que me encontré me dejó la sangre helada. Pero vamos por partes, primero el perro. Por lo que había investigado, el doctor Wilson, era un amante de los perros y especialmente de los pastores alemanes, su padre había tenido un criadero de esa raza muy conocido en toda Europa, un perro llamado Trotsky había sido el mayor orgullo de la familia. Por casualidad, una fotografía de Trotsky llegó a mis manos y mi memoria inmediatamente me transportó a la larga mañana en que traté de entrevistarlo, pues el perro que nos había acompañado tenía el mismo aspecto que el perro que tenía en la fotografía, parece un -recuerdo que pensé- clon. ¿Un qué?, un clon. ¡No puede ser! Revisé con más detenimiento las fotografías y en todas ellas aparecía el doctor Wilson en distintas etapas de su vida, desde que tenía pelo y barba hasta que estaba completamente calvo, acompañado de Trotsky, o mejor dicho, de clones de Trotsky. Eso no era un delito, no tenía una gran noticia, el doctor Wilson Grazer, un experto mundial en el tema de la clonación, había clonado el perro más famoso del criadero de su familia. Lo que sí era una bomba era lo segundo y lo segundo era el niño. El rostro era idéntico en cada una de las fotografías, con un corte distinto de cabello en cada una de ellas, tengo que reconocerlo, acompañando al científico y al perro, en ese momento no lo supe, pero en realidad no era un niño, eran varios niños, todos ellos clonados. Esa sí era una gran noticia, el doctor Wilson Grazer, un experto mundial en el tema de la clonación y un acérrimo contradictor de la clonación humana, la había estado practicando por años. ¿Por qué no había sacado sus investigaciones a la luz pública si había tenido éxito?, ¿por qué se había convertido en un abanderado de la lucha contra la clonación humana, cuando él la había estado practicado por tanto tiempo?, ¿de dónde había sacado el material genético necesario para la clonación humana?, ¿quién lo estaba financiando?, ¿qué ocurrió con los niños?, ¿por qué tenía esas fotografías ahí y no en su caja fuerte? éstas y otra gran cantidad de preguntas seguramente se pueden hacer, sin embargo, el espacio de que disponemos no nos permite responderlas; sólo puedo decir que, cuando me arriesgué a publicar mis conclusiones, el doctor Wilson desapareció de la faz de la tierra, dejando una honda preocupación en la comunidad científica sobre los alcances de sus investigaciones y un malestar en la opinión pública sobre lo ausente que la ética se encuentra en muchos de nuestros hombres de ciencia.

jueves, 6 de diciembre de 2018

TENTH

A Luciana Sofía
Por: Mauricio Rincón Andrade


El teólogo se despertó aquella mañana con una incertidumbre que le carcomía las entrañas: la posibilidad de que no existiera vida después de la muerte. Se levantó presuroso y se dirigió a su biblioteca, que tenía una muy buena colección de libros de teología y poesía. Buscó por un breve espacio de tiempo y tomó un mamotreto empastado en azul oscuro, como todos sus libros de teología, los de poesía estaban empastados en rojo. Era un viejo tratado de novísimos, leyó con la respiración entrecortada y haciendo un gran esfuerzo para tomar aire. Aquellas enredadas descripciones y complicadas explicaciones teológicas se le asemejaban más a la famosa novela de Lewis Carroll que a un libro académico. No hay vida después de la muerte, le gritaba su corazón y su cerebro estaba empezando a asentir.

Se dirigió a la facultad de Teología de la Universidad Pontificia de la ciudad, donde dictaba clases desde hacía más de diez años por dos. Caminó por los pasillos largos y lúgubres, entró al salón 409, saludó a sus estudiantes, una veintena de pichones de cura, vírgenes y asolapados; sacó el mamotreto, el viejo tratado de novísimos, lo tiró en el cesto de la basura con los ojos atónitos de sus estudiantes, le prendió fuego y les dijo lacónicamente:

- ¡No existe vida después de la muerte!

Salió del salón, entró en el despacho del decano sin anunciarse y le entregó su carta de renuncia. Salió de la oficina y caminó lentamente hacia el parqueadero con la cabeza erguida y las manos dentro de los bolsillos de su pantalón. Encendió su auto y lo dirigió por una concurrida avenida, se detuvo en un pequeño establecimiento, sucio, con mesas de madera y troncos como sillas, pidió un trago de aguardiente y se lo tomó como si se tratara de agua, fondo blanco. Otro, por favor, éste lo degustó un poco más, al tercero, se atrevió a hablarle al tendero, nunca había tomado aguardiente, le dijo, sabe horrible, pero me hace sentir varón, el tendero lo miró como si se tratara de un loco. Después del quinto trago, se levantó, meó en un orinal amarillento y demasiado bajo para su estatura, pagó, dio una buena propina y se subió de nuevo a su auto.

Ya entrada la noche, llegó a un viejo pueblo. Tocó a la puerta. Era una casa antigua, con un hermoso jardín en el portal, ventanales inmensos y una bellísima puerta de madera de estilo rococó, parecía un lugar estacionado en el pasado. Le abrió una mujer de color, vieja y sin arrugas, -definitivamente los negros no envejecen- pensó. Preguntó por la señora, la conserje lo dejó entrar, ya lo conocía, lo observó de reojo y le pareció percibir cierto tufo a aguardiente, ya lo anunció. A los pocos minutos, bajó la señora, una mujer bien conservada, hermosa, viuda y con mucho dinero, no tenía hijos y el teólogo era uno de sus mejores amigos. Lo saludó con un beso en la mejilla, también percibió el tufo y lo hizo pasar al estudio. El teólogo se quedó observándola con concupiscencia y le dijo sin pensarlo dos veces:

- ¡Hace diez años que la deseo!

Todo había empezado hacía diez días en el teatro municipal de la capital. El escenario estaba a reventar. Presentaban la famosa cantata profana de Carl Orff, Carmina Burana. Una obra impactante, en ocasiones festiva y, en otras, lúgubre. Es increíble que con unos poemas de monjes disolutos que alababan el alcohol y los placeres del sexo, se pueda componer una verdadera obra de arte, pensaba el teólogo mientras escuchaba, ¡oh Fortuna!, el primer número de la cantata. Esa noche no pudo dormir, no lograba sacar de la cabeza a Margaret, su mejor amiga desde hacía diez años. Lo peor era que se la imaginaba desnuda. El teólogo sentía que la estaba irrespetando. Pero su corazón era más fuerte, deseaba abandonar aquella oscura habitación, confesarle su amor y amarla para siempre. La razón se lo impedía. Margaret era viuda y, como ella misma se lo había dicho un día, no quiero volver a pasar por la maldita tortura de reconocer que todo es mortal, hasta el amor.

No tuvo el denuedo. Se quedó en su habitación esperando que la vida le mostrara el momento indicado. A los diez días, se dio cuenta que la vida no muestra un carajo y que somos nosotros los que tenemos que buscar los momentos. Las siguientes noches, trozos de la cantata de Orff empezaron a tomar vida propia en el mundo onírico del teólogo. Aquellas letras lascivas se mezclaban con imágenes perfectas de Margaret desnuda y dispuesta para el acto carnal. Su rostro gimiendo, sus piernas abiertas, sus senos erectos, ¡no!, despertaba el teólogo como si regresara de una horrible pesadilla. Era una lucha absurda. Margaret era una mujer viuda, sin ningún compromiso, además de atractiva; el teólogo era un hombre soltero, que se había retirado hacía más de diez años por tres del seminario y que había decidido seguir con los estudios eclesiásticos por el simple placer que le suscitaban. Por eso, había terminado en la Facultad de Teología, enseñando como un laico, pero viviendo como un cura.

Nunca había logrado despegarse de aquellos largos años en el seminario. Se vestía como un cura, rezaba más que un monje, se confesaba dos veces al año, asistía a misa todos los días, no bebía ni fumaba y no iba a los prostíbulos porque era pecado, a pesar de que muchas veces lo deseó. Nunca había logrado entablar una relación seria con ninguna mujer, su timidez se lo impedía; sin embargo, desde la aparición de Margaret en su vida, las cosas habían cambiado un poco. La había conocido en una exposición de pintura, desde que la vio, le llamó la atención, era una mujer hermosa, estaba concentrada observando un cuadro, el teólogo venció su timidez y entabló una conversación por primera vez en su vida con una mujer que no conocía.

Al siguiente día, fue a su casa. Se sentía como un adolescente en su primera cita. La casa de Margaret quedaba en un pueblo cercano a la capital, era un viejo caserón, rodeado de naturaleza y con muy buen gusto en el interior. La debilidad de Margaret era el barroco, la música, la pintura, la escultura y hasta los muebles de esta época le gustaban mucho. Su misma forma de vestir tenía mucho de ese estilo, bastante cargado y con muchos accesorios, -debe ser grandioso desnudar a esta mujer- pensaba el teólogo mientras la escuchaba con atención. Todo iba bien, tal como lo había imaginado el teólogo, hasta que Margaret le contó que estaba casada hacía diez años y que su esposo era un importante hombre de negocios que pasaba la mayor parte del año viajando.

Esa misma noche, el teólogo sufrió por primera vez por amor. Era absurdo, pensaba, hacía prácticamente un día que la conocía, uno no se puede enamorar tan rápido. Sentía rabia y culpa, deseaba la mujer del prójimo y eso era pecado. Trató de alejarse, pero su corazón se lo impidió, las visitas aumentaron y, en poco tiempo, entablaron una sólida relación de amistad. La amistad es una tortura cuando hay amor de por medio. Pero lo resistió estoicamente. A los diez meses de haberse conocido, ocurrió un “milagro”: el esposo de Margaret murió en un terrible accidente aéreo. Esa noche el teólogo se flageló como en sus viejos tiempos en el seminario. No podía alegrarse tanto por la muerte de un hombre, la culpa lo invadió de nuevo y por un tiempo no se atrevió a ver a Margaret a los ojos, no puede darse cuenta lo feliz que me siento. Se refugió en sus clases y en la esperanza de que su amiga lo viera alguna vez como un amante no como un amigo.

El teólogo entró al seminario siendo aún un niño. Sus padres lo llevaron de la mano a aquel viejo edificio de cien habitaciones, rodeado de jardines, con una hermosa iglesia al lado derecho y un campo de fútbol al izquierdo. Allí estuvo por más de diez años. Se adaptó fácilmente por su personalidad introvertida y su temperamento dócil y moldeable. Obedecía al pie de la letra, hablaba poco, estudiaba y rezaba mucho, y disfrutaba de las tardes de deporte. Durante sus primeros años de formación, no tuvo prácticamente ningún contacto con las mujeres, las únicas que veían eran a su madre y a su hermana, que iban una vez al mes a llevarle ropa y golosinas que escondían muy bien para comérselas solo en la noche. En vacaciones, se encerraba en la iglesia de su pueblo y leía gran cantidad de libros.

La cocinera del seminario era una vieja malgeniada, que olía a mil demonios, que no cruzaba palabra con los jóvenes pichones de cura y que además era atea, pero esto último nunca lo afirmó abiertamente. El teólogo acababa de cumplir quince años cuando aquella imagen se apoderó de su alma. La lavada de los platos se distribuía en grupos de a cuatro, ese día al teólogo le tocó solo. Sus compañeros de oficio le habían cambiado libros por trabajo, él había terminado aceptando, no sólo porque estuviera interesado en los libros, sino porque no se sentía cómodo con sus compañeros que sólo hablaban de mujeres. Ese día la cocinera había llevado a su sobrina, una alegre y hermosa jovencita que hacía diez días había tenido su primera regla. Todo ocurrió en un segundo. La cocinera se fue a buscar tomates en el huerto y la sobrina se quedó escondida en la habitación de su tía, pues tenía prohibido llevar jovencitas al seminario. La chica salió y se dirigió a la cocina, el teólogo estaba absorto en su labor y no se percató de la presencia de la joven mujer. Mientras él lavaba los trastos, la sobrina de la cocinera empezó a desnudarse, cuando estuvo completamente desnuda se empezó a masturbar, éste volteó a mirar y dejó caer el plato que tenía en la mano. Esa imagen no lo dejó dormir esa noche. No lo comentó con nadie, ni siquiera con su confesor, no lograba concentrase en la oración y se distraía fácilmente en las clases. A los diez años de aquella visión, el teólogo se retiró del seminario.

No lograba entender la razón por la que Dios exigía ese sacrificio, el hombre está hecho para la mujer y la mujer para el hombre. A su alrededor observaba algunos hombres, viejos, cansados, resabiados y vírgenes, que huían de las mujeres y que se flagelaban cuando deseaban a una, muchas veces los escuchó mientras él pensaba en aquella imagen. No volvió a ver a la jovencita y la cocinera murió a los diez meses del incidente, víctima de una serpiente venenosa que se entró a la cocina del seminario, nadie supo por dónde.

El mundo real del teólogo era triste, solitario y hasta lúgubre, pero su mundo de onírico era increíblemente rico. Fue allí donde acarició unos senos por primera vez, donde venció la timidez y habló con muchas mujeres hermosas e inteligentes; donde le gritó al rector del seminario que odiaba sus clases y que sabía lo suyo con la sacristana; donde se convirtió en astronauta, millonario y jugador profesional de fútbol. Al despertar, era el mismo ser introvertido, tímido y con una relación con las mujeres reducida a una imagen de una jovencita masturbándose en la cocina de un seminario. Fue gracias a un sueño que decidió dejar definitivamente aquel monumento a un Dios que no entendía del todo. El teólogo se levantó aquella mañana con una incertidumbre que le carcomía las entrañas. La posibilidad de que hubiera tomado el camino equivocado. Se levantó, habló con el rector y le comunicó su decisión, empacó y se fue para la capital. Se alojó en una pensión barata pero limpia e inició una nueva vida que sustancialmente no difería mucho de la que llevaba en el seminario. Se matriculó en la Universidad Pontifica de la ciudad para seguir con los estudios eclesiásticos y consiguió un trabajo de medio tiempo. Cuando se graduó, pasó a trabajar en la misma universidad.

Después de su salida del seminario, algo permaneció intacto: su mundo onírico siguió siendo rico y su mundo real solitario y aburrido. Gozó en su interior de una libertad que sentía que no poseía antes, pero siguió viviendo como un religioso más. Su timidez sólo la vencía en los salones de clases y su contacto con las mujeres se reducía a aquella imagen del pasado. Sólo un ser logró sacarlo de aquel letargo de vida, Margaret. Después de la muerte de su esposo, Margaret vivió un luto riguroso durante diez meses, pasado ese tiempo, volvió a los colores abigarrados y al sin número de accesorios. Las visitas del teólogo aumentaron. Salía disparado de sus clases en la universidad para el pueblo donde vivía su amiga, muchas veces se quedaba, en la alcoba de huéspedes, por supuesto. Otras veces, salía bien entrada la noche y se refugiaba en su mundo onírico para tener a Margaret el resto de la velada. Dialogaban de muchos temas; en ocasiones, ella le tomaba la mano distraída en la conversación y él se sentía el hombre más feliz del mundo. Sólo una vez se dejaron de ver.

Margaret viajó a Polonia, allí estuvo por más de diez meses. El teólogo casi se muere. En ese país, vivía la hermana menor de Margaret, estaba casada con un polaco y tenían tres hijos. El teólogo le escribía todos los días y su única distracción era el cine, al que asistía solo, y a las películas que no le recordaran el vacío que sentía su corazón. Ella le escribió diez cartas, una por mes, siempre las llevaba consigo y hasta se las aprendió de memoria. A los diez meses, Margaret regresó, más hermosa que nunca y con la noticia de que se casaba. Esa misma noche, el teólogo sufrió por segunda vez por amor. Lloró como un niño, maldijo su timidez, su estúpida personalidad anclada en un seminario y el dolor que produce el amor. A los diez días, el teólogo se flageló por segunda vez desde su salida del seminario. El futuro esposo de Margaret murió en un terrible accidente aéreo cuando se dirigía a casarse con su amada. El teólogo saltó de alegría, rio como un niño y se flageló con más fuerza que la primera vez, -no puede darse cuenta lo feliz que me siento-decía.

Pasados unos días, corrió hacia la casa de Margaret a confesarle su amor, sin embargo, no tuvo el valor, ella lo recibió llorando, maldiciendo su suerte y el error que había cometido, olvidar que todo es mortal, hasta el amor. El teólogo calló de nuevo, la acompañó toda la noche y durmió en la habitación de huéspedes. Esa noche acarició unos senos por segunda vez, los de Margaret, pero en su rico mundo onírico. Pasaron diez meses. El teólogo compró dos entradas para una de sus obras favoritas, la famosa cantata de Carl Orff. Margaret lo acompañó. Esa noche no quiso quedarse en su casa, la dejó y regresó a su apartamento con una gran biblioteca y una cama demasiado estrecha para su estatura. A los diez días de la audición de la cantata, se levantó con una incertidumbre que le carcomía las entrañas: la posibilidad de que no existiera vida después de la muerte. Después de quemar un viejo tratado de teología frente a sus estudiantes, de renunciar a su cátedra, de tomar aguardiente por primera vez y de mear en un orinal demasiado bajo para él, se dirigió a donde su amiga y le dijo sin pensarlo dos veces:

- ¡Hace diez años que la deseo!

Margaret le chantó una cachetada, por estúpido, no por atrevido. Esa noche el teólogo perdió su virginidad, a los cincuenta años, y acarició unos senos por tercera vez en su vida, pero esta vez no en su rico mundo onírico sino en su nuevo mundo real.